Выбрать главу

—Hay un bajel de los Atha’an Miere en los muelles del Maule —les informó Moraine—. Un bergantín. No hay barco más veloz. Eso es lo que queréis, ¿no?

Nynaeve asintió con un gruñido.

—Moraine, ¿qué va a hacer Rand ahora? —preguntó la heredera del trono—. Después de este ataque… ¿Emprenderá la guerra que queréis vos?

—Yo no quiero una guerra —replicó la Aes Sedai—. Quiero lo que lo conserve vivo para dirimir el Tarmon Gai’don. Me dijo que mañana nos informaría sobre lo que piensa hacer. —Una leve arruga se marcó en su tersa frente—. Mañana todos sabremos más de lo que sabemos esta noche.

Se marchó de manera repentina, sin añadir nada más.

«Mañana —pensó Elayne—. ¿Qué hará cuando le cuente que emprendo el viaje? ¿Qué dirá? Tiene que entenderlo». Su expresión se tornó resuelta, y fue a reunirse con las otras para hablar sobre los preparativos.

13

Rumores

En la taberna reinaba el mismo ambiente que en cualquier otro establecimiento del Maule, una jaula de grillos en la que las voces de los parroquianos competían con las notas estridentes de tres tambores, dos timbales y una chirimía que emitía quejumbrosos trinos. Las camareras, uniformadas con vestidos oscuros de faldas hasta el tobillo y cuellos altos hasta la barbilla, así como blancos delantales, se afanaban entre las mesas abarrotadas llevando varias jarras de loza en cada mano, con los brazos levantados para poder abrirse paso entre el gentío. Estibadores descalzos y vestidos con chalecos de cuero se mezclaban con individuos que llevaban chaquetas ajustadas a la cintura y con tipos que iban con el torso al aire y lucían anchos fajines de abigarrados colores con los que sujetaban los calzones de pliegues. Tan cerca de los muelles, los atuendos extranjeros abundaban entre la multitud; cuellos altos del norte y cuellos largos del oeste; cadenas de plata sobre las chaquetas y campanillas en los chalecos; botas de media caña y botas altas; collares y pendientes en hombres y puntillas y encajes en chaquetas o camisas. Un tipo ancho de hombros y vientre prominente lucía una barba rubia partida por la mitad; otro se había untado algo en el bigote de modo que brillaba a la luz de las lámparas y lo llevaba enroscado hacia arriba, a los lados de su enjuto rostro. Los dados rodaban y repicaban en tres esquinas de la sala y sobre los tableros de varias mesas; el dinero cambiaba de manos rápidamente entre gritos y risas.

Mat estaba sentado solo de espaldas a la pared, desde donde tenía a la vista todas las puertas, aunque la mayoría del tiempo su mirada estaba prendida en una copa de oscuro vino que seguía intacta. No se había acercado siquiera a donde se jugaban partidas de dados y tampoco había echado una ojeada a los tobillos de las camareras. Estando la taberna tan atestada, de tanto en tanto algún parroquiano pensaba compartir la mesa con él, pero una simple mirada a su semblante lo hacía cambiar el rumbo de sus pasos para dirigirse a uno de los bancos abarrotados, donde preferían sentarse.

Humedeció el dedo en el vino y empezó a dibujar al tuntún en el tablero de la mesa. Estos necios no tenían ni idea de lo que había ocurrido esa noche en la Ciudadela. Había oído a algunos tearianos mencionar algo sobre un problema, de pasada y poniendo fin al comentario con una risita nerviosa. No lo sabían y tampoco querían saberlo. Casi deseó estar en la misma ignorancia que ellos. No. Lo que querría era entender mejor lo que había ocurrido. Las imágenes seguían pasando relampagueantes por su cabeza, a través de las lagunas de memoria, sin pies ni cabeza.

El fragor de la lucha en alguna parte, a lo lejos, levantaba ecos en el corredor, apagados por las colgaduras de las paredes. Sacó su cuchillo del cadáver de un Hombre Gris con mano temblorosa. Un Hombre Gris que iba por él. Tenía que haber ido por él. Los Hombres Grises no deambulaban por ahí matando al azar; se dirigían directos a su blanco, tan certeros como una flecha. Se volvía para huir y allí estaba un Myrddraal, dirigiéndose hacia él como una serpiente con piernas. La mirada de aquellas cuencas vacías en el rostro lívido lo estremeció hasta la médula de los huesos. Cuando estaba a treinta pasos arrojó el cuchillo directamente al punto donde tendría que haber un ojo; a esa distancia era capaz de acertar en un blanco de ese tamaño cuatro de cada cinco lanzamientos.

Sin perder el paso, el Fado movió velozmente la negra espada y desvió el cuchillo casi con indiferencia. «Te ha llegado la hora, tocador del Cuerno». Su voz era el seco siseo de una víbora, heraldo de la muerte.

Mat retrocedió. Ahora tenía un cuchillo en cada mano, aunque no recordaba haberlos sacado. Tampoco los cuchillos servirían de mucho contra una espada, pero echar a correr significaba acabar con esa negra cuchilla ensartada en la espalda, tan seguro como que cinco seises ganan a cuatro treses. Deseó tener a mano una buena barra. O un arco; ya le gustaría ver a este malnacido intentando desviar una flecha disparada por un arco largo de Dos Ríos. Deseó encontrarse en cualquier otro lugar. Iba a morir.

Inesperadamente doce trollocs irrumpieron por un pasillo lateral y se arrojaron sobre el Fado en un frenesí de hachas descargando tajos y espadas asestando cuchilladas. Mat miraba sin dar crédito a sus ojos. El Semihombre luchaba como un negro torbellino, y más de la mitad de los trollocs habían muerto o yacían moribundos cuando finalmente el Fado se desplomó en el suelo en un informe bulto que no dejaba de sacudirse; a tres pasos del cuerpo uno de los brazos se retorcía cual una serpiente en los estertores de la muerte, empuñando todavía aquella espada negra.

Un trolloc de cabeza cabruna miró hacia donde estaba Mat y levantó el hocico para husmear el aire. Gruñó, enseñándole los dientes, y después gimió y empezó a lamerse el largo corte que hendía cota de malla y brazo peludo por igual. Los otros remataron a sus compañeros heridos degollándolos, y uno de ellos gritó unas cuantas palabras guturales. Sin dedicar otra mirada a Mat se dieron media vuelta y se alejaron corriendo, las pezuñas y las botas resonaron sobre el suelo de piedra.

Lejos de él. Mat se estremeció al recordarlo. Trollocs al rescate. ¿En qué lo había metido ahora Rand? Se fijó en lo que había dibujado con el vino —una puerta abierta— y lo borró, rabioso. Tenía que marcharse de allí. Tenía que irse. Y al mismo tiempo sentía aquella urgencia en lo más recóndito de su mente, avisándole que era hora de regresar a la Ciudadela. La rechazó con rabia, pero siguió notándola.

Escuchó por casualidad un retazo de la conversación que se sostenía en la mesa que había a su derecha, donde el tipo de rostro enjuto y bigote retorcido decía con un fuerte acento lugardeño:

—Bueno, seguro que este Dragón vuestro es un gran hombre, no lo niego, pero no se puede comparar con Logain. Vaya, Logain tenía a todo Ghealdan en pie de guerra, y a la mitad de Amadicia y de Altara. Hizo que la tierra se tragara ciudades enteras que se le resistían, os lo aseguro. Edificios, gente y todo lo demás. ¿Y el de Saldaea, Maseem? Vaya, dicen que paró al sol en su curso hasta que derrotó al ejército del Señor de Bashere. Eso dicen quienes lo presenciaron.

Mat sacudió la cabeza. La Ciudadela tomada y Callandor en manos de Rand, y este idiota todavía pensaba que era otro falso Dragón. Había vuelto a dibujar la puerta. La borró otra vez con la mano, cogió la copa de vino, y se paró cuando se la llevaba a la boca. En el barullo había captado un nombre familiar pronunciado en la mesa vecina. Retiró el banco en el que estaba sentado y, con la copa en la mano, se encaminó hacia allí.

La gente que había alrededor componía esa extraña mezcla que se daba en las tabernas del Maule: dos marineros descalzos que llevaban chaquetas engrasadas sobre la piel desnuda, uno de ellos luciendo una gruesa cadena de oro al cuello. Un hombre en otros tiempos gordo con varias papadas desinfladas y que vestía una chaqueta oscura de corte cairhienino y acuchilladuras en el pecho de tonos rojos, oro y verde que podrían indicar que era noble, aunque una de las mangas estaba desgarrada por el hombro; muchos refugiados cairhierninos habían viajado muy al sur. Una mujer canosa, envuelta toda ella en ropas azul oscuro, de rostro duro y ojos penetrantes, con gruesos anillos de oro en los dedos. Y el que estaba hablando, el tipo de barba rubia partida por la mitad, que llevaba en una oreja un rubí del tamaño de un huevo de paloma. Las tres cadenas plateadas que cruzaban la ajustada pechera de su oscura chaqueta rojiza lo señalaban como un mercader kandorés. En Kandor había una corporación de mercaderes.