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Los dos jóvenes intercambiaron una mirada pensativa, y Thom sonrió para sus adentros. Otra semilla plantada, y con facilidad a pesar de su torpeza. Otro rumor puesto en marcha, a pesar de que estuvieran convencidos de quiénes eran los responsables de los muelles. Y los rumores se propagaban —y uno como éste no se detendría en los límites de la ciudad— de modo que ya había otra pequeña brecha de desconfianza entre la plebe y los nobles. ¿Y a quién otro se volvería la plebe salvo a aquel al que sabía que los nobles odiaban? El mismo hombre que había salvado a la Ciudadela de los Engendros de la Sombra: Rand al’Thor, el lord Dragón.

Había llegado el momento de marcharse para que surtieran efecto las dudas que había sembrado. Si habían enraizado, ya no habría nada que las pudiera arrancar. Esa noche había realizado el mismo trabajo en otros sitios, pero no le convenía que alguien descubriera que había sido él el sembrador.

—Los Grandes Señores combatieron con valentía anoche. Vaya, si vi a… —Dejó la frase en el aire cuando las criadas volvieron de repente al fregado y los dos jóvenes cogieron el arcón y se alejaron presurosos.

—También puedo encontrar algún trabajo para un juglar —dijo la voz de la gobernanta a sus espaldas—. Unas manos paradas son unas manos ociosas, sean de quien sean.

Thom se dio media vuelta garbosamente, considerando su cojera, y le dedicó una profunda reverencia. La mujer no le llegaba al hombro, pero debía de pesar bastante más que él. Su rostro era como un yunque, y el vendaje de la frente incrementaba el parecido; tenía doble papada y sus hundidos ojos eran negros trozos de pedernal.

—Buenos días tengáis, mi encantadora señora. Aceptad un presente en este nuevo día que nace.

Realizó un florido aleteo de manos e hizo aparecer un capullo de rosa amarillo que estaba un poco mustio de llevarlo guardado en la manga, y se lo puso en el pelo, por encima del vendaje. La mujer se lo quitó bruscamente, por supuesto, y lo examinó con desconfianza, pero eso era exactamente lo que buscaba el juglar, que aprovechó su momento de vacilación para dar tres raudos y renqueantes pasos; cuando la gobernanta gritó algo a su espalda, Thom no hizo caso ni dejó de caminar rápidamente.

«¡Qué mujer tan horrible! —pensó—. Si la hubiéramos soltado contra los trollocs, los habría puesto a fregar y a barrer».

Se llevó la mano a la boca y soltó un bostezo tan enorme que las mandíbulas le crujieron. Noches sin dormir, batallas, maquinaciones. Estaba demasiado viejo para esas cosas. Debería estar viviendo tranquilamente en alguna granja, con gallinas. En las granjas siempre había gallinas. Y ovejas. No tenía que ser muy difícil ocuparse de ellas; los pastores siempre estaban repantigados y tocando el caramillo. Él tocaría el arpa, naturalmente, no un caramillo. O su flauta; el tiempo no era bueno para el arpa. Y habría una ciudad en las proximidades, con una posada donde podría entretener a los parroquianos. Hizo revolotear su capa cuando se cruzó con dos criados. El único motivo de que la llevara puesta con el calor reinante era que la gente supiera su condición de juglar. Ni que decir tiene que se animaron al verlo, esperando que se detuviera para ofrecerles un poco de entretenimiento. Muy halagador. Sí, una granja tenía sus ventajas: un sitio tranquilo, sin gente que lo molestara. Siempre y cuando hubiera cerca una ciudad.

Abrió la puerta de su cuarto y se frenó en seco. Moraine levantó la cabeza con calmosa parsimonia, como si tuviera todo el derecho a estar revolviendo en los papeles que había esparcidos sobre la mesa, y se arregló la falda tras tomar asiento en una banqueta. Era una mujer muy hermosa, poseedora de todos los encantos que un hombre podría desear, entre ellos el reír sus chistes. «¡Necio! ¡Viejo loco! Es una Aes Sedai, y estás demasiado cansado para pensar con tino».

—Buenos días tengáis, Moraine Sedai —saludó mientras colgaba la capa en la percha. Evitó mirar hacia la escribanía, que seguía metida bajo la mesa, donde la había dejado. No tenía sentido hacerle ver que era importante; y, pensándolo bien, tampoco lo tenía revisarla después de que ella se hubiera marchado. Estaba tan agotado que sería incapaz de recordar si había dejado algo incriminatorio en su interior. O en cualquier otra parte. Aparentemente todo estaba en su sitio, pero no creía que hubiera sido tan necio como para dejar a la vista nada comprometedor. En las dependencias de la servidumbre ninguna puerta tenía cerraduras—. Os ofrecería un refresco, pero me temo que sólo me queda agua.

—No tengo sed —respondió en un timbre melodioso y agradable. Se echó un poco hacia adelante; el cuarto era lo bastante reducido para que con ese gesto llegara a posar la mano sobre su rodilla derecha. Un cosquilleo lo estremeció—. Ojalá hubiera estado cerca una buena Curadora cuando ocurrió esto. Ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, me temo.

—No habrían bastado ni una docena de Curadoras —le respondió—. Es obra de un Semihombre.

—Lo sé.

«¿Y qué más sabe?», se preguntó. Se volvió para acercar la única silla que había junto a la mesa y se tragó una maldición. Se sentía tan descansado como si hubiera dormido toda la noche de un tirón, y el dolor de la rodilla había remitido. La cojera persistía, pero la articulación no había estado tan desentumecida desde que lo habían herido. «Ni siquiera me preguntó si quería que me la curara. Rayos y truenos, ¿qué se traerá entre manos?» Se negó a doblar la pierna. Si no le preguntaba, él no se daría por enterado.

—Un día interesante el de ayer —dijo la mujer cuando Thom se hubo sentado.

—Yo no calificaría de interesante la presencia de los trollocs y los Semihombres —replicó secamente.

—No me refería a eso, sino a lo ocurrido antes, que el Gran Señor Carleon muriera en un accidente de caza. Al parecer su buen amigo Tedosian lo confundió con un oso, o puede que fuera un ciervo.

—No lo sabía. —Mantuvo un tono tranquilo. Aunque hubiera visto la nota era imposible que la relacionara con él. Hasta el propio Carleon habría creído que estaba escrita de su puño y letra. No lo creía probable, pero se recordó que esta mujer era Aes Sedai. Como si necesitara recordárselo teniendo ante sí aquella hermosa y tersa cara, esos oscuros ojos serenos que lo contemplaban como si conocieran todos sus secretos—. Las habladillas proliferan en las dependencias de la servidumbre, pero apenas les presto oídos.

—¿De veras? —musitó suavemente—. Entonces tampoco sabréis que Tedosian cayó enfermo antes de que pasara una hora desde su regreso a la Ciudadela, justo después de que su esposa le diera una copa de vino para pasar el polvo de la cacería. Se cuenta que lloraba cuando se enteró que iba a cuidarlo ella en persona y a alimentarlo con sus propias manos. Sin duda eran lágrimas de alegría por el amor que le profesa. He oído comentar que ella ha jurado no apartarse de su lado hasta que se levante. O hasta que haya muerto.

Lo sabía. Cómo, no tenía ni idea; pero lo sabía. Sin embargo, ¿por qué se lo insinuaba?

—Una tragedia. —Su tono igualaba la afabilidad del de ella—. Rand necesita contar con todos los Grandes Señores que le son leales, y cuantos más, mejor.

—Dudo que Carleon y Tedosian pudieran contarse entre ellos. Y, por lo visto, tampoco había mucha lealtad entre ambos. Eran los cabecillas de la facción que quiere matar a Rand y olvidar que existió alguna vez.

—¿Eso creéis? Casi no presto atención a tales comidillas. Los asuntos de los poderosos no competen a un simple juglar.

Su mueca divertida casi fue una corta risa, pero cuando habló lo hizo como si estuviera leyendo una página:

—Thomdril Merrilin, llamado en tiempos el Zorro Gris por alguien que lo conocía bien. Bardo de la corte en el Palacio Real de Andor, en Caemlyn. Amante de Morgase durante un tiempo, tras la muerte de Taringail. Una muerte afortunada para Morgase. Imagino que jamás descubrió que él tenía intención de matarla para proclamarse el primer rey de Andor. Pero hablábamos de Thom Merrilin, un hombre que, según los rumores, sabía cómo participar en el Juego de las Casas hasta dormido. Qué lástima que un hombre así se defina a sí mismo como un simple juglar, aunque resulta arrogante por su parte conservar el mismo nombre.