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—Puente —repitió Gaul, meditabundo—. Conozco esa palabra. ¿Hay agua aquí dentro?

—No. No es exactamente esa clase de puente. Su aspecto es igual, más o menos, pero… Quizá Loial pueda explicártelo.

—¿Seguro que sabes lo que haces, Perrin? —preguntó el Aiel mientras se rascaba la cabeza.

—No —admitió el joven—, pero Faile no tiene por qué enterarse.

Gaul estalló en carcajadas.

—Es divertido ser tan joven, ¿verdad, Perrin?

Con el entrecejo fruncido, sin tener muy claro si el Aiel se reía de él, Perrin taconeó a Brioso y tiró del ronzal del caballo de carga. La luz de la linterna no sería visible a veinte o treinta pasos de distancia. Quería haber desaparecido cuando Faile entrara; que pensara que había decidido marcharse sin ella. Estar preocupada durante unos pocos minutos, hasta que descubriera que los esperaba junto al poste guía, era lo menos que se merecía.

19

El Tajador de olas

Cuando el dorado sol asomaba apenas sobre el horizonte, el carruaje, lacado en negro y conducido por un tiro de cuatro corceles grises, se detuvo en el arranque del muelle, y el cochero, un tipo larguirucho y moreno, vestido con una chaqueta a franjas negras y doradas, bajó del pescante de un salto para abrir la puerta. Ningún emblema adornaba la puerta, naturalmente; los nobles tearianos prestaban ayuda a las Aes Sedai sólo por obligación aunque se lo pidieran con la más efusiva de las sonrisas, y ninguno de ellos deseaba que su nombre o el de su casa se viera ligado a la Torre.

Elayne descendió de buena gana, sin esperar a Nynaeve, y se arregló la capa de viaje, de fino lino azul adecuado para el verano; las calles del Maule tenían surcos de carros y carretas, y los muelles del carruaje no eran muy buenos. La leve brisa que soplaba del Erinin proporcionaba una sensación de frescura después del calor de la Ciudadela. La heredera del trono estaba decidida a no demostrar los efectos del incómodo trayecto, pero cuando estuvo de pie en la calle no pudo menos de frotarse los riñones. «Por lo menos la lluvia de anoche mantiene el polvo reposado», pensó. Tenía la sospecha de que les habían proporcionado un carruaje sin cortinas a propósito.

Al norte y al sur de su posición había más muelles que penetraban en el río como anchos dedos de piedra. El aire olía a cáñamo y brea, a pescado, especias y aceite de oliva, a cosas indecibles pudriéndose en las aguas estancadas entre los muelles, y a unas extrañas frutas alargadas, amarillas y verdes, que había apiladas en grandes montones delante del almacén de piedra que había detrás de ella. A pesar de la hora temprana, hombres con chalecos de cuero sobre los torsos desnudos iban presurosos de aquí para allí, cargando a la espalda enormes bultos o empujando carretillas llenas de barriles o cajas. Ninguno de ellos le dedicó más de una breve y hosca ojeada, y enseguida agachaban los oscuros ojos, con resentimiento, doblados bajo el peso de su carga. La mayoría ni siquiera levantó la cabeza. La entristeció verlo.

Estos nobles tearianos habían tratado mal a su pueblo. Mejor dicho, no se habían ocupado en absoluto de él. En Andor habría recibido alegres sonrisas y una palabra amable de saludo ofrecidas de buen grado por hombres que caminaban erguidos y que eran tan conscientes de su importancia como ella. Aquello casi la hizo lamentar su partida. La habían educado para que algún día dirigiera y gobernara a un pueblo orgulloso, y sentía la imperiosa necesidad de enseñar a estas gentes un poco de dignidad. Pero ésa era tarea de Rand, no suya. «Y, si no lo hace bien, entonces le daré mi opinión. Y sin medias tintas». Al menos había empezado a gobernar siguiendo su consejo. Y tenía que admitir que Rand sabía cómo tratar a su pueblo. Sería interesante ver qué había hecho a su regreso. «Si hay motivo para que vuelva aquí».

Desde donde estaba se veía una docena de barcos, y había más detrás, pero uno de ellos, amarrado al final del muelle en el que se encontraba, con la afilada proa apuntando río arriba, atrajo por completo su atención. El bergantín de los Marinos debía de tener unos treinta metros de eslora, un tercio más largo que el siguiente velero que había a la vista, con tres altos palos en el entrepuente y otro más corto en el castillo de popa. Ya había viajado en barcos, pero no tan grandes, y nunca en uno que fuera a poner rumbo a mar abierto. El mero nombre de los dueños del velero evocaba tierras lejanas y extraños puertos. Los Atha’an Miere. Los Marinos. Los relatos más exóticos siempre se referían a los Marinos, salvo los relacionados con los Aiel.

Nynaeve asomó por la puerta del carruaje atándose al cuello la verde capa de viaje y rezongando entre dientes contra el cochero.

—¡Zarandeándonos como si fuéramos gallinas atrapadas en un vendaval! ¡Sacudidas como alfombras polvorientas! ¿Cómo habéis conseguido pasar sobre todas las rodadas y baches que hay de la Ciudadela aquí, buen hombre? Hace falta una gran destreza para lograr algo así. Lástima que no seáis tan hábil dirigiendo caballos.

El cochero, con un gesto hosco en el rostro alargado, intentó ayudarla a bajar, pero ella lo rechazó. Elayne suspiró y duplicó la cantidad de monedas de plata que estaba sacando de la bolsa.

—Gracias por traernos rápidamente y sin incidentes. —Sonrió mientras apretaba la mano del hombre y dejaba en ella las monedas—. Os dijimos que os dieseis prisa y habéis seguido nuestras instrucciones. El estado de las calles no es culpa vuestra, e hicisteis un trabajo excelente habida cuenta de las malas condiciones.

Sin mirar las monedas, el hombre le hizo una profunda reverencia y le ofreció una mirada agradecida.

—Gracias, mi señora —musitó, y Elayne tuvo la seguridad de que lo decía no sólo por las monedas, sino también por su trato afable. Sabía desde hacía tiempo que una pequeña alabanza y una palabra amable eran tan bien acogidas como el dinero, si no más. Aunque nadie le hacía ascos a éste, por supuesto.

»Que la Luz haga vuestro viaje seguro, mi señora —añadió. Una fugaz mirada de reojo a Nynaeve puso de manifiesto que su deseo no se hacía extensivo a ella. La antigua Zahorí tenía que aprender a ser más comprensiva y considerada con los demás; de verdad que le hacía falta.

Una vez que el cochero hubo bajado todos los bultos del equipaje, hizo que el tiro de caballos diera media vuelta y emprendió el regreso.

—No tendría que haber sido tan desconsiderada con ese hombre, supongo —reconoció Nynaeve—. Nadie habría sido capaz de hacer un recorrido más fácil por esas calles, pero después de estar zarandeándome todo el camino hasta aquí me siento como si hubiera cabalgado una semana seguida.

—No es culpa suya si te duele el… la espalda —comentó Elayne con una sonrisa para quitar hierro a sus palabras, mientras empezaba a recoger sus bultos. Nynaeve soltó una risita irónica.

—Ya lo he admitido antes, ¿no? No querrás que vaya corriendo tras él para pedirle disculpas. Ese puñado de monedas de plata que le diste mitigará cualquier daño moral que haya podido causarle. De verdad, tienes que aprender a ser más cuidadosa con el dinero, Elayne. No disponemos de los recursos del reino de Andor. Una familia entera podría vivir cómodamente durante un mes con lo que das a cualquiera que hace el trabajo por el que se le ha pagado.

La heredera del trono no respondió, pero le asestó una mirada de fría indignación —Nynaeve tenía por costumbre pensar que debían vivir en peores condiciones que los criados a menos que hubiera una razón para no hacerlo, en lugar de ser al contrario, como era lógico— pero la antigua Zahorí no pareció reparar en aquella expresión que siempre ponía firmes a los hombres de la Guardia Real. En cambio, recogió los bultos y bolsas de su equipaje y se volvió hacia el muelle. —Al menos la travesía en este velero no será tan brusca. Eso espero. ¿Embarcamos?

Las dos echaron a andar muelle adelante, abriéndose paso entre los estibadores, los barriles apilados, y las carretillas llenas de mercancías.