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También había caballos en las verdes laderas, en pequeños grupos familiares o en manadas de centenares de individuos; era la famosa yeguada teariana. Grande o pequeño, todos los grupos de caballos estaban bajo la vigilancia de uno o dos chiquillos descalzos que montaban a pelo. Los chicos manejaban látigos de mango largo que utilizaban para mantener unida la manada o guiarla, chasqueándolos con pericia para hacer dar media vuelta a algún animal descarriado sin rozar la piel del animal. Mantenían alejados a los caballos de los desconocidos, haciéndolos retroceder si era preciso, pero observaban el paso del extraño grupo —dos humanos y un Ogier montados, además de tres feroces Aiel, que según se contaba habían tomado la Ciudadela— con la descarada curiosidad de los muy jóvenes.

Era una estampa agradable de contemplar para Perrin, a quien le gustaban los caballos. En parte había pedido ser aprendiz de maese Luhhan para tener la oportunidad de trabajar con estos animales, aunque en Campo de Emond no había tantos como aquí ni eran tan buenos.

Por su parte, Loial no disfrutaba en absoluto del panorama. El Ogier empezó rezongando entre dientes, y su tono fue subiendo cuanto más avanzaban a través de las herbosas colinas, hasta que por último estalló con su profunda y retumbante voz:

—¡Desaparecidos! ¡Todos ellos! ¿Y para qué? Para que haya hierba. Antaño esto era una arboleda Ogier. No realizamos grandes obras aquí, sobre todo comparado con Manetheren o con la ciudad a la que llamáis Caemlyn, pero sí lo suficiente para plantar una arboleda. Árboles de todo tipo, originarios de todos los lugares y países. Los Grandes Árboles, que se elevan ciento cincuenta metros hacia el cielo. Todos cuidados con absoluta dedicación, para recordar a mi pueblo los stedding que abandonamos para construir cosas a los humanos. Vosotros pensáis que son las obras de cantería lo que valoramos, pero eso es una nadería, algo aprendido durante el largo Exilio, tras el Desmembramiento del Mundo. Son los árboles lo que amamos. Los humanos consideran Manetheren la obra cumbre de mi pueblo, pero para nosotros nuestro mayor triunfo fue la arboleda que había allí, ahora desaparecida. Como ésta. Y se ha perdido para siempre.

Loial contemplaba fijamente las colinas, desiertas salvo por la hierba y los caballos, con gesto duro y las orejas tiesas y echadas hacia atrás, pegadas contra el cráneo. Olía a… cólera. Casi todos los relatos decían de los Ogier que eran pacíficos, casi tanto como el Pueblo Errante; pero en algunos, pocos, los describían como enemigos implacables. Perrin sólo había visto furioso a Loial una vez. Tal vez también se había sulfurado la noche anterior, mientras defendía a los niños. Al mirar su rostro, le vino a la mente un viejo dicho: «Encolerizar a los Ogier y echar abajo montañas». Todos lo entendían como intentar hacer algo imposible. Perrin pensó que tal vez el significado había cambiado con el paso de los años, y que al principio el dicho decía realmente: «Encoleriza a los Ogier y habrás derrumbado las montañas sobre ti». Difícil de llevar a cabo, pero mortal cuando se conseguía. Jamás querría que Loial —el afable, desmañado Loial, con su ancha nariz metida siempre en algún libro— se enfureciera con él.

Fue el Ogier quien se puso a la cabeza del grupo una vez que llegaron al lugar donde antaño se alzaba la arboleda, y giraron un poco a la derecha. No había hitos en el terreno, pero sabía bien hacia dónde se dirigía, y esa seguridad aumentó con cada paso de los caballos. Los Ogier sentían una puerta a los Atajos, la percibían de algún modo, y la encontraban con la certera precisión con que una abeja encuentra su colmena. Cuando finalmente Loial desmontó, la hierba le llegaba poco más arriba de las rodillas. Cerca había sólo un denso parche de matorrales, arbustos frondosos tan altos como el Ogier. Los partió casi con pesar y los apartó en un montón a un lado.

—A lo mejor los chiquillos de los caballos pueden utilizarlos para encender lumbre cuando estén secos.

Y allí se encontraba la puerta a los Atajos.

Recostada contra la falda de la colina tenía más aspecto de un tramo de muralla gris que de una puerta; de la muralla de un palacio, más exactamente, con profusión de hojas y enredaderas tan exquisitamente talladas que casi parecían estar tan vivas como los arbustos que la habían ocultado. Llevaba allí al menos tres mil años, pero su superficie no mostraba el menor rastro de erosión. Aquellas hojas daban la impresión de que se agitarían con el siguiente soplo de aire.

Todos la contemplaron en silencio un momento, hasta que Loial suspiró profundamente y puso la mano sobre una hoja que era distinta de todas las demás: la hoja trifoliada de Avendesora, el legendario Árbol de la Vida. Hasta el instante en que la enorme mano del Ogier la tocó, parecía formar parte de la talla tanto como el resto, pero se separó fácilmente de la piedra.

Faile dio un respingo, y hasta los Aiel musitaron algo. El aire estaba cargado de olor a inquietud, pero no resultaba fácil distinguir de cuál de ellos provenía. Quizá de todos.

Ahora las hojas de piedra parecían agitarse con una brisa inexistente, y adquirieron una tonalidad verde, de vida. Poco a poco, apareció una abertura en el centro, y las dos mitades de la puerta se abrieron, dejando a la vista no la colina que había detrás, sino un brillo mortecino que reflejaba débilmente sus imágenes.

—Se dice —musitó Loial— que hubo un tiempo en que las puertas a los Atajos relucían como espejos, y que quienes recorrían los Atajos caminaban bajo el sol y el firmamento. Ahora eso ha desaparecido también, como la arboleda.

Perrin se apresuró a coger de su animal de carga una de las linternas con palo que estaba llena de aceite, y la prendió.

—Hace mucho calor aquí fuera —dijo—. Un poco de sombra será de agradecer. —Dio con los talones en los ijares de Brioso y lo condujo hacia la puerta a los Atajos. Le pareció oír que Faile daba otro respingo.

El semental pardo se plantó al acercarse a su reflejo, pero Perrin lo azuzó para que siguiera adelante. Despacio, recordó. Había que hacerlo despacio. El belfo del caballo tocó, vacilante, su imagen, y después desapareció como si pasara a través de un espejo. Perrin se aproximó a sí mismo, tocó su reflejo… Un frío gélido se deslizó sobre toda su piel, lo envolvió cabello a cabello; el tiempo pareció estirarse.

El frío desapareció como una burbuja pinchada, y el joven se encontró en medio de una negrura insondable; la luz de su linterna semejaba un estanque represado a su alrededor. Brioso y el caballo de carga relincharon con nerviosismo.

Gaul atravesó la puerta tranquilamente y empezó a preparar otra linterna. Tras él había lo que parecía una lámina de cristal ahumado; al otro lado se veía a los demás: Loial montaba de nuevo en su caballo; Faile sujetaba bien las riendas; todos sus movimientos eran lentísimos. El tiempo transcurría de forma distinta dentro de los Atajos.

—Faile está enfadada contigo —dijo Gaul una vez que hubo prendido su linterna, que no incrementó mucho la iluminación. La oscuridad se bebía la luz, se la tragaba—. Por lo visto cree que has roto alguna clase de acuerdo. Bain y Chiad… No dejes que te pillen a solas. Tienen pensado darte una lección en nombre de Faile, y no podrás sentarte en ese animal fácilmente si consiguen hacer lo que planean.

—Yo no hice ningún acuerdo, Gaul. Me veo en esta situación por causa de sus manejos. Dentro de poco no nos quedará más remedio que seguir a Loial, como quiere ella, pero mientras tanto tengo intención de ir a la cabeza mientras me sea posible. —Señaló una ancha línea blanca que había bajo los cascos de Brioso. Estaba llena de hoyos y partida, pero se extendía hacia adelante, para desaparecer en la oscuridad a pocos pasos de distancia—. Eso conduce al primer poste guía. Tendremos que esperar allí a que Loial lo lea y decida cuál puente hay que tomar, pero Faile tendrá que seguirnos a nosotros ese trecho.