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Últimamente casi todos sus sueños eran muy desagradables. Rand aparecía en ellos, por supuesto. Tan alto como una montaña, caminando a través de una ciudad, aplastando edificios bajo sus pies mientras las personas, pequeñas como hormigas, gritaban y huían a todo correr. En otro estaba encadenado, y era él el que gritaba. O bien construía un muro, con él a un lado y al otro ella y Elayne y otros que no alcanzaba a distinguir. «Es preciso —decía mientras apilaba las piedras—. No dejaré que me detengas ahora». No todas las pesadillas eran sobre Rand. También había soñado con los Aiel luchando entre sí, matándose unos a otros, y hasta arrojando lejos sus armas y echando a correr como si se hubieran vuelto locos. O Mat forcejeando con una seanchan que lo ataba con una cadena invisible. Con un lobo, aunque estaba segura de que era Perrin, luchando contra un hombre cuyo rostro cambiaba de manera constante. Con Galad, que se envolvía con un lienzo blanco, como si se estuviera amortajando él mismo; y Gawyn, cuyos ojos rebosaban dolor y odio. Y su madre sollozando. Eran ese tipo de sueños vívidos, los que sabía que significaban algo. Eran horribles, y no entendía el mensaje que guardaban. ¿Cómo pretendía, pues, encontrar algún significado o clave en el Tel’aran’rhiod? Pero no había otra alternativa. A no ser la ignorancia, y eso no lo aceptaba.

Estaba tan agotada que, a despecho de su nerviosismo, quedarse dormida no fue un problema. No tuvo más que cerrar los ojos y respirar regular y profundamente. Enfocó su mente en la sala del Palacio de la Panarch y en el enorme esqueleto. Inhalar profunda, regularmente. Recordaba bien la sensación cuando utilizaba el anillo, el paso al Tel’aran’rhiod. Inhalar… profunda… regularmente.

Egwene retrocedió al tiempo que daba un respingo, llevándose la mano a la garganta. Así, de cerca, el esqueleto parecía aun más grande de lo que lo había imaginado, con los huesos blanquecinos y resecos. Estaba exactamente delante de él, por dentro del cordón, que era blanco, tan grueso como su muñeca y aparentemente de seda. No le cabía duda alguna de que esto era el Tel’aran’rhiod. Los detalles tenían la precisión de la realidad, incluso en las cosas atisbadas por el rabillo del ojo. El hecho de ser consciente de las diferencias entre éste y un sueño real bastaba para ratificar dónde se encontraba. Además, la sensación era… de ser lo correcto.

Se abrió al saidar. Un arañazo en el meñique en el Mundo de los Sueños seguiría estando allí al despertar; y no habría despertar si recibía un golpe mortal con el Poder o incluso con una espada o un garrote, así que no tenía intención de ser vulnerable ni por un momento.

En lugar de su camisón, llevaba puesto algo mucho más parecido al atuendo de Aviendha, pero hecho con seda roja brocada; hasta las suaves botas, atadas a la rodilla, eran de flexible piel roja, más adecuada para guantes, con pespuntes dorados y puntillas. Se rió quedamente de sí misma. En el Tel’aran’rhiod las ropas que uno vestía eran como uno quería que fuesen. Por lo visto, parte de su mente quería estar preparada para moverse con rapidez, mientras que otra parte deseaba estar preparada para un baile. Pero no era adecuado. El color rojo se apagó en tonos grises y pardos; la chaqueta, los calzones y las botas se convirtieron en copias exactas de los de una Doncella. En realidad, tampoco era lo más indicado para una ciudad. Repentinamente, su atuendo era un calco de los vestidos que Faile llevaba siempre: oscuros, con faldas estrechas y abiertas, mangas largas y corpiño alto ajustado. «Es absurdo preocuparse por eso. Nadie va a verme salvo en sueños, y son pocos los sueños corrientes que llegan aquí. Daría igual si fuera desnuda». Y desnuda se quedó de golpe. Su rostro enrojeció por la vergüenza; no hubo nadie que la viera desnuda como si estuviera en el baño antes de que hiciera reaparecer el oscuro vestido, pero se reprochó no haber recordado el efecto directo que tenía cualquier pensamiento allí, sobre todo cuando se estaba abrazando el Poder. Elayne y Nynaeve la consideraban una experta en esto. Sabía algunas de las reglas del Mundo Invisible, y también que existían cientos, miles más que ignoraba. Tendría que aprenderlas, de un modo u otro, si es que iba a ser la primera Soñadora en la Torre desde Corianin.

Observó con más detenimiento el enorme cráneo. Se había criado en un pueblo y conocía el aspecto de las osamentas de los animales. Después de todo, no eran cuatro cuencas oculares; dos parecían una especie de cuernos, a cada lado de donde había estado la nariz. Tal vez una clase de monstruoso jabalí, aunque la forma del cráneo no tenía el aspecto de este tipo de animales. Daba la impresión de ser antiguo, muy antiguo.

Con el Poder dentro de ella, podía percibir ese tipo de cosas. La habitual intensificación que experimentaban sus sentidos estaba presente, por supuesto. Veía minúsculas grietas en el dorado de los relieves de escayola del techo, quince metros más arriba, y el suave pulimento del blanco suelo. Grietas infinitesimales, invisibles en otras circunstancias, se extendían también a través de las baldosas.

Era una sala enorme, de unos doscientos pasos de largo y casi la mitad de ancho, con filas de finas columnas blancas, y con el cordón blanco extendiéndose a todo lo largo del perímetro excepto donde había puertas, con dobles arcos ojivales. Más cordones rodeaban soportes y expositores que contenían otras piezas en la parte central de la sala. Una ornamentada franja de minúsculos motivos cincelados perforaba las paredes un poco más abajo del techo y dejaba pasar abundante luz. Por lo visto, se había soñado en Tanchico cuando era de día.

«Una gran exposición de objetos de Eras muy antiguas, de la Era de Leyenda y más atrás, abierta para todos, incluso el pueblo llano, tres días al mes y los festivos», había escrito Eurian Romavni. Describía en términos ponderativos los valiosos cuendillar, seis piezas expuestas en una caja con los laterales de cristal que había en el centro de la sala, siempre vigilada por cuatro soldados de la guardia personal de la Panarch cuando estaba abierto al público, y se había extendido a lo largo de dos páginas refiriéndose a los huesos de bestias fabulosas «que jamás vieron vivas ojos humanos». Egwene localizó algunos de ellos. A un lado de la estancia estaba el esqueleto de algo que tenía cierto parecido con un oso, en el caso de que un oso tuviera dos dientes centrales tan largos como su antebrazo, y justo enfrente estaba el esqueleto de alguna bestia de cuatro patas con un cuello tan largo que el cráneo llegaba hasta la mitad de la pared. Había más repartidos a lo largo de las paredes de la sala, igualmente fantásticos. Todos ellos daban la sensación de ser tan antiguos como para hacer de la Ciudadela de Tear una construcción reciente. Se agachó para pasar por debajo del cordón y caminó a lo largo de la sala lentamente, mirando a un lado y a otro.

Una escultura de piedra muy desgastada, que representaba una mujer desnuda pero envuelta en los cabellos que le llegaban hasta los tobillos, en apariencia no parecía diferente de las otras que compartían el expositor, ninguna de ellas mayor de un palmo. Pero daba una sensación de suave calor que Egwene reconoció. Era un angreal, estaba segura; se preguntó por qué la Torre no había hecho algo para recuperarla de la Panarch. Un collar finamente engastado y dos brazaletes de un metal oscuro y opaco, que ocupaban un soporte para ellos solos, le provocaron un escalofrío; percibía oscuridad y dolor asociados a ellos; un dolor muy, muy viejo, y agudo. Un objeto de plata de otro expositor, como una estrella de tres puntas dentro de un círculo, estaba hecho de un material que no conocía; era más blando que el metal, estaba arañado y abollado, pero era incluso más antiguo que los esqueletos. Desde diez pasos de distancia se percibía el orgullo y la vanidad que irradiaba.