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Thom tuvo que poner gran empeño en disimular su conmoción. ¿Cuánto sabía de él esta mujer? Demasiado, aun en el caso de que no supiera nada más de lo ya dicho. Empero, no era ella la única que estaba enterada de ciertas cosas.

—Y, ya que hablamos de nombres —dijo Thom en actitud coloquial—, resulta sorprendente las conclusiones que pueden sacarse de algunos, como por ejemplo Moraine Damodred. Lady Moraine de la casa Damodred de Cairhien, hermanastra pequeña de Taringail y sobrina del rey Laman. Ah, y Aes Sedai, no lo olvidemos. Una Aes Sedai que está ayudando al Dragón Renacido desde antes de que pudiera saber que era algo más que otro pobre necio con capacidad de encauzar. Una Aes Sedai con contactos en la Torre Blanca, alguien importante diría yo, o en caso contrario no habría arriesgado su posición. ¿Alguien de la Antecámara de la Torre? Estoy por jurar que hay más de una persona implicada. Sí, tiene que ser así. Si tal cosa se hiciera pública el mundo se tambalearía en sus cimientos. Sin embargo, ¿por qué buscar problemas? Tal vez sería mejor dejar en paz a un viejo juglar escondido en su agujero de las dependencias de los criados. Un simple juglar achacoso que toca su arpa y cuenta sus relatos. Relatos que no perjudican a nadie.

Si sus palabras la habían sorprendido o puesto nerviosa, Moraine no dio señales de ello.

—Especular sin disponer de hechos probados resulta peligroso —respondió, sosegada—. Si no utilizo el apellido de mi linaje no es por capricho. La casa Damodred no tenía, merecidamente, muy buena reputación antes de que Laman talara Avendoraldera y perdiera así su trono junto con su vida, pero desde la Guerra de Aiel fue aun peor, también merecidamente.

¿Es que no había nada que alterara a esta mujer?

—¿Qué queréis de mí? —demandó Thom, encrespado.

—Elayne y Nynaeve embarcan hoy con destino a Tanchico —informó sin pestañear siquiera ante su estallido de rabia—. Una ciudad peligrosa. Vuestros conocimientos y habilidades podrían salvarles la vida.

Así que era esto. Lo que quería era apartarlo de Rand, dejarlo desprotegido a sus manejos.

—Como bien decís, Tanchico es un lugar peligroso ahora, pero siempre lo ha sido. Les deseo lo mejor a esas jóvenes, pero no me atrae la idea de meter la cabeza en un nido de víboras. Soy demasiado viejo para esas cosas. De hecho, llevo un tiempo pensando en retirarme a una granja y llevar una vida tranquila, exenta de peligros.

—Opino que esa clase de vida os mataría. —Su tono era sin duda divertido. Las manos pequeñas y delicadas se afanaron en el arreglo de los pliegues de la falda. Thom tenía la impresión de que había agachado la cara para ocultar una sonrisa—. Tanchico en cambio no lo hará, eso os lo garantizo, y, por el Primer Juramento, sabéis que digo la verdad.

A pesar de todos sus esfuerzos por mantener el gesto impasible, el juglar la miró con el entrecejo fruncido. Lo había dicho, y no podía mentir, pero ¿cómo estaba tan segura? Sabía que Moraine no tenía el Talento de la Predicción; estaba seguro de haberla oído negar que tuviera ese don. Pero lo había dicho. «¡Condenada mujer!»

—¿Por qué habría de ir a Tanchico? —preguntó.

—¿Qué tal para proteger a Elayne, la hija de Morgase?

—Hace quince años que no he visto a Morgase. En aquel entonces, cuando me marché de Caemlyn, Elayne era una niña.

La Aes Sedai vaciló, pero su voz sonó implacablemente firme cuando habló.

—Tengo entendido que el motivo de que os marchaseis de Andor fue lo ocurrido con un sobrino vuestro llamado Owyn, creo. Uno de esos pobres necios, según vos, que son capaces de encauzar. Se suponía que las hermanas Rojas tenían que llevarlo a Tar Valon, como a cualquier varón de su clase, pero en lugar de ello lo amansaron y lo dejaron allí mismo, abandonado a merced de la… clemencia de sus vecinos.

Thom se levantó con tanta violencia que tiró la silla patas arriba, pero tuvo que agarrarse a la mesa porque las piernas no lo sostenían. Owyn no había sobrevivido mucho después de ser amansado; lo echaron de su casa unos supuestos amigos que ni siquiera soportaban que viviera cerca de ellos un hombre que ya no podía encauzar. Nada de lo que hizo Thom evitó que a Owyn se le quitaran las ganas de vivir ni impidió que su joven esposa lo siguiera a la tumba antes de un mes.

—¿Por qué…? —Carraspeó con fuerza, intentando que su voz no sonara tan ronca—. ¿Por qué me habláis de eso?

La expresión de Moraine era compasiva y… ¿de remordimiento, tal vez? Pues claro que no. Al fin y al cabo era una Aes Sedai. Y la compasión también tenía que ser fingida.

—¡Así os ciegue la Luz! ¿Por qué? ¿Por qué?

—Si vais con Elayne y Nynaeve os daré los nombres de aquellas hermanas Rojas cuando volvamos a vernos, así como el nombre de la persona de quien recibieron las órdenes. No actuaron por cuenta propia. Y volveremos a vernos, porque no moriréis en Tarabon.

Inhaló entrecortada, temblorosamente.

—¿Y de qué me servirá saber sus nombres? —dijo con voz inexpresiva—. Nombres de unas Aes Sedai, protegidas con todo el poder de la Torre Blanca.

—Un diestro y peligroso participante del Juego de las Casas sabría sacarle provecho a ese conocimiento —repuso Moraine sosegadamente—. No debieron hacer lo que hicieron ni merecieron el perdón que se les otorgó.

—Dejadme solo, por favor.

—Os demostraré que no todas las Aes Sedai somos como esas Rojas, Thom. Debéis daros cuenta de ello.

—Por favor.

Permaneció de pie, apoyado en la mesa, hasta que Moraine salió del cuarto pues no quería que lo viera derrumbarse ni las lágrimas que rodaron por sus marchitas mejillas. «Oh, Luz, Owyn. —Había enterrado aquel suceso lo más profundamente posible—. No pude llegar allí a tiempo. Estaba demasiado ocupado con el maldito Juego de las Casas». Se limpió las lágrimas a manotazos, encolerizado. Moraine sabría competir con los mejores del Juego. Hurgando de ese modo en viejas heridas que él creía cerradas y ocultas para los demás. Owyn. Elayne. La hija de Morgase. Ya sólo sentía cariño por la reina; tal vez algo más que eso, pero le costaba trabajo desentenderse de una joven que de niña había brincado en su rodilla jugando al caballito. «¿Y esa muchacha va a ir a Tanchico? Una ciudad así la devoraría incluso sin haber guerra. Ahora debe de ser un cubil de lobos rabiosos. Además, Moraine me dirá los nombres». Lo único que tenía que hacer era dejar a Rand en manos de la Aes Sedai, igual que había hecho con Owyn. Lo tenía cogido como a una serpiente con una vara ahorquillada, que por mucho que se retorciera no tenía escapatoria. «¡Maldita mujer!»

Min metió el brazo por el asa del cestillo de bordar, se recogió las faldas con la otra mano, y abandonó el comedor después de desayunar dando pasos tan livianos que en lugar de andar parecía deslizarse, y con la espalda bien recta. Habría sido capaz de llevar una copa rebosante de vino encima de la cabeza sin derramar una sola gota. En parte se debía a que le era imposible caminar a su ritmo habitual con el vestido de seda azul pálido, con corpiño ajustado, mangas y falda tan larga que el repulgo bordado habría arrastrado por el suelo si no lo llevara recogido. En parte también era porque notaba los ojos de Laras clavados en su espalda.

Una ojeada hacia atrás confirmó sus sospechas. La Maestra de las Cocinas, un barrilete con patas, la contemplaba sonriendo de oreja a oreja, aprobadoramente, desde el umbral del comedor. Nadie habría dicho que aquella mujer había sido una belleza en su juventud o que en su corazón hubiese habido un hueco para jovencitas coquetas y bonitas; «Vivarachas», como las llamaba ella. ¿Quién habría sospechado que decidiría tomar bajo su firme ala a «Elmindreda»? Difícilmente podía considerarse una situación cómoda. Laras mantenía una protectora vigilancia sobre Min, y era tan estrecha que la tenía localizada en cualquier parte del recinto de la Torre. Min le devolvió la sonrisa y retocó el cabello, ahora una melena redonda de rizos. «¡Condenada mujer! ¿Es que no tiene que nada que cocinar o alguna maritornes a la que gritar?»