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—Nynaeve, los Marinos suelen ser quisquillosos hasta que lo conocen a uno. ¿Te importaría tratar de actuar con un poco más de…?

—¿De qué?

—De tacto, Nynaeve. —Elayne tuvo que dar un brinco cuando alguien escupió delante de ella. No había modo de saber cuál de los hombres lo había hecho, pues al mirar a su alrededor todos ellos tenían gachas las cabezas y se afanaban con su trabajo. Maltratados o no por los Grandes Señores, habría dicho unas cuantas palabras mordaces que el culpable no habría olvidado fácilmente si lo hubiera descubierto—. Podrías intentar ser un poco menos brusca para variar.

—Por supuesto. —Nynaeve empezó a subir la pasarela, cerrada a los lados por pasamanos de cuerda—. Siempre y cuando no me zarandeen más.

Lo primero que pensó Elayne cuando estuvo a bordo fue que la cubierta del bergantín parecía muy estrecha para la longitud del velero; no sabía mucho sobre barcos, a decir verdad, pero le parecía una gigantesca astilla. «Oh, Luz, este trasto va a dar más bandazos que el carruaje, por muy grande que sea». Su segunda reflexión fue para la tripulación. Había oído historias acerca de los Atha’an Miere, pero hasta ahora no había visto a ninguno. En realidad, esos relatos no contaban gran cosa. Era un pueblo muy reservado que guardaba las distancias, casi tan misterioso como el Aiel. Sólo las tierras allende el Yermo podían ser más desconocidas, y lo único que se sabía de ellas era que los Marinos traían marfil y seda de allí.

Estos Atha’an Miere eran de tez oscura, iban descalzos y con el torso desnudo, todos ellos bien afeitados; tenían el cabello liso y negro y las manos tatuadas, y sus gestos traslucían la seguridad de quienes conocen su trabajo lo bastante bien para llevarlo a cabo sin tener que estar pendientes de lo que hacen, pero que ponen los cinco sentidos en realizarlo. Sus movimientos poseían una grácil cadencia, como si, a pesar de estar quieto el barco, siguieran percibiendo el balanceo del mar. Casi todos llevaban collares de oro y plata al cuello, así como pendientes en las orejas, en ocasiones dos o tres en cada una, y algunos con brillantes piedras.

También había mujeres entre la tripulación, tantas como hombres, tirando de los cabos y enrollándolos codo con codo junto a sus compañeros varones, con las manos también tatuadas, vestidas con el mismo tipo de pantalones fruncidos de cierto tipo de tela oscura y engrasada que sujetaban con estrechos fajines de colores y sueltos en el tobillo. Pero ellas llevaban blusas sueltas de vivos colores, rojas, azules y verdes, y lucían tantos o más collares y pendientes que los hombres. Elayne reparó, estupefacta, en que dos o tres de ellas llevaban pendientes incluso a un lado de la nariz.

La gracilidad de sus movimientos superaba la de sus compañeros, y trajo a la mente de Elayne ciertos comentarios que había oído de pequeña escuchando a hurtadillas conversaciones de adultos. Según esas historias, la mujeres Atha’an Miere eran la personificación de la belleza seductora e incitante que colmaba los sueños de todo hombre. En realidad, las mujeres de este barco no eran extraordinariamente hermosas, pero observando sus movimientos Elayne daba crédito a tales historias.

En el alto alcázar de popa había dos mujeres que obviamente no eran tripulantes corrientes. También iban descalzas, y su atuendo era del mismo estilo, pero el de una de ellas era de seda azul con brocados, y el de la otra, de color verde. La mayor de las dos, la de verde, lucía cuatro pendientes pequeños de oro en cada oreja, y otro en el lado izquierdo de la nariz, que relucían con el sol matinal. Una fina cadena, de la que pendía una sarta de diminutos colgantes de oro, unía el minúsculo pendiente de la nariz con uno de la oreja; en otra de las cadenas que llevaba al cuello colgaba una cajita de oro con un labrado tan fino que semejaba un encaje, y de vez en cuando se la llevaba a la nariz para olerla. La otra mujer, la más alta, llevaba sólo seis pendientes en total, y menos medallones, pero la cajita perforada que olisqueaba era una pieza de oro trabajada tan exquisitamente como la de su compañera. Realmente exóticas. Elayne hizo un gesto de dolor sólo de pensar en aquellos pendientes en la nariz. ¡Y en esa cadena!

Algo raro en la cubierta de popa llamaba su atención, pero al principio no supo exactamente qué. Entonces cayó en la cuenta. No había caña de timón. Detrás de las dos mujeres se veía una especie de rueda cuyos radios sobresalían de la circunferencia a guisa de mangos, y estaba atada para evitar que girara; pero no había caña de timón. «¿Cómo guiarán el barco?» Todos los barcos fluviales en los que había viajado la tenían, como también la tenían el resto de las embarcaciones alineadas en los muelles cercanos. Estos Marinos le parecían cada vez más misteriosos.

—Recuerda lo que dijo Moraine —advirtió mientras se aproximaban a la cubierta de popa. Tampoco había sido mucho, ya que ni las Aes Sedai sabían gran cosa sobre los Atha’an Miere. Sin embargo Moraine les había dado a conocer las expresiones correctas, lo que había que decir para demostrar buenos modales—. Y recuerda lo de tener tacto —añadió en un firme susurro.

—Lo recordaré —replicó bruscamente Nynaeve—. Sé tener tacto cuando es preciso.

Elayne confió en que tal cosa fuera cierta. Las dos mujeres Atha’an Miere las esperaban al final de la escalera; mejor dicho, de la escala, se recordó la joven, aunque fuera una escalera. No entendía por qué en los barcos las cosas corrientes tenían que llamarse de forma distinta. Un suelo era un suelo, en un establo o en una posada o en un palacio. ¿Por qué no en un barco? El olor a perfume envolvía a las dos mujeres, un aroma almizclado que provenía de las cajitas de oro. Los tatuajes de sus manos eran estrellas y aves marinas rodeadas de los bucles y volutas de estilizadas olas. Nynaeve hizo una inclinación de cabeza.

—Soy Nynaeve al’Meara, Aes Sedai del Ajah Verde. Busco a la Navegante de este velero, y pasaje en él, si la Luz lo quiere. Ésta es mi compañera y amiga, Elayne Trakand, también Aes Sedai del Ajah Verde. Que la Luz os ilumine a vos y a vuestro barco, y envíe buenos vientos para una singladura veloz.

Aquello era casi exactamente las frases que Moraine les había dicho que utilizaran. No lo de las Aes Sedai del Ajah Verde —Moraine pareció aceptar más resignadamente eso que todo lo demás, y encontrar divertida la elección del Ajah—, pero sí el resto.

La mujer mayor, con algunas hebras grises en el negro cabello y finas arrugas en las comisuras de los grandes ojos castaños, respondió con otra inclinación de cabeza igualmente formal. Aun así, dio la impresión de abarcar de una sola mirada hasta el último detalle de su apariencia, en especial el anillo de la Gran Serpiente que ambas llevaban en la mano derecha.

—Soy Coine din Jubai Vientos Borrascosos, Navegante del Tajador de olas. Ésta es Jorin din Jubai Ala Blanca, mi hermana de sangre y Detectora de Vientos del Tajador. Tal vez haya pasaje, si la Luz lo quiere. Que la Luz os ilumine, y os lleve sanas y salvas a vuestro destino.

Resultaba sorprendente que fueran hermanas. Elayne advirtió el parecido entre ambas, pero Jorin era mucho más joven aparentemente. Deseó que su viaje se llevara a cabo en el Tajador; ambas mujeres mostraban idéntica reserva, aunque Jorin tenía cierto aire que le recordaba a Aviendha. Una idea absurda, por supuesto. Estas mujeres no eran más altas que ella, sus ropas de llamativos colores no podían ser más distintas de las de las mujeres Aiel, y la única arma que llevaban a la vista era el macizo cuchillo metido en el fajín, que a despecho del mango tallado y taraceado con hilos de oro parecía de buena manufactura. De todas formas y a pesar de las diferencias, Elayne no podía remediar percibir cierta similitud entre Jorin y Aviendha.

—Hablemos pues, Navegante, si os parece bien —dijo Nynaeve, siguiendo el guión dado por Moraine—, sobre singladuras y puertos, y del regalo del pasaje. —Los Marinos no cobraban por transportar personas, según Moraine; era un regalo que, casualmente, se cambiaría por otro de igual valor.