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Al día siguiente empezaría a soltar otra clase de relámpagos. Otros rayos que podrían salvarlo. O matarlo. Todavía no estaba loco.

11

Lo que está oculto

Egwene se encontraba en su cuarto, en camisón; respiró hondo y dejó el anillo de piedra junto al libro abierto, encima de la mesita de noche. Estaba completamente cubierto de Puntos y vetas marrones, rojas y azules, y era un poco grande para llevarlo en el dedo. Parecía mal hecho, ya que el aro plano se hallaba retorcido de tal manera que, si se pasaba la yema del dedo a lo largo del borde, se daba la vuelta tanto a la parte interior como a la exterior antes de volver al punto donde se había empezado. Por imposible que pareciera, tenía sólo un canto. No había dejado el anillo allí porque existiera la posibilidad de que no lo lograra sin él o porque deseara fracasar. Tenía que intentarlo sin el anillo antes o después, o en caso contrario nunca pasaría de patalear en el agua cuando su meta era nadar. Éste era tan buen momento como cualquier otro. Ésa era la razón. Lo era.

El grueso volumen encuadernado en piel era Viaje a Tarabon, escrito por Eurian Romavni, de Kandor, hacía cincuenta y tres años según la fecha dada por el autor en la primera línea, pero en ese corto periodo no debía de haber ocurrido nada trascendente en Tanchico. Además, era el único libro que había encontrado que tuviera ilustraciones útiles. La mayoría de los libros sólo tenían retratos de reyes o interpretaciones imaginarias de batallas, realizadas por hombres que no las habían presenciado.

La oscuridad era completa al otro lado de las ventanas, pero las lámparas le proporcionaban suficiente luz. Una vela alta ardía en un candelabro dorado sobre la mesilla. Había ido a buscarla ella misma; no era aquélla una noche para mandar a una doncella que trajera una vela. Casi todos los criados estaban atendiendo a los heridos o llorando la muerte de sus seres queridos o recibiendo cuidados ellos mismos. Había habido demasiados heridos para tratarlos con la Curación, salvo a los que hubieran muerto de no utilizarla.

Elayne y Nynaeve aguardaban junto a unas sillas de respaldo alto pegadas a cada lado de la amplia cama; procuraban ocultar su ansiedad con más o menos éxito. Elayne simulaba una pasable actitud de majestuosa calma que quedaba menoscabada por el ceño fruncido y el gesto de morderse los labios cuando creía que Egwene no la miraba. Nynaeve hacía un alarde de enérgica seguridad, la clase de actitud que hacía que uno se sintiera a gusto y reconfortado cuando estaba enfermo en la cama y lo arropaba, pero Egwene había aprendido a leer en sus ojos, y éstos decían que estaba asustada.

Aviendha estaba sentada en el suelo junto a la puerta, cruzada de piernas; sus ropas pardas y grises resaltaban llamativamente en contraste con el intenso color azul de la alfombra. En esta ocasión la Aiel llevaba el cuchillo de hoja larga a un costado y una aljaba con flechas al otro; sobre sus rodillas descansaban cuatro lanzas cortas. En el suelo, al alcance de su mano, estaba la rodela de cuero duro, encima de un estuche de cuero repujado, con correas para colgarlo a la espalda, y en el que guardaba su arco de hueso. Después de lo ocurrido esta noche, Egwene no la culpaba por querer ir armada. Ella misma habría querido tener un rayo presto para ser arrojado.

«Luz, ¿qué era lo que hizo Rand? Así lo ciegue la Luz. Me asustó tanto como los propios Fados o puede que incluso más. No es justo que tenga capacidad para hacer algo así mientras que yo ni siquiera veo los flujos de energía».

Se subió a la cama y puso el libro de piel sobre sus rodillas; examinó el mapa impreso de Tanchico con el ceño fruncido. En realidad había pocas indicaciones de interés. Una docena de castillos que rodeaban el puerto y protegían la ciudad desde las tres penínsulas montañosas: la de Verana al este; la de Maseta en el centro, y la de Calpen, que era la más próxima al mar abierto. De ninguna utilidad. Varias plazas grandes, algunas áreas abiertas que parecían ser parques, y distintos monumentos erigidos en memoria de gobernantes convertidos en polvo desde hacía mucho. Todo inútil. Unos cuantos palacios y cosas de aspecto extraño, como por ejemplo el Gran Anfiteatro, en la península de Calpen. Sobre el mapa sólo era un anillo, pero maese Romavni lo describía como una construcción de gran tamaño con capacidad para miles de personas que acudían para presenciar carreras de caballos o espectáculos de fuegos artificiales creados por los Iluminadores. También había un Anfiteatro Real, en Maseta, más grande incluso que el Gran Anfiteatro; y un Anfiteatro de la Panarch, en Verana, un poco más pequeño. También estaba indicada la sede de la Corporación de Iluminadores. Nada de todo esto les servía. Y tampoco en el texto había nada útil.

—¿Estás segura de querer intentarlo sin el anillo? —preguntó Nynaeve en voz queda.

—Completamente —respondió Egwene con tanta calma como le fue posible, aunque tenía el estómago tan revuelto como cuando había visto al primer trolloc esa noche, sosteniendo a aquella pobre mujer por el pelo y degollándola como a un conejo; lo cierto era que los chillidos de la mujer sonaban como los de un gazapo cogido por las orejas. Matar al trolloc no le sirvió de nada; ya estaba muerta para entonces. Pero sus agudos gritos no se le iban de la cabeza a Egwene—. Si no funciona, siempre me queda el recurso de intentarlo de nuevo con el anillo. —Se inclinó sobre la vela para hacerle una marca con la uña—. Despertadme cuando se haya consumido hasta aquí. ¡Luz, ojalá tuviéramos un reloj!

Elayne rió su comentario; un alegre trino que casi sonaba espontáneo.

—¿Un reloj aquí? Mi madre posee docenas de relojes, pero nunca oí que hubiera uno en un dormitorio.

—Bueno, pues mi padre tiene uno, el único que hay en todo el pueblo —rezongó Egwene—. Ojalá lo tuviera aquí ahora. ¿Creéis que la vela se habrá consumido hasta la señal en una hora? No quiero dormir más de ese tiempo, así que tenéis que despertarme tan pronto como la llama llegue a la marca. ¡No bien llegue!

—Lo haremos —le aseguró Elayne en tono tranquilizador—. Te lo prometo.

—El anillo de piedra —intervino inesperadamente Aviendha—. Puesto que no lo vas a usar tú, Egwene, ¿podría utilizarlo otra persona, alguna de nosotras, para acompañarte?

—No —musitó la joven. «Luz, ojalá vinieran todas conmigo»—. Pero gracias por pensarlo, de todos modos.

—¿Sólo lo puedes usar tú, Egwene? —preguntó la Aiel.

—Cualquiera de nosotras podría —contestó Nynaeve—, incluso tú, Aviendha. No es preciso que una mujer tenga capacidad de encauzar. Es suficiente con dormir con el anillo tocándote la piel. Pero no conocemos el Tel’aran’rhiod tan bien como Egwene, y tampoco sus reglas.

—Entiendo. —Aviendha asintió—. Una mujer puede cometer errores cuando no conoce los procedimientos, y sus errores pueden causar tanto su muerte como la de otros.

—Exacto —repuso Nynaeve—. El Mundo de los Sueños es un lugar peligroso. Eso sí que lo sabemos.

—Pero Egwene tendrá cuidado —añadió Elayne, dirigiéndose a Aviendha pero para que lo oyera Egwene—. Lo promete. Mirará en derredor, ¡con mucho cuidado!, y nada más.

Egwene estaba concentrada en el mapa. Tener cuidado. Si no hubiera guardado con tanto celo su anillo de piedra —lo consideraba suyo; la Antecámara de la Torre posiblemente disentiría, pero ignoraban que lo tuviera en su poder—, si hubiera estado dispuesta a que Elayne o Nynaeve lo utilizaran más de una o dos veces, ahora sabrían bastante para acompañarla. Empero, no era remordimiento por lo que evitaba mirarlas, sino porque no quería que vieran el miedo en sus ojos.

El Tel’aran’rhiod. El Mundo Invisible. El Mundo de los Sueños. No los sueños de la gente corriente, aunque a veces entraban fugazmente en él y experimentaban sueños que parecían tan reales como la vida misma. Y lo parecían porque lo eran. Lo que ocurría en el Mundo Invisible era real, aunque en un modo extraño. Nada de lo que pasaba allí afectaba a lo que era —una puerta abierta en el Mundo de los Sueños seguiría estando cerrada en el mundo real; un árbol talado allí, aquí seguiría en pie— y, sin embargo, una mujer podía morir o ser neutralizada allí. «Extraño» era un término que distaba mucho de describirlo. En el Mundo Invisible el mundo entero estaba al alcance y puede que también otros mundos; cualquier lugar era accesible. O, al menos, lo era su reflejo en el Mundo de los Sueños. Allí, alguien que supiera cómo hacerlo podía leer el tejido del Entramado: pasado, presente y futuro. Un Soñador. No había habido Soñadoras en la Torre Blanca después de Corianin Nedeal, hacía casi quinientos años.