Con vestido o sin él, había reconocido a la joven que entró a ver a la Amyrlin. Era Min, la que había pasado tanto tiempo con Siuan Sanche en su primera visita a la Torre, aunque nadie sabía el motivo; la que era amiga íntima de Elayne, Egwene y Nynaeve. La Amyrlin estaba ocultando el paradero de esas tres. Elaida estaba segura de ello. Todos los informes respecto a que estaban haciendo penitencia trabajando en una granja le habían llegado de tercera o cuarta mano, procedentes de Siuan Sanche; aquello era suficiente para solapar cualquier juego de palabras destinado a eludir una mentira rotunda. Eso, por no mencionar el hecho de que todos los esfuerzos de Elaida para localizar esa granja habían sido infructuosos.
—¡Así la fulmine la Luz! —La ira se reflejó en su rostro un breve instante. No estaba segura de si su exabrupto iba dirigido a Siuan Sanche o a la heredera del trono, aunque vendría al caso a cualquiera de las dos. Una esbelta Aceptada la oyó, la miró de hito en hito y se quedó tan blanca como su vestido; Elaida siguió caminando sin reparar en ella.
Aparte de todo lo demás, la encolerizaba no poder localizar a Elayne. De vez en cuando, Elaida realizaba predicciones; aunque vaga y ocasionalmente, tenía la habilidad de ver acontecimientos futuros, cosa que no hacía ninguna otra Aes Sedai desde Gitara Moroso, muerta hacía ahora veinte años. Lo primero que Elaida predijo, cuando todavía era una Aceptada —y entonces ya estaba lo bastante advertida para no revelarle su habilidad a nadie— fue que el linaje real de Andor sería la clave para derrotar al Oscuro en la Última Batalla. Se había vinculado con Morgase tan pronto como se hizo patente que ella sería la sucesora en el trono, y había cimentado su influencia año tras año, pacientemente. Y ahora todos sus esfuerzos, todos sus desvelos y sacrificios —quizás habría sido Amyrlin de no haber dedicado todas sus energías a Andor— podían frustrarse por la desaparición de Elayne.
Hizo un gran esfuerzo para concentrarse de nuevo en lo que era importante ahora. Egwene y Nynaeve procedían del mismo pueblo que aquel extraño joven, Rand al’Thor; y Min lo conocía también, aunque había intentado ocultarlo por todos los medios. Rand al’Thor era el centro de todo.
Elaida sólo lo había visto una vez; se suponía que era un pastor de Dos Ríos, en Andor, pero tenía toda la apariencia de un Aiel. La predicción le llegó al verlo. Era un ta’veren, una de las contadas personas que, en lugar de ser tejidas en el Entramado a voluntad de la Rueda del Tiempo, obligaban al Entramado a tejer los hilos vitales a su alrededor, al menos durante un tiempo. Y Elaida había visto caos en torno a él, división y contiendas en Andor, y quizás en más partes del mundo. Pero Andor debía mantenerse incólume, ocurriera lo que ocurriera; aquella primera predicción la convenció de ello.
Había más hilos, suficientes para atrapar a Siuan en su propia red. Si se daba crédito a los rumores, había tres ta’veren, no sólo uno, todos ellos del mismo pueblo, Campo de Emond, y todos más o menos de la misma edad, hecho lo bastante extraño para levantar un montón de chismes en la Torre. Y en el viaje de Siuan a Shienar, hacía casi un año, los había visto e incluso había hablado con ellos: Rand al’Thor, Perrin Aybara y Matrim Cauthon. Se decía que era mera coincidencia, un hecho fortuito. Eso era lo que se comentaba. Quienes lo decían, ignoraban lo que Elaida sabía.
Cuando Elaida vio al joven al’Thor, fue Moraine quien se lo había llevado de manera clandestina y quien lo había acompañado a él y a los otros dos ta’veren a Shienar. Moraine Damodred, que había sido la mejor amiga de Siuan Sanche cuando eran novicias. Si Elaida fuera de las que hacían apuestas, habría apostado que nadie más en la Torre recordaba esa amistad. El día que adquirieron el rango de Aes Sedai, al final de la Guerra de Aiel, Siuan y Moraine se habían separado y después se comportaron casi como si fueran desconocidas. Pero Elaida había sido una de las Aceptadas encargadas de aquellas dos novicias, les había impartido las enseñanzas y las había reprendido por su pereza en las tareas, según recordaba. Casi no daba crédito al hecho de que su confabulación viniera desde tan lejos —al’Thor debía de haber nacido poco antes de eso—, pero aquél era el único eslabón que los conectaba a todos. Y para ella bastaba.
Lo que quiera que fuera que Siuan se traía entre manos, había que impedirlo. El tumulto y el caos se multiplicaban por doquier. El Oscuro acabaría escapando de su prisión —la sola idea hizo que Elaida sintiera un escalofrío y tuvo que ajustarse el chal— y la Torre tenía que mantenerse apartada de las disputas mundanales para hacer frente a aquello. La Torre había de tener libertad para tirar de los hilos a fin de que las naciones permanecieran unidas, libres de los problemas que Rand al’Thor causaría. Fuera como fuera, había que impedirle que destruyera Andor.
No le había contado a nadie lo que sabía de al’Thor, ya que tenía intención de encargarse de él discretamente, si ello era posible. El consejo de la Antecámara de la Torre ya había hablado de vigilar e incluso guiar a estos ta’veren; jamás acordarían deshacerse de ellos, de uno de ellos en particular, del único modo que debía hacerse. Por el bien de la Torre. Por el bien del mundo.
Hizo un sonido gutural, casi un gruñido. Siuan había sido siempre testaruda, hasta en sus tiempos de novicia; siempre se había dado mucha importancia para ser la hija de un pobre pescador, pero ¿cómo podía ser tan necia para mezclar a la Torre en esto sin informar a la Antecámara? Ella sabía tan bien como cualquiera lo que se avecinaba. Sólo había una cosa que podía ser peor…
Elaida se paró en seco y se quedó mirando al vacío. ¿Sería posible que ese tal al’Thor tuviera capacidad de encauzar? ¿O alguno de los otros dos? Ellos, no; en todo caso, al’Thor. No. Imposible. Ni siquiera Siuan tocaría a uno de ésos. No podía.
—¿Y quién sabe lo que esa mujer es capaz de hacer? —masculló—. Jamás fue la persona adecuada para el puesto de Sede Amyrlin.
—¿Hablando con vos misma, Elaida? Sé que vosotras, las Rojas, nunca tenéis amigas fuera de vuestro Ajah, pero dentro de él vos sí las tendréis, ¿verdad?
Elaida volvió la cabeza para mirar a Alviarin. La Aes Sedai de cuello de cisne sostuvo su mirada con la insufrible frialdad propia del Ajah Blanco. No había cariño entre las hermanas Rojas y las Blancas; habían mantenido posiciones enfrentadas en la Antecámara de la Torre desde hacía un millar de años. Las Blancas estaban de parte de las Azules, y Siuan había pertenecido al Ajah Azul. Pero el Ajah Blanco se preciaba de proceder por la desapasionada imparcialidad de la lógica.
—Acompañadme —dijo Elaida. Alviarin vaciló un instante antes de aceptar y echar a andar a su lado.
Al principio, la hermana Blanca enarcó una ceja con gesto despectivo al escuchar lo que Elaida tenía que decirle respecto a Siuan, pero antes de que acabara de hablar su frente estaba fruncida en una expresión concentrada.
—No tenéis prueba de nada… impropio —adujo cuando Elaida se calló finalmente.
—Aún no —respondió la Roja con firmeza. Se permitió esbozar una sonrisa tirante cuando Alviarin asintió en silencio. Era un comienzo. De un modo u otro, se pararía a Siuan antes de que destruyera la Torre.
Escondido entre los árboles caducos de un frondoso soto, en lo alto de la margen septentrional del río Taren, Dain Bornhald echó hacia atrás su blanca capa con el emblema de un ardiente sol dorado en el pecho, y atisbó por las lentes del tubo de cuero endurecido. Una nube de minúsculos bitemes zumbaba alrededor de su rostro, pero hizo caso omiso de ellos. En el pueblo de Embarcadero de Taren, al otro lado del río, las casas altas se alzaban sobre elevados cimientos como protección de las inundaciones que se repetían cada primavera. Los habitantes del pueblo se asomaban a las ventanas y salían a los pórticos para ver a los treinta jinetes de blancas capas montados en sus caballos y luciendo petos y cotas de malla. Una delegación de hombres y mujeres sostenía una entrevista con los jinetes o, por lo que Bornhald alcanzaba a ver, más bien escuchaba a Jaret Byar, lo que era mucho mejor.