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«Cuatrocientos setenta y tres años, para ser exactos —pensó Egwene—. ¿O son ya cuatrocientos setenta y cuatro? ¿Cuándo murió Corianin?» Si hubiera tenido ocasión de terminar su adiestramiento como novicia en la Torre y estudiar como Aceptada, tal vez ahora lo sabría. Y también muchas otras cosas más.

En la bolsita del ter’angreal, lo bastante pequeña para meterla en un bolsillo, Egwene guardaba una lista de los ter’angreal que las componentes del Ajah Negro habían robado cuando huyeron de la Torre. Las tres tenían una copia. Al lado de trece de aquellos ter’angreal robados se había escrito «aplicación desconocida» y «último estudio realizado por Corianin Nedeal». Pero, si Corianin Sedai no había sido capaz de descubrir su utilidad, Egwene conocía uno de sus usos: daban acceso al Tel’aran’rhiod; quizá no con tanta facilidad como con el anillo de piedra, y tal vez no sin encauzar, pero lo hacían.

Habían recuperado dos de Joiya y Amico. Uno era un disco de hierro de unos siete centímetros, con una prieta espiral en cada lado; el otro era una lámina del tamaño de su mano, con el aspecto de un trozo de ámbar claro pero tan dura como para rayar el acero, y con la figura de una mujer dormida tallada de algún modo en su interior. Amico había hablado sin reparos sobre ellos, y también lo hizo Joiya después de una sesión a solas con Moraine en su celda, de la que la Amiga Siniestra salió pálida y casi con un comportamiento cortés. Si se canalizaba un hilo de Energía en cualquiera de los dos ter’angreal, la persona se sumía en el sueño y luego en el Tel’aran’rhiod. Elayne había probado brevemente con los dos y había funcionado, aunque lo único que vio fue el interior de la Ciudadela y el Palacio Real de Caemlyn.

Egwene no quería que lo intentara por breve que fuera la visita, pero no a causa de los celos. Sin embargo, había sido incapaz de oponerse de manera convincente, pues temió que Elayne y Nynaeve captaran en su voz lo que trataba de ocultar: el miedo.

Haber recuperado dos significaba que todavía quedaban otros once en poder del Ajah Negro, y su oposición se basó en ese argumento, aunque sin extenderse en detalles. Once ter’angreal capaces de conducir a una mujer al Tel’aran’rhiod, y todos ellos en manos de las hermanas Negras. Cuando Elayne había hecho sus cortos viajes al Mundo Invisible podría haberse encontrado al Ajah Negro esperándola o toparse con ellas antes de percatarse de su presencia. La idea le ponía un nudo en el estómago. ¿Y si estaban esperándola ahora? No lo creía muy probable. No obstante, aunque no fuera a propósito —¿cómo iban a saber que pensaba entrar allí?—, sí cabía la posibilidad de que estuvieran por casualidad. A una era capaz de hacerle frente, a menos que la cogiera por sorpresa, y no estaba dispuesta a que tal cosa ocurriera. Pero ¿y si aparecían dos o tres juntas? ¿O Liandrin y Rianna, Chesmal Emry y Jeane Caide y todas las demás al mismo tiempo?

Sin levantar los ojos del mapa, fruncido el entrecejo, se obligó a aflojar las manos que había apretado con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos. Lo ocurrido esta noche hacía que todo fuera urgente. Si los Engendros de la Sombra habían podido asaltar la Ciudadela, si una Renegada había aparecido de repente allí, Egwene no podía dejarse vencer por el miedo. Tenían que saber qué hacer, decidir adónde ir. Tenían que tener algo más que la vaga historia de Amico. Algo, cualquier cosa. Si hubiera podido descubrir dónde se encontraba encerrado Mazrim Taim o entrar de algún modo en los sueños de la Amyrlin y hablar con ella… A lo mejor hacer esas cosas estaban al alcance de una Soñadora, pero si era así ella no sabía cómo llevarlas a cabo. Tenía que conformarse con Tanchico.

—He de ir sola, Aviendha. No queda más remedio. —Creía que su voz había sonado tranquila y firme, pero Elayne le dio unos golpecitos en el hombro.

Egwene no sabía por qué seguía mirando el mapa con tanta intensidad. Lo conocía de memoria, de punta a rabo. Todo cuanto existía en este mundo existía en el Mundo de los Sueños, y, desde luego, a veces incluso más. Su punto de destino estaba decidido. Pasó las hojas del libro hasta llegar al único grabado que mostraba el interior de un edificio cuyo nombre aparecía en el mapa: el Palacio de la Panarch. Sería un grave inconveniente encontrarse en una habitación si no tenía idea de en qué parte de la ciudad estaba. De todos modos, puede que nada de esto sirviera de mucho. Rechazó tal idea de inmediato. Tenía que pensar que había alguna oportunidad.

El grabado mostraba una amplia habitación de techo alto. Un cordón unía entre sí varios postes de unos ochenta o noventa centímetros de altura y formaba una especie de barrera que impedía que nadie se acercara demasiado a los objetos expuestos en vitrinas y estuches abiertos que había a lo largo de las paredes. La mayoría de esas piezas expuestas no se apreciaban, salvo lo que había al otro extremo de la sala. El artista se había esmerado en dibujar con todo detalle el inmenso esqueleto que se erguía como si el resto de la criatura acabara de desaparecer. Tenía cuatro patas, de huesos macizos, pero por lo demás no se parecía a ningún animal que Egwene conociera. Para empezar, de pie debía de medir unos tres metros y medio, más del doble de alto que ella. El redondo cráneo, situado en un ángulo muy bajo respecto a los hombros, como el de un toro, parecía lo bastante amplio para que un niño cupiera dentro, y en el dibujo parecía tener cuatro cuencas oculares. Este esqueleto diferenciaba la sala de todas las demás; era el centro de ella, sin lugar a duda, y no dejaba margen de error. Fuera lo que fuera. Si Eurian Romavni lo sabía, no lo había nombrado en estas páginas.

—Por cierto, ¿qué es una Panarch? —preguntó mientras dejaba a un lado el libro. Había estudiado el grabado una docena de veces—. Estos escritores parecen dar por sentado que uno tiene que saberlo ya.

—La Panarch de Tanchico tiene la misma autoridad que el rey —explicó Elayne como si recitara una lección—. Es la responsable de recaudar los impuestos, los aranceles y las tasas; y él, de que se gasten correctamente. Ella controla la Fuerza Civil y los tribunales de justicia, excepto el Tribunal Supremo, que es prerrogativa del rey. También lo es el ejército, por supuesto, excepto la Legión de la Panarch. Ella…

—En realidad no tenía interés en saberlo. —Egwene suspiró. Sólo lo había preguntado por decir algo, por demorar un poco más lo que tenía que hacer. La vela seguía quemándose; estaba perdiendo un tiempo precioso. Sabía cómo salir del sueño cuando quería, cómo despertarse por sí misma, pero el tiempo discurría de modo diferente en el Mundo de los Sueños, y era fácil despistarse—. Tan pronto como llegue a la marca, recordad —repitió, a lo que Elayne y Nynaeve musitaron de nuevo palabras de asentimiento.

Se recostó en los almohadones de plumas; al principio sus ojos se quedaron fijos en el techo, pintado como un cielo azul, con nubes y Golondrinas en vuelo, mirándolo sin ver.