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—No tienes por qué ir —musitó Perrin—. No se te mencionaba en nada de lo que he oído contar. Sólo a Rand y a mí.

—Maldita sea, claro que… —Fue incapaz de terminar. Pensarlo era fácil, pero decirlo… Era como si la garganta se le contrajera y le impidiera pronunciar las palabras—. ¿A ti te resulta fácil, Perrin? Volver, quiero decir. ¿No… notas nada? ¿Algo que te retiene? ¿Algo que te da mil razones por las que no debes ir?

—Cientos de ellas, Mat, pero sé que tiene que ver con Rand y con ser ta’veren. Pero tú no admites tal cosa, ¿verdad? Un centenar de razones para quedarse, pero la única que hay para ir tiene más peso que todas las otras. Los Capas Blancas están en Dos Ríos, y harán daño a la gente en su afán por encontrarme. Puedo impedirlo si voy.

—¿Y por qué iban a quererte los Capas Blancas hasta el punto de hacer daño a otras personas? ¡Luz, si van preguntando por alguien con ojos amarillos nadie en Campo de Emond sabrá a quién se refieren! ¿Y cómo piensas impedir que hagan cualquier cosa? Un par de manos más no servirá de mucho. ¡Ja! Esos Capas Blancas han dado en hueso si creen que pueden intimidar a la gente de Dos Ríos.

—Saben cómo me llamo —dijo Perrin en voz queda. Su mirada fue hacia el hacha colgada en la pared, el cinturón atado alrededor del mango y enganchado en la percha. O quizás era el martillo lo que miraba fijamente, apoyado contra la pared debajo del hacha; Mat no habría sabido decirlo—. Darán con mi familia. En cuanto al porqué, ellos tienen sus propios motivos, Mat. Igual que yo tengo los míos. ¿Quién puede afirmar cuáles son los mejores?

—¡Que me aspen, Perrin! ¡Que me aspen! Quiero i… ¿Te das cuenta? Ni siquiera soy capaz de decirlo. Es como si mi cabeza supiera que, si lo digo, lo haré, y no me deja. ¡Lo tengo presente en todo momento, no logro librarme de ello!

—Llevamos caminos distintos. Ya nos han puesto en diferentes sendas con anterioridad.

—¡Y una mierda con tus caminos distintos! —exclamó Mat—. Estoy harto de Rand y de Aes Sedai. Estoy harto de que me empujen por sus jodidos caminos. ¡Quiero ir a donde me dé la gana, para variar, y hacer lo que me apetezca! —Se volvió hacia la puerta, pero la voz de Perrin lo hizo detenerse:

—Elijas el camino que elijas, deseo que sea feliz, Mat. Que la Luz te envíe muchachas bonitas y muchos necios con ganas de jugar.

—Diantre, Perrin. Que la Luz te dé también lo que deseas.

—Es lo que espero. —No parecía feliz con la perspectiva.

—¿Les dirás a mis padres que estoy bien? Mi madre siempre se preocupa por mí. Y cuida de mis hermanas. Solían espiarme y luego le iban con el cuento a mi madre, pero no querría que les ocurriera nada malo.

—Lo prometo, Mat.

El joven cerró la puerta al salir y empezó a caminar por los corredores sin rumbo fijo. Sus hermanas. Eldrin y Bodewhin siempre habían estado prestas para ir gritando: «Mamá, Mat se ha metido en líos otra vez. Mat está haciendo algo que no debe, mamá». Sobre todo Bode. Ahora debían de tener dieciséis y diecisiete años. Seguramente empezarían a pensar en el matrimonio a no mucho tardar, con algún granjero lerdo al que ya habrían escogido lo supiera o no el pobre tipo. ¿De verdad hacía tanto tiempo que se había marchado? A veces no lo parecía. En ocasiones tenía la impresión de haber salido de Campo de Emond sólo una o dos semanas antes. Otras veces le parecía que habían transcurrido años que casi habían borrado de su memoria el recuerdo. Se acordaba que Eldrin y Bode sonreían con malicia cuando lo habían azotado con la vara, pero sus rasgos no eran precisos al evocarlos. Los rostros de sus propias hermanas. Esas malditas lagunas en su memoria, como agujeros negros en su vida.

Vio a Berelain venir hacia él y sonrió a despecho de sí mismo. A pesar de los aires que se daba, era toda una mujer. Aquella prenda de seda blanca tan ajustada era lo bastante fina para servir como pañuelo; por no mencionar que el escote era tan bajo que dejaba a la vista buena parte de unos estupendos y blancos senos.

Le dedicó su mejor reverencia, elegante y solemne.

—Buenas noches tengáis, mi señora. —La Principal iba a pasar sin dirigirle siquiera una mirada, y Mat se enderezó malhumorado—. ¿Estáis ciega además de sorda, mujer? No soy una alfombra sobre la que pisar, y he escuchado mi voz hablando claramente. ¡Si os pellizco el trasero podéis abofetearme, pero hasta entonces espero unas palabras corteses en respuesta a otras igualmente corteses!

Berelain se paró en seco y clavó en él esa mirada que tienen las mujeres y con la que podría haberle dicho su talla y peso, por no mencionar cuándo se bañó por última vez. Después se dio media vuelta mascullando en voz baja. Lo único que Mat alcanzó a oír fue «demasiado semejante a mí».

El joven la siguió con la mirada, sin salir de su asombro. ¡No le había dirigido la palabra! Ese rostro, esos andares y esa nariz casi apuntando el techo; lo extraño era que sus pies tocaran el suelo al caminar. Eso era lo que conseguía por hablar con personas de la clase de Berelain y Elayne, nobles que pensaban que alguien era basura a menos que tuviera un palacio y un linaje que se remontara hasta Artur Hawkwing. En fin, conocía a una ayudante de cocina, rellenita en el punto justo, que no lo consideraba basura. Dara tenía un modo de mordisquearle la oreja que…

Sus reflexiones se interrumpieron bruscamente. Estaba planteándose la posibilidad de ver si Dara estaba despierta y con ganas de pasar un rato agradable. Se había planteado incluso coquetear con Berelain. ¡Berelain! Y, además, lo último que le había dicho a Perrin: «Cuida de mis hermanas». Como si ya hubiera tomado una decisión, como si ya supiera lo que iba a hacer. Sólo que no lo sabía. No estaba dispuesto a dejarse arrastrar tan fácilmente, meterse de cabeza en ello como si tal cosa. Aunque, a lo mejor, había un modo de decidirlo.

Sacó del bolsillo una moneda de oro, la lanzó al aire, y la cogió sobre el envés de la otra mano. Era una moneda de Tar Valon que veía por primera vez, y estaba mirando la Llama de Tar Valor, estilizada como una lágrima.

—¡La Luz consuma a todas las Aes Sedai! —maldijo en voz alta—. ¡Y que consuma a Rand al’Thor por meterme en esto!

Un criado con librea negra y dorada se paró bruscamente y lo miró sobresaltado. La bandeja de plata que llevaba iba llena a rebosar de rollos de vendas y frascos de ungüentos. Tan pronto como el hombre se dio cuenta de que Mat lo había visto, dio un respingo. El joven echó en la bandeja la moneda de oro.

—De parte del mayor imbécil del mundo. Y gástala bien, en mujeres y en vino.

—G… gracias, mi señor —balbució el criado, sin salir de su asombro.

Mat lo dejó plantado en el pasillo. «El mayor imbécil del mundo. ¡Eso es exactamente lo que soy!»

14

Costumbres de Mayene

Perrin sacudió la cabeza mientras la puerta se cerraba detrás de Mat. Su amigo se golpearía el cráneo con un martillo antes que regresar a Dos Ríos. No volvería hasta que le llegara el momento de hacerlo. Perrin deseó que existiera algún modo de que él tampoco tuviera que ir a casa, pero no lo había; era un hecho tan innegable como la propia existencia y aún más implacable. La única diferencia entre Mat y él era que Perrin estaba dispuesto a aceptarlo aunque no le gustara.

A pesar del cuidado que puso, cuando se quitó la camisa soltó un gruñido. Un cardenal de considerable tamaño, que ya había adquirido tonalidades amarillas y marrones, ocupaba todo el hombro izquierdo. Un trolloc había esquivado su hacha, y sólo la rápida reacción de Faile con el cuchillo había logrado que sólo quedara en una contusión. Hasta lavarse le causaba dolor, pero por lo menos no había escasez de agua fría en Tear.