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—Te ha tendido una trampa, Loial. —Perrin se preguntó si oirían el rechinar de sus dientes—. Te ha engañado deliberadamente.

Los pómulos de Faile se tiñeron de rojo, pero la muchacha todavía tuvo el valor de decir:

—Sólo porque no me quedaba más remedio, Loial. Sólo porque un estúpido piensa que tiene derecho a organizar mi vida a su antojo. No lo habría hecho de no ser así, tienes que creerme.

—¿Y el que te haya engañado no cambia las cosas? —demandó Perrin, a lo que Loial sacudió la cabeza tristemente.

—Los Ogier nunca faltan a su palabra —intervino Faile—. Y Loial va a llevarme a Dos Ríos, o por lo menos a la puerta de los Atajos que hay en Manetheren. Me apetece conocer esa región.

Loial enderezó los hombros.

—Pero en tal caso todavía puedo ayudar a Perrin. Faile, ¿por qué no lo has dicho antes, en lugar de tenerme en ascuas sin necesidad? Ni siquiera a Laefar le habría parecido divertido. —Había un dejo de rabia en su voz, y un Ogier no se enfadaba así como así.

—Si lo pide —repuso ella, resuelta—. Era parte del trato, Loial. Nadie salvo tú y yo, a menos que me lo pidieran. Tiene que pedírmelo.

—No —le dijo Perrin antes de que el Ogier abriera la boca—. No, no lo pediré. Antes prefiero ir cabalgando hasta Campo de Emond. ¡Hasta caminando! Así que ya puedes olvidarte de esta estupidez. Mira que engañar a Loial, intentar meterte a la fuerza en… En lo que no te llaman.

La calma de la muchacha se desvaneció para dejar paso a la ira.

—Y para cuando quieras llegar allí, Loial y yo ya nos habremos ocupado de los Capas Blancas. Todo habrá terminado. Pídemelo, cabeza dura de herrero. Pídelo y podrás venir con nosotros.

Perrin se obligó a mantener la calma. No había ningún argumento que la convenciera para ver las cosas a su modo, pero no estaba dispuesto a suplicar. Faile tenía razón; tardaría semanas en llegar a Dos Ríos a caballo, mientras que por los Atajos podrían estar allí en un par de días. Pero no se lo pediría. «¡Y menos después de la mala pasada que le ha jugado a Loial y de intentar obligarme a bajar las orejas!»

—Entonces viajaré solo por los Atajos hasta Manetheren. Os seguiré. Si me mantengo lo bastante retrasado para no formar parte de vuestro grupo, no romperé el juramento de Loial. No puedes impedirme que os siga.

—Eso es peligroso, Perrin —intervino el Ogier, preocupado—. Los Atajos son oscuros, y si te equivocas en un giro o tomas un puente equivocado por accidente, podrías perderte y quedarte atrapado allí para siempre. O hasta que te alcance el Machin Shin. Pídeselo, Perrin. Ha dicho que puedes venir si lo pides. Hazlo.

La profunda voz del Ogier tembló al pronunciar el nombre de Machín Shin, y Perrin también sintió un escalofrío en la espalda. El Machín Shin. El Viento Negro. Ni siquiera las Aes Sedai sabían si era un Engendro de la Sombra o algo que había surgido de la corrupción de los Atajos. Era lo que hacía de los viajes a través de los Atajos una aventura peligrosa en la que uno se arriesgaba a morir; eso era lo que decían las Aes Sedai. Lo único que Perrin sabía con certeza era que el Viento Negro se alimentaba de almas. Con todo, mantuvo la voz firme y el gesto impasible. «Que me aspen si cree que pienso doblegarme».

—No puedo, Loial. O mejor, no quiero.

—Faile, será muy peligroso para él si intenta seguirnos. Por favor, transige y deja que…

—No —lo cortó bruscamente la joven—. Si es tan porfiado como para no pedirlo, ¿por qué voy a dar yo mi brazo a torcer? —Se volvió hacia Perrin—. Puedes viajar cerca de nosotros, cuanto haga falta, siempre y cuando quede claro que nos estás siguiendo. Irás siguiendo mi rastro como un cachorrillo hasta que cedas. ¿Por qué no lo pides?

—Testarudos humanos —rezongó el Ogier—. Impetuosos y obstinados hasta cuando la precipitación os hace meteros en un avispero.

—Me gustaría partir hoy mismo, Loial —dijo Perrin sin mirar a Faile.

—Sí, lo mejor será partir cuanto antes —se mostró de acuerdo el Ogier, que echó una mirada pesarosa al libro abierto en la mesa—. Supongo que podré pasar mis notas a limpio durante el viaje. Sólo la Luz sabe lo que me perderé al encontrarme lejos de Rand.

—¿Has oído lo que te he dicho, Perrin? —demandó Faile.

—Iré a recoger mi caballo y algunas provisiones, Loial. Podemos estar en camino a media mañana.

—¡Rayos y truenos, Perrin Aybara, respóndeme!

Loial miraba a la muchacha muy preocupado.

—Perrin, ¿estás seguro de que no podrías…?

—No —lo interrumpió el joven sin alzar la voz—. Es terca como una mula y le gusta hacer trampas. No bailaré al son que ella toca para darle diversión. —Hizo caso omiso del gruñido que sonaba en la garganta de Faile, como el de un gato que ve a un perro desconocido y está a punto de lanzarle un zarpazo—. Te avisaré tan pronto como lo tenga todo preparado. —Se encaminó a la puerta.

—El momento de partir es decisión mía, Perrin Aybara —espetó Faile a su espalda—. Mía y de Loial. ¿Me has oído? Más te vale estar preparado dentro de dos horas o te dejaremos atrás. Reúnete con nosotros en el establo de la Puerta del Muro del Dragón, si es que por fin vienes. ¿Me has oído?

El joven la sintió moverse y cerró la puerta tras él justo en el momento en que algo golpeaba fuertemente contra ella. Dedujo que era un libro. Loial le echaría un buen rapapolvo por eso. Más le valía a uno golpear al Ogier en la cabeza que maltratar uno de sus libros.

Se recostó un instante en la puerta, desesperado. Después de todo lo que había hecho, de todo por lo que había tenido que pasar para conseguir que lo odiara, y al final iba a estar allí para verlo morir. El único consuelo era pensar que a lo mejor ahora disfrutaría con ello. «¡Testaruda! ¡Cabezota!»

Cuando iba a echar a andar vio acercarse a un Aiel, un hombre alto de cabello rojizo y verdes ojos que podría haber sido un primo mayor de Rand o un tío joven. Lo conocía, y le caía bien aunque sólo fuera porque Gaul nunca había hecho el menor gesto de reparar en sus ojos amarillos.

—Que encuentres sombra donde resguardarte esta mañana, Perrin. La gobernanta me dijo que te había visto venir hacia aquí, aunque sospecho que estaba ansiosa por ponerme en las manos una escoba. Esa mujer es tan dura como una Sabia.

—Que encuentres sombra donde resguardarte esta mañana, Gaul. Si quieres saber mi opinión, todas las mujeres lo son.

—Tal vez, si no sabes cómo buscarles las vueltas. Tengo entendido que viajas hacia Dos Ríos.

—¡Luz! —gruñó Perrin antes de que el Aiel tuviera oportunidad de decir nada más—. ¿Es que lo sabe toda la Ciudadela? Si Moraine se entera…

—No. —Gaul sacudió la cabeza—. Rand al’Thor hizo un aparte conmigo y me lo contó, pidiéndome que no se lo dijera a nadie. Creo que ha hablado con varios más, pero no sé cuántos querrán acompañarte. Llevamos mucho tiempo a este lado de la Pared del Dragón, y muchos añoran la Tierra de los Tres Pliegues.

—¿Acompañarme? —Perrin estaba perplejo. Si contaba con los Aiel… Existían posibilidades que no había osado abrigar antes—. ¿Rand te pidió que vinieras conmigo? ¿A Dos Ríos?

—No. Sólo dijo que ibas allí, y que había hombres que querían matarte. Pero mi intención es acompañarte, si me lo permites.

—¿Que si te lo permito? —Perrin casi se echó a reír—. Por supuesto. Estaremos en los Atajos dentro de pocas horas.

—¿Los Atajos? —La expresión de Gaul no varió, pero el Aiel parpadeó.

—¿Cambia eso las cosas?

—La muerte llega a todos los hombres, Perrin. —No era una respuesta muy alentadora.

—No puedo creer que Rand sea tan cruel —le dijo Egwene a Elayne.

—Al menos no intentó detenerte —añadió Nynaeve.

Las dos estaban sentadas en la cama de la antigua Zahorí, terminando de repartir el oro que Moraine les había proporcionado. Cuatro bolsas llenas para cada una que llevarían en bolsillos cosidos bajo las camisas, y otra también para cada una, más pequeña para no llamar la atención, que se colgarían del cinturón. Egwene había cogido menos, ya que el oro no era tan útil en el Yermo.