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Laras agitó una mano, y Min respondió con un gesto igual. No podía permitirse el lujo de ofender a alguien que la tenía tan vigilada, sobre todo cuando no tenía ni idea de si estaba cometiendo pocos o muchos errores. Laras conocía hasta el último truco de las chicas «vivarachas», y esperaba enseñarle a Min cualquiera que no supiera ya.

Mientras tomaba asiento en un banco de mármol, al pie de un alto sauce, Min pensó que lo del bordado había sido un completo error. No desde el punto de vista de Laras, sino del suyo. Sacó la labor del cestillo y examinó tristemente el trabajo del día anterior, varios bodoques torcidos de color amarillo y lo que tendría que ser un capullo de rosa amarillo pálido, aunque nadie lo adivinaría al mirarlo. Con un suspiro, se puso a deshacer las puntadas. A lo mejor Leane tenía razón; una mujer podía pasarse horas bordando y observando todo y a todos sin que a nadie le extrañara. Sin embargo, habría sido más fácil si hubiera tenido la más ligera idea de bordar.

Por lo menos hacía una mañana perfecta para estar al aire libre. El dorado sol acababa de salir por encima del horizonte en un cielo donde unas cuantas nubes algodonosas parecían colocadas a propósito para que el cuadro fuera perfecto. Una ligera brisa traía el perfume de las rosas y mecía los arbustos altos de flores rojas y blancas. Dentro de poco los paseos de grava cercanos al árbol estarían llenos de gente yendo de aquí para allí en sus quehaceres, desde Aes Sedai hasta caballerizos. Una mañana perfecta, y un sitio perfecto desde el que observar sin ser vista. A lo mejor ese día descubría algo útil.

—Elmindreda…

Min dio un brinco de sobresalto y se llevó el dedo que se había pinchado a la boca. Se giró sobre el banco, dispuesta a emprenderla contra Gawyn por acercarse a hurtadillas para sorprenderla, pero se tragó las palabras. Galad estaba con él. Más alto que Gawyn, de piernas largas, se movía con la gracia de un bailarín y la fuerza de un cuerpo esbelto y nervudo. También sus manos eran largas, elegantes a la par que fuertes. Y su rostro… Resumiendo, era el hombre más guapo que había visto en su vida.

—Dejad de chuparos el dedo —le dijo Gawyn, sonriente—. Sabemos que sois una niñita preciosa y no tenéis que demostrárnoslo.

La joven se sonrojó y bajó la mano con precipitación; contuvo a duras penas una mirada furiosa que no habría encajado en absoluto con Elmindreda. No fueron necesarias amenazas ni órdenes de la Amyrlin para que Gawyn guardara su secreto, ya que sólo tuvo que pedírselo, pero el joven aprovechaba todas las ocasiones que se le presentaban para tomarle el pelo.

—No está bien hacer burla, Gawyn —lo reconvino Galad—. No fue su intención ofenderos, mi señora Elmindreda. Disculpadme, pero ¿no nos hemos visto antes? Cuando mirasteis a mi hermano con esa expresión tan furiosa aunque breve, tuve la impresión de que nos conocíamos.

Min bajó los ojos recatadamente.

—Oh, jamás habría olvidado un encuentro con vos, mi señor Galad —repuso en su mejor papel de muchachita tonta. El sonido del tono remilgado y la rabia por su desliz contribuyeron a que el sonrojo aumentara, dando así más veracidad a su disfraz.

Su aspecto no tenía nada que ver con ella, y el vestido y el peinado sólo eran parte del artificio. Leane había adquirido en la ciudad cremas, polvos y un increíble surtido de cosas perfumadas y la había estado instruyendo hasta que fue capaz de utilizarlas hasta dormida. Sus pómulos estaban más marcados ahora, y el tono rojo de sus labios era más intenso que el que le había dado la naturaleza. Un líquido oscuro delineaba el borde de las pestañas, y unos finos polvos las hacían más espesas, de manera que sus ojos parecían más grandes. Nada que ver con ella. Algunas de las novicias le habían alabado, admiradas, por lo hermosa que era, e incluso algunas Aes Sedai decían que era «una hermosa criatura». Cómo lo odiaba. Admitía que el vestido era bastante bonito, pero detestaba todo lo demás. No obstante, no tenía sentido preparar un disfraz si no se tiene intención de usarlo.

—Estoy seguro de que lo recordaríais —dijo Gawyn secamente—. No era mi intención interrumpiros con vuestro bordado de… Golondrinas, ¿no? ¿Golondrinas amarillas? —Min guardó precipitadamente la labor en el cestillo—. Pero quería pediros vuestra opinión sobre esto. —Le puso en las manos un libro pequeño encuadernado en piel, viejo y manoseado, y de repente su voz sonó muy seria—. Decidle a mi hermano que no son más que estupideces. Quizás a vos os haga caso.

Min examinó el libro. El camino de la Luz, de Lothair Mantelar. Lo abrió al azar y leyó: «Por lo tanto, renuncia a todo placer, pues la bondad es un concepto puramente abstracto, un ideal perfecto y cristalino que se oscurece con las emociones básicas. No cedas a la carne, que es débil, mientras que el espíritu es fuerte. La carne es inútil allí donde el espíritu demuestra su firmeza. El pensamiento puro se ahoga en las sensaciones, y el acto justo se entorpece con las pasiones. Que todo tu gozo venga de la rectitud, y sólo de ella». A su entender era una completa estupidez.

Min le sonrió a Gawyn y hasta se las compuso para soltar una risita tonta.

—Oh, son demasiadas palabras. Me temo que apenas sé nada sobre libros, mi señor Gawyn. Siempre tuve intención de leer uno… Y aún la tengo. —Suspiró—. Pero dispongo de tan poco tiempo libre… Vaya, pero si sólo arreglarme el pelo como es debido me lleva horas. ¿Os parece un peinado bonito? —La expresión de escandalizada estupefacción de Gawyn casi le hizo soltar una carcajada, pero se las arregló para convertirla en otra risita. Era una satisfacción ser ella la que le tomaba el pelo, para variar; tendría que procurar hacerlo más a menudo. Este disfraz le daba posibilidades que no había tenido en cuenta. Su estancia en la Torre se había convertido en un continuo aburrimiento, cuando no fastidio. Se merecía un poco de diversión.

—Lothair Mantelar, fundador de los Capas Blancas —dijo Gawyn con voz tensa—. ¡Los Capas Blancas!

—Fue un gran hombre —manifestó Galad firmemente—. Un filósofo con nobles ideales. Y eso no lo cambia el que quizá los Hijos de la Luz hayan actuado con… exceso de celo posteriormente.

—Oh, vaya, los Capas Blancas —exclamó Min con voz ahogada, y añadió con un pequeño estremecimiento—: Unos hombres muy rudos, por lo que he oído. No imagino a un Capa Blanca bailando. ¿Creéis que harán algún baile aquí? Tampoco a las Aes Sedai parece interesarles mucho el baile, y a mí me encanta. —Era delicioso ver la expresión de frustración plasmada en el semblante de Gawyn.

—No lo creo probable —contestó Galad al tiempo que le cogía el libro de las manos—. Las Aes Sedai están demasiado ocupadas con…, con sus propios asuntos. Si me entero de que se celebra algún baile adecuado en la ciudad, os escoltaré a él si lo deseáis. Podéis estar tranquila, que ninguno de esos dos brutos os molestará. —Le sonrió, inconsciente de lo que hacía, y el hecho de que Min se quedara de repente sin respiración no fue algo fingido. No debería estar permitido que los hombres tuvieran esas sonrisas.

De hecho, tuvieron que pasar unos segundos antes de que la joven recordara a qué dos brutos se refería. Eran los dos hombres que supuestamente pedían en matrimonio a Elmindreda y casi habían llegado a las manos porque ella no acababa de decidirse por el uno o el otro, y que habían llegado a presionarla hasta tal punto que tuvo que buscar refugio en la Torre; además de que ella era incapaz de dejar de coquetear y dar esperanzas a los dos. Ésa era la excusa de su estancia aquí. «Es por culpa de este vestido —pensó—. Sería capaz de pensar con sensatez si tuviera puesta mi ropa de siempre».