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Por toda contestación Moraine le devolvió una mirada intensa, escrutadora, y después se dirigió a la puerta. Súbitamente apareció flotando delante de ella una pequeña bola de luz, tan brillante como una linterna, que le alumbró el camino.

Mat sabía que lo mejor era dejar las cosas como estaban. Que se fuera, y, con suerte, que olvidara que lo había visto allí abajo. Pero una ardiente ira bullía todavía dentro de él. Todas esas estupideces que le habían dicho. Bueno, si Moraine lo decía a lo mejor eran ciertas, pero habría querido coger a esos tipos por el cuello o lo que quiera que taparan aquellas envolturas de tela, y obligarlos a aclarar unas cuantas cosas.

—¿Por qué no se puede entrar más de una vez, Moraine? —preguntó a la Aes Sedai—. ¿Por qué no? —Estuvo en un tris de preguntar también por qué les preocupaban el hierro y los instrumentos musicales, pero se mordió la lengua a tiempo. No habría sabido esos detalles si no entendía lo que decían.

Moraine se detuvo ante la puerta que daba al pasillo y volvió la cabeza. Era imposible determinar si lo miraba a él o al ter’angreal o a Rand.

—Si lo supiera todo, Matrim, no necesitaría hacer preguntas. —Siguió escudriñando el interior del cuarto un momento más, aunque en realidad sus ojos estaban fijos en Rand, y después se alejó sin decir una palabra.

Durante un rato los dos jóvenes se miraron en silencio.

—¿Descubriste lo que querías saber? —preguntó Rand finalmente.

—¿Y tú?

Una reluciente llama cobró vida, suspendida sobre la palma de Rand, en absoluto semejante al suave fulgor de la esfera de la Aes Sedai, sino tan brillante como la de una antorcha. Rand daba el primer paso hacia la puerta cuando Mat hizo otra pregunta:

—¿De verdad no vas a mover un dedo para impedir que los Capas Blancas hagan lo que quieran en casa? Sabes que se dirigen hacia Campo de Emond, si es que ya no se encuentran allí. Ojos amarillos, el maldito Dragón Renacido… Demasiado, en cualquier caso.

—Perrin hará… lo que tenga que hacerse para salvar Campo de Emond —respondió Rand con un timbre apenado en la voz—. Y yo haré lo que he de hacer, o no será sólo Campo de Emond lo que caerá, y en manos peores que las de los Capas Blancas.

Mat se quedó mirando cómo la luz de la llama se iba alejando pasillo adelante hasta que recordó dónde estaba. Entonces recogió su lámpara y echó a andar a paso vivo. «¡Rhuidean! Luz, ¿qué voy a hacer?»

16

Despedidas

Tendido sobre las sábanas empapadas en sudor, con la mirada prendida en el techo, Perrin vio cómo la oscuridad daba paso a la penumbra gris del amanecer. A no tardar el sol asomaría por el horizonte. La mañana. Un momento para nuevas esperanzas; un tiempo de levantarse y hacer cosas. Nuevas esperanzas. Casi se echó a reír. ¿Cuánto llevaba despierto? Una hora o más, seguro. Al rascarse la rizosa barba hizo un gesto de dolor. El hombro contusionado se le había quedado rígido, y se sentó muy despacio en la cama; el sudor humedeció su rostro mientras se obligaba a mover el brazo. Siguió haciéndolo, empero, conteniendo gemidos y mordiéndose la lengua de vez en cuando para tragarse las maldiciones, hasta que fue capaz de moverlo con cierta libertad aunque seguía doliéndole.

Había dormido poco y mal, a ratos. Estando despierto, veía el rostro de Faile, la acusadora mirada de sus oscuros ojos, la expresión dolida de la que era responsable y que lo hacía encogerse por dentro. Cuando se quedó dormido, soñó que subía a una horca y que Faile lo estaba presenciando o, lo que era peor, que intentaba impedirlo haciendo frente a los Capas Blancas y a sus lanzas y sus espadas, y que él gritaba mientras la cuerda se ceñía alrededor de su cuello; gritaba porque estaban matando a Faile. A veces veía que lo colgaban con una sonrisa de feroz satisfacción. No era de extrañar que estos sueños lo hicieran despertarse sobresaltado. Una de las veces soñó que los lobos salían corriendo del bosque para salvarlos a Faile y a él, pero eran ensartados por las lanzas de los Capas Blancas y derribados con sus flechas. No había descansado en toda la noche. Se lavó y se vistió a toda prisa, y abandonó la habitación como si con ello esperara dejar atrás el recuerdo de sus sueños.

Apenas quedaban señales del ataque de la noche anterior; aquí, un tapiz desgarrado por el filo de una espada; allí, un arcón con una esquina astillada por un hacha; o un trozo más claro en las baldosas del suelo, donde habían retirado la alfombra manchada de sangre. La gobernanta tenía a todo su ejército de sirvientes uniformados en pleno trabajando —aunque muchos llevaban vendajes—, barriendo, fregando, retirando cosas y reemplazando otras. Caminaba cojeando, apoyada en un bastón; ofrecía una curiosa estampa, una mujerona, con el cabello gris enroscado hacia arriba como un gorro a causa del vendaje que le ceñía la cabeza, dando órdenes con voz firme, resuelta a hacer desaparecer hasta el último vestigio de la segunda violación sufrida por la Ciudadela. Vio a Perrin e hizo una mínima reverencia casi inapreciable. Hasta los Grandes Señores conseguían poca cosa más de ella incluso cuando se encontraba bien. A pesar de la exhaustiva limpieza, bajo el olor a ceras y pulimentos y jabones Perrin percibía un débil aroma a sangre: el intenso y metálico de sangre humana; el fétido de la de trolloc; el acre de los Myrddraal, con su fetidez que le irritaba las fosas nasales. Sería un descanso salir de aquí.

La puerta del cuarto de Loial tenía un metro ochenta de anchura y más de tres y medio de alto, con una manilla enorme en forma de enredaderas entrelazadas que estaba a la altura de la cabeza de Perrin. La Ciudadela tenía varios aposentos para invitados Ogier que se utilizaban en contadas ocasiones, pero era una nota de prestigio emplear constructores de esta raza, al menos de vez en cuando. Perrin llamó a la puerta, y cuando una voz que sonaba como una lenta avalancha respondió «¡Adelante!» giró la manilla y entró.

Las medidas de la habitación estaban en relación con las de la puerta; aun así, Loial, de pie en medio de la alfombra de motivos florales, en mangas de camisa y con una larga pipa sujeta entre los dientes, otorgaba a las grandes dimensiones la apariencia de un tamaño normal. El Ogier era más alto que un trolloc, aunque no tan corpulento. Calzaba unas botas anchas de pala, altas y ajustadas a las piernas; la chaqueta de color verde oscuro iba abotonada desde el cuello hasta la cintura; allí se acampanaba y llegaba hasta la embocadura de las botas como unas faldillas, por encima de unos pantalones de pliegues. Su aspecto ya no le resultaba chocante a Perrin, pero una sola mirada bastaba para darse cuenta de que éste no era un hombre normal en una habitación normal. La nariz del Ogier era tan ancha que parecía un hocico, y las cejas semejaban largos bigotes que colgaban a los lados de unos ojos grandes como tazas. Sus orejas, rematadas por un mechón de pelos, asomaban entre el greñudo y negro cabello que le llegaba casi a los hombros. Cuando sonrió al ver a Perrin, sin soltar la pipa de los dientes, dio la impresión de que su rostro se partía en dos.

—Buenos días, Perrin —retumbó, soltando la pipa—. ¿Has dormido bien? No habrá sido fácil después de una noche así. Yo me he pasado la mitad del tiempo levantado, poniendo por escrito lo que había ocurrido. —En la otra mano llevaba una pluma, y sus dedos, gruesos como salchichas, estaban manchados de tinta.

Había libros por todas partes, sobre las sillas de tamaño Ogier, en la inmensa cama y en la mesa, tan alta que le llegaba al pecho a Perrin. Lo de los libros no era de extrañar, pero lo que sí le sorprendió fueron las flores, de todo tipo y color. Jarrones, cestos, ramilletes atados con cintas e incluso con cuerdas, jardineras del tamaño de arriates. Perrin no había visto nada parecido dentro de una habitación; el aroma saturaba el aire. Empero, lo que atrajo la atención del joven fue el hinchado bulto en la cabeza de Loial y su pronunciada cojera al caminar. Si el Ogier no estaba en condiciones de viajar… Se avergonzó por pensar de ese modo, ya que Loial era su amigo, pero no le quedaba otro remedio.