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Fue como si pasara a través de una cortina de luz blanca y brillante; infinitamente brillante e infinitamente densa. Durante un momento que se le antojó eterno se quedó ciego; un ruido atronador le hirió los oídos, como si todos los sonidos del mundo se hubieran concentrado en un único estruendo. Y todo ello en el trecho de un paso inmensurable.

Avanzó otro paso, tambaleándose, y miró en derredor con pasmado asombro. El ter’angreal continuaba allí, pero este lugar no era el mismo donde había echado a andar. El retorcido marco de piedra se encontraba en el centro de una sala circular con un techo tan alto que se perdía en las sombras. Extrañas columnas espirales de color amarillo ascendían, sinuosas, hacia la penumbra semejando gigantescas enredaderas enroscadas sobre postes que hubieran sido arrancados posteriormente. Una tenue luz emanaba de unas esferas situadas encima de unos soportes también enroscados sobre sí mismos, pero hechos de algún tipo de metal blanco. No de plata, ya que el brillo era demasiado mortecino. Y, respecto a la luz, ni el menor indicio de cuál era la fuente; no se parecía a una llama. Las esferas brillaban, simplemente. Las baldosas del suelo arrancaban del ter’angreal en espirales de franjas blancas y amarillas. El aire estaba cargado de un fuerte olor, seco, penetrante y no precisamente agradable. Mat estuvo tentado de dar media vuelta y regresar al punto de partida.

—Hace mucho tiempo.

Mat dio un brinco al tiempo que su mano sacaba una de las dagas, y escudriñó entre las columnas buscando de dónde había salido aquella voz susurrante con un acento fuerte.

—Mucho tiempo, pero los buscadores vuelven de nuevo por respuestas. Los consultantes acuden otra vez. —Una figura se movió detrás de las columnas; un hombre, pensó Mat—. Bien. No has traído lámparas ni antorchas, como el acuerdo era, lo es y siempre lo será. ¿No llevas hierro? ¿Ni instrumentos de música?

La figura entró en el círculo, alta, descalza y con el cuerpo, brazos y piernas envueltos en capas de tela amarilla, y de repente Mat ya no estuvo tan seguro de que fuera un hombre o si era siquiera humano. A primera vista lo parecía, aunque quizá sus movimientos resultaban demasiado gráciles, y daba la impresión de ser excesivamente delgado para su estatura, aparte de ese rostro estrecho y alargado. La piel, y hasta el liso cabello negro, reflejaban la tenue luz de un modo que recordaba las escamas de las serpientes. Y aquellos ojos, con unas pupilas que eran unas aberturas verticales, completamente negras. No, no era humano.

—Hierro. Instrumentos de música. ¿Traes alguno?

Mat se preguntó qué pensaría que era la daga; desde luego, no parecía en absoluto preocupado por ella. Bueno, la hoja era de un excelente acero, no de hierro.

—No. Ni hierro ni instrumentos de… ¿Por qué…? —Se calló bruscamente. Egwene había dicho tres preguntas, y no estaba dispuesto a desperdiciar una relacionada con «hierro» ni «instrumentos de música». «¿Por qué habría de importarle si traigo una docena de músicos en el bolsillo y a un herrero cargado a la espalda?»—. He venido aquí en busca de respuestas verdaderas. Si no eres el que las da, llévame ante quien lo hace.

El hombre —Mat había decidido que al menos eran varón— esbozó una sonrisa. No se le vieron dientes.

—Conforme al acuerdo. Ven. —Hizo un gesto con una mano de dedos larguísimos—. Sígueme.

Mat hizo desaparecer la daga debajo de la manga.

—Muestra el camino, que yo te sigo. —«Tú ve delante de mí y a plena vista. Este sitio me pone la piel de gallina».

No había ni una sola superficie recta visible a excepción del propio suelo. Hasta el techo era abovedado en todo momento, y las paredes se combaban hacia afuera. Los pasillos mantenían un continuo trazado sinuoso; los marcos de las puertas eran redondos; las ventanas, círculos perfectos. Las baldosas creaban dibujos espirales y ondulados, y lo que parecían enrejados de bronce engastados a intervalos en el techo mostraban todos ellos motivos de complicadas volutas. No había cuadros ni pinturas ni colgaduras en las paredes. Sólo dibujos y siempre de trazos curvados.

Mat no vio a nadie salvo a su silencioso guía; habríase dicho que el lugar estaba desierto a excepción de ellos dos. En algún rincón de su mente se insinuaba el recuerdo de unos pasillos que no habían hollado pies humanos en centenares de años, y esto le daba la misma sensación. Con todo, a veces atisbaba un fugaz movimiento por el rabillo del ojo; pero, por muy rápido que volviera la cabeza, nunca veía a nadie. Simuló frotarse los brazos para comprobar que seguía llevando las dagas metidas debajo de las mangas de la chaqueta.

Lo que se divisaba a través de aquellas ventanas redondas era aún peor. Árboles altos que por copa tenían una especie de sombrilla de ramas lacias, y otros que semejaban inmensos abanicos de hojas finas como encajes, una maraña vegetal que recordaba el corazón de una espesura estrangulada con zarzas, todo ello bajo una luz mortecina de un día encapotado a pesar de que no parecía haber nubes en el cielo. Las ventanas se sucedían sin interrupción, siempre al mismo lado del sinuoso pasillo; a veces cambiaba el lado, pero, en lugar de dar a patios o habitaciones, lo hacían al mismo bosque extraño. En ningún momento vislumbró alguna otra parte de este palacio, o lo que quiera que fuera, a través de las ventanas ni ningún otro edificio, salvo…

Al otro lado de una de estas aberturas redondas divisó tres altas y ahusadas torres plateadas que se curvaban hacia adentro, como buscándose, de modo que sus afilados remates apuntaban hacia el mismo lugar. Eran invisibles desde la siguiente ventana, tres pasos más adelante, pero al cabo de pocos minutos, después de que su guía y él hubieran girado en suficientes curvas para mirar en otra dirección, volvió a verlas. Trató de convencerse de que eran otras torres, pero en el espacio que había entre ellas y la ventana se alzaba uno de aquellos árboles con forma de abanico que tenía colgando una rama rota; un árbol que había visto en el mismo sitio la primera vez. Después de divisar las torres y el extraño árbol de la rama quebrada por tercera vez, en esta ocasión diez pasos más adelante pero al otro lado del pasillo, procuró no mirar lo que había en el exterior.

La caminata parecía no tener fin.

—¿Dónde…? ¿Vamos a…? —Mat apretó los dientes. Tres preguntas. Era difícil enterarse de nada sin hacerlas—. Confío en que me conduzcas a quienes pueden responder a mis preguntas. Rayos y truenos, eso espero. Por mi propio bien y por el tuyo, la Luz sabe que es verdad lo que digo.

—Aquí —dijo el extraño individuo envuelto en ropajes amarillos mientras señalaba con una de sus afiladas manos a un marco redondo, el doble de grande de cuantos Mat había visto hasta el momento. Sus peculiares ojos estudiaron intensamente al joven. Abrió la boca e inhaló larga y profundamente. Mat lo miró ceñudo, y el extraño individuo se encogió de hombros como retorciéndose—. Aquí puede que encuentres tus respuestas. Entra. Entra y pregunta.

También Mat respiró hondo, pero hizo un gesto de desagrado y se frotó la nariz. Aquel olor fuerte y penetrante resultaba repulsivo. Dio un paso vacilante hacia la alta puerta y miró en derredor buscando a su guía, pero el tipo había desaparecido. «¡Luz! No sé por qué me sorprende nada de este sitio a estas alturas. Bueno, que me aspen si creen que voy a echarme atrás ahora». Procurando no pensar si sería capaz de encontrar el ter’angreal por sí mismo, entró.

Era otra estancia redonda, con baldosas que dibujaban espirales rojas y blancas bajo un techo abovedado. No tenía columnas ni ningún tipo de mobiliario excepto tres gruesos y retorcidos pedestales alrededor del arranque de las espirales del suelo. Mat no veía otro modo de llegar a la parte superior a no ser trepando por las revueltas del trazado y, sin embargo, en lo alto de cada pedestal había un hombre igual a su guía sentado con las piernas cruzadas, sólo que envueltos en telas de color rojo. Tras una segunda ojeada decidió que no todos eran hombres; dos de aquellos rostros alargados de extraños ojos tenían un inconfundible aire femenino. Sus intensas y penetrantes miradas estaban clavadas en él, y respiraban profunda y entrecortadamente, casi jadeando. Se preguntó si despertaría en ellos cierto nerviosismo. «Ni por lo más remoto. Pero desde luego a mí me están poniendo los nervios de punta con su maldito escrutinio».