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Faile lo sorprendió. Sin previo aviso, giró sobre sí misma y le lanzó un puñetazo en las costillas falsas. Hasta el hombre más duro acusaría ese golpe.

El Aiel pareció moverse sin mirarla, le agarró la mano, le bajó el brazo junto al costado a la fuerza, y se lo retorció a la espalda. La joven tuvo que estirarse cuanto le fue posible, esperando que no siguiera empujando y le dislocara el hombro. Como si no hubiera ocurrido nada, Rhuarc se dirigió a Berelain:

—Id a vuestro cuarto y no salgáis de él hasta que el sol esté sobre el horizonte. Me ocuparé de que no se os sirva desayuno mañana. Un poco de hambre os hará recordar que hay un momento y un lugar para pelearse.

Berelain se encrespó, indignada.

—Soy la Principal de Mayene. A mí nadie me va dando órdenes como si yo fuera…

—Id a vuestro cuarto. Ahora —repitió Rhuarc, tajante. Faile se preguntó si podría darle una buena patada. Debió de tensar los músculos, porque, tan pronto como lo pensó, el Aiel aumentó la presión en su muñeca y ella tuvo que ponerse de puntillas—. Si no lo hacéis —siguió diciéndole a Berelain—, repetiremos la primera conversación que ambos mantuvimos, aquí mismo.

El semblante de Berelain se puso lívido y se encendió sucesivamente.

—Está bien —dijo al cabo, muy estirada—. Si insistes, quizá me…

—No os he ofrecido discutirlo. Si aún seguís aquí cuando cuente tres… Uno.

La Principal dio un respingo, se recogió las faldas y echó a correr. Se las compuso para contonearse incluso en estas circunstancias.

Faile la siguió con la mirada sin salir de su asombro. Casi merecía la pena tener el brazo medio dislocado. Rhuarc también observaba a Berelain, y una leve sonrisa apreciativa curvó sus labios.

—¿Es que no piensas soltarme en toda la noche? —demandó. El Aiel la soltó y se guardó sus cuchillos en el cinto—. ¡Eh, son míos!

—Están requisados. El castigo de Berelain por pelearos ha sido que en tu presencia alguien la haya mandado a la cama como una niña malcriada. El tuyo es quedarte sin estos cuchillos que tanto aprecias. Sé que tienes más, y si discutes es posible que también te quedes sin ellos. No permitiré que nadie altere el orden.

La muchacha le asestó una mirada furibunda, pero estaba convencida de que el Aiel hablaba en serio. Aquellos cuchillos se los había hecho expresamente para ella un hombre que conocía bien su trabajo; el equilibrio era perfecto.

—¿Qué «primera conversación» fue la que mantuviste con ésa? ¿Por qué ha salido corriendo?

—Eso es algo entre ella y yo. No te acerques a esa mujer otra vez, Faile. No creo que fuera ella quien iniciara esto; sus armas no son los cuchillos. Si alguna de las dos vuelve a causar dificultades, os pondré a sacar los desperdicios. Algunos de los tearianos creyeron que podían seguir sosteniendo sus duelos después de que me ocupara de mantener el orden de este lugar, pero el hedor de los carros de basura les enseñó enseguida lo equivocados que estaban. Ve con cuidado si no quieres aprenderlo del mismo modo que ellos.

Faile esperó hasta que Rhuarc se perdió de vista para frotarse el hombro. Le recordaba a su padre, y no porque éste le hubiera retorcido nunca el brazo, pero tenía tan poca paciencia como el Aiel con quienes ocasionaban problemas, ocuparan la posición que ocuparan, y nadie lo pilló nunca por sorpresa. Se preguntó si podría tenderle una trampa a Berelain para que incurriera en la ira del Aiel, sólo para ver a la Principal de Mayene sudando en medio de los carros de basura. Pero Rhuarc había dicho que si una hacía algo lo pagarían las dos. También su padre era de los que no hablaban por hablar. Berelain. Algo que había dicho la Principal pugnaba por venirle a la memoria. Sí, eso era: un juramento Ogier. Ningún Ogier rompía jamás un juramento. Decir «Ogier incumplidor de juramentos» era como decir «valeroso cobarde» o «avispado necio».

Se echó a reír sin poder evitarlo.

—Así que me lo vas a arrebatar, ¿no, idiota presumida? Para cuando quieras volver a verlo, si es que lo ves otra vez, ya será mío otra vez.

Con una queda risita echó a andar alegremente, y, de tanto en tanto, frotándose el hombro.

15

A través del umbral

Mat alzó la lámpara y escudriñó el angosto corredor, en lo más profundo de la Ciudadela. «Prometí que no lo haría a menos que mi vida dependiera de ello. Bueno pues, ¡que me aspen si no es así!»

Antes de que las dudas se apoderaran de él otra vez, echó a andar a buen paso y cruzó ante puertas carcomidas y desvencijadas, y ante otras que eran meros restos de madera colgados de goznes herrumbrosos. Habían barrido el suelo recientemente, pero el aire olía todavía a polvo antiguo y a moho. Algo se escabulló en la oscuridad, y sacó una daga antes de caer en la cuenta de que sólo era una rata que huía de él hacia algún agujero de salida que conocía.

—Muéstrame esa salida —le susurró al roedor—, e iré contigo. —«¿Por qué hablo en susurros? Aquí abajo no hay nadie que pueda oírme». Sin embargo, parecía que el sitio requería silencio. Sentía todo el peso de la Ciudadela sobre su cabeza, aplastante.

Egwene le había dicho que era en la última puerta. También ésa colgaba ladeada. La abrió de una patada, y se hizo añicos. El cuarto se hallaba repleto de formas imprecisas, con cajas y barriles y cosas apiladas contra las paredes y en el resto del suelo. Y también estaba llena de polvo. «¡La Gran Reserva! ¡Pues parece el sótano de una granja abandonada, sólo que peor!» Le sorprendía que Egwene y Nynaeve no se hubieran puesto a quitar el polvo y asear este sitio mientras habían estado allí. Las mujeres siempre estaban limpiando y colocando cosas, hasta las que no hacía falta limpiar. Había huellas de pies que se cruzaban de un lado para otro en el suelo, algunas de botas; claro que habrían traído hombres para que movieran los objetos más pesados. Nynaeve siempre encontraba el modo de hacer trabajar a un hombre; probablemente había pillado a unos pobres tipos que se estaban divirtiendo.

Encontró lo que buscaba entre el mare mágnum. Un marco de puerta alto de piedra roja se erguía, imponente, ante él, resaltando de forma extraña con las sombras y luces arrojadas por la lámpara. Cuando se acercó le siguió pareciendo extraño, como torcido de algún modo. Prefirió no examinarlo con detenimiento; las esquinas no estaban bien encajadas, y el hueco rectángulo daba la impresión de que se iría al suelo de un soplido. Sin embargo, cuando le dio un leve empujón para probar, aguantó firme. Empujó un poco más fuerte, sin saber a ciencia cierta si su intención era echar aquella cosa abajo, y aquel lado soltó un chirrido. El vello de los brazos se le puso de punta. Quizás estaba sujeto por la parte de arriba con algún alambre, suspendido del techo. Alzó la lámpara para mirar. No había ningún alambre. «Al menos no se caerá mientras estoy dentro. Luz, voy a entrar ahí ¿no es cierto?»

Un montón de figurillas y pequeños objetos, envueltos en trozos de tela podrida, atestaban la tapa de un barril alto que había cerca. Mat empujó el revoltijo a un lado para poner la lámpara allí, y examinó el umbral. El ter’angreal. Ojalá Egwene supiera de lo que hablaba; así era, probablemente, ya que tenía que haber aprendido todo tipo de cosas raras en la Torre, por mucho que lo negara. «Pues claro que lo negaría. Está preparándose para ser Aes Sedai, ¿no? Pero, aun así, no me ocultó esto, ¿verdad?» Si lo miraba con los ojos entrecerrados, tenía el aspecto de un marco de puerta corriente con el pulido apagado, y más aun debido al polvo. Un simple marco de puerta liso. Bueno, no tan liso; tenía tres líneas sinuosas, profundamente cinceladas, que se extendían desde el extremo superior al inferior. Los había visto más adornados en granjas. Seguramente lo cruzaría y descubriría que seguía en ese cuarto polvoriento.

«No lo sabré hasta que lo cruce, ¿verdad? ¡Que haya suerte!» Hizo una profunda inhalación —con lo que el polvo lo hizo toser— y dio un paso a través del umbral.