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—En fin —dijo Faile mientras se frotaba las manos enérgicamente—. Buscaba una aventura, y ésta indudablemente lo es. Dejar la Ciudadela de Tear y al Dragón Renacido y viajar por los Atajos para luchar contra los Capas Blancas. Me pregunto si podríamos persuadir a Thom Merrilin para que nos acompañara. Si no disponemos de un bardo, habrá que conformarse con un juglar. Podría componer un relato con nosotros dos como personajes principales. Ni Dragón Renacido ni Aes Sedai que acaparen protagonismo. ¿Cuándo nos marchamos? ¿Por la mañana?

El joven respiró profundamente para dar firmeza a su voz.

—Iré solo, Faile. Únicamente me acompañará Loial.

—Nos hará falta un animal de carga —continuó ella como si no lo hubiera oído—. Mejor dos. Los Atajos son oscuros, así que necesitaremos linternas y mucho aceite. Tus paisanos, las gentes de Dos Ríos, ¿qué son, granjeros? ¿Se enfrentarán a los Capas Blancas?

—Faile, he dicho que…

—Te he oído —lo cortó bruscamente. La penumbra del cuarto le otorgaba una apariencia peligrosa con sus altos pómulos y sus ojos rasgados—. Te he oído. Y es una estupidez. ¿Y si esos granjeros no luchan o no saben cómo hacerlo? ¿Quién les enseñará, tú? ¿Solo?

—Haré lo que sea menester —contestó pacientemente—. Sin ti.

La muchacha se incorporó de un salto, tan veloz que Perrin pensó que se le iba a echar al cuello.

—¿Acaso crees que Berelain querrá acompañarte? ¿Que sabrá guardarte las espaldas? ¿O es que prefieres que se siente en tus rodillas, chillando como una rata asustada? ¡Métete la camisa por los pantalones, pedazo de zoquete peludo! ¿Hace falta que esté tan oscuro aquí dentro? A Berelain le gusta la penumbra, ¿es eso? ¡Valiente ayuda tendrías con ella contra los Hijos de la Luz!

Perrin abrió la boca para protestar, pero cambió de parecer y dijo todo lo contrario a lo que tenía pensado:

—Debe de ser muy agradable tener a esa Berelain entre los brazos. ¿Qué hombre no desearía sentarla en sus rodillas? —La expresión dolida de la muchacha fue como si una banda de hierro le presionara el pecho, pero se obligó a continuar—: Cuando haya acabado el asunto que me lleva a casa, a lo mejor me paso por Mayene. Me ha pedido que vaya, y tal vez lo haga.

Faile no dijo una palabra; lo miraba fijamente, como si su rostro se hubiera tornado piedra, y entonces se dio media vuelta y echó a correr, cerrando tras de sí con un violento portazo.

A despecho de sí mismo dio unos pasos para seguirla, pero después se paró y aferró el marco de la puerta fuertemente, hasta que los dedos le dolieron. Con los ojos prendidos en la madera astillada, donde se había clavado su hacha, se encontró explicándole lo que no podía explicarle a ella:

—Maté Capas Blancas porque, de no hacerlo, ellos me hubieran matado a mí, pero aun así lo llaman asesinato. Regreso a casa para morir, Faile. Es el único modo de impedir que hagan daño a mi gente, dejándoles que me cuelguen. No puedo permitir que lo veas. No puedo. Serías capaz de tratar de impedirlo, y entonces ellos…

Apoyó la cabeza en la puerta. Ahora ya no lamentaría no volver a verlo; era lo único que importaba. Iría en busca de su aventura en alguna otra parte, a salvo de Capas Blancas, ta’veren y burbujas del mal. Era lo único que importaba. Ojalá no sintiera un nudo en la garganta. Ojalá no tuviera ganas de gritar de desesperación.

Faile avanzó por los pasillos a paso vivo, casi corriendo, ajena a las personas que dejaba atrás o a las que tenían que apartarse precipitadamente de su camino. Perrin. Berelain. Perrin. Berelain. «Así que quiere una arpía de tez lechosa que va por ahí medio desnuda, ¿no? ¡Qué sabrá ese cernícalo peludo! ¡Payaso! ¡Pedazo de mendrugo! ¡Herrero! Y esa descarada puerca, Berelain. ¡Esa altanera gata en celo!»

No fue consciente de hacia dónde se dirigía hasta que vio a la Principal caminando un poco más adelante en el pasillo con andares sinuosos y con ese vestido que no dejaba nada a la imaginación, contoneándose como si esa manera de andar suya no fuera deliberadamente calculada para hacer que a los hombres se les salieran los ojos de las órbitas. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Faile había echado a correr; adelantó a Berelain y se volvió en la confluencia de dos pasillos para mirarla cara a cara.

—Perrin Aybara es mío —barbotó—. ¡Guardad vuestras sonrisas para otros y mantened vuestras manos lejos de él! —Se puso colorada hasta las orejas al oír lo que había dicho. Se había jurado que jamás haría algo así, que nunca pelearía por un hombre como una campesina revolcándose en el polvo y tirándose de los pelos.

—¿Que es tuyo? —Berelain habló fríamente, enarcando las cejas—. Qué extraño, no me fijé que llevara ningún dogal al cuello. Vosotras, las sirvientas… ¿o eres hija de un granjero?… tenéis unas ideas de lo más peculiares.

—¿Sirvienta? ¡¿Sirvienta?! Soy… —Faile se mordió la lengua para contener las iracundas palabras que iba a pronunciar. La Principal de Mayene, ¡vaya cosa! Había haciendas en Saldaea más extensas que Mayene. No duraría ni una semana en la corte de Saldaea. ¿Acaso era capaz de recitar poemas pregonando mercancías? ¿Podía pasarse el día cazando a caballo y después jugar al envite real toda la noche mientras se discute cómo hacer frente a las incursiones de los trollocs? Así que pensaba que conocía a los hombres, ¿no? ¿Sabía el lenguaje del abanico? ¿Sabía cómo decirle a un hombre que viniera o se marchara o se quedara y un centenar de cosas más, todas ellas con el giro de muñeca y la postura de un abanico de encaje? «La Luz me valga, ¿qué demonios estoy pensando? Juro que no volveré a coger un abanico en toda mi vida!» Pero había otras costumbres saldaeninas. Se sorprendió al ver el cuchillo en su mano; le habían enseñado a no empuñarlo si no tenía intención de utilizarlo.

»Las campesinas de Saldaea tienen una forma muy directa de ocuparse de las mujeres que birlan a otras sus hombres. Si no juráis dejar en paz a Perrin Aybara, os dejaré la cabeza tan monda como un huevo. ¡A lo mejor entonces los pinches de cocina babean por vos!

No supo muy bien qué hizo Berelain para agarrarle la muñeca pero, de repente, se encontró volando por el aire. El golpe de espaldas contra el suelo le dejó vacíos los pulmones.

Berelain sonreía mientras se daba suaves golpecitos en la palma de la mano con el cuchillo de Faile.

—Es una disciplina de Mayene. A los tearianos les encanta contratar asesinos, y los guardias no siempre están a mano cuando hacen falta. Detesto que me ataquen, campesina, así que esto será lo que haga: te quitaré al herrero y lo tendré como un perrillo faldero mientras me divierta. Éste es juramento Ogier, campesina. Es realmente encantador, con esos hombros y esos brazos, por no mencionar sus ojos; y, si es un poco inculto, yo remediaré su ignorancia. Mis cortesanos pueden enseñarle a vestir bien y a quitarle ese pelo de dehesa, además de esa horrible barba. Vaya a donde vaya, lo encontraré y haré que sea mío. Podrás tenerlo cuando me canse de él. Si es que aún te quiere, claro.

Consiguiendo finalmente inhalar, Faile se puso de pie y sacó otro cuchillo.

—¡Os llevaré a rastras hasta él una vez que haya hecho jirones esa túnica que vestís, por decir algo, y os haré confesarle que no sois más que una puerca! —«¡La Luz me valga, estoy comportándome y hablando como una campesina!» Y lo peor era que lo decía en serio.

Berelain adoptó una actitud cautelosa. Era evidente que tenía intención de utilizar las manos, no el cuchillo. Lo sujetaba como si fuera un abanico. Faile avanzó apoyada sólo en la parte delantera de los pies.

De improviso Rhuarc apareció entre las dos, empequeñeciéndolas con su estatura, y les arrebató las armas antes de que ninguna de ellas fuera plenamente consciente de su presencia.

—¿No habéis visto suficiente sangre esta noche? —inquirió fríamente—. ¡Sois las últimas personas que habría esperado encontrarme provocando altercados!