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Coine apartó la vista, y después sus ojos fueron hacia tierra, a la Ciudadela y el blanco estandarte que ondeaba en ella.

—Hablaremos en mi camarote, Aes Sedai, si gustáis. —Señaló la escotilla abierta que había detrás de la extraña rueda—. Os doy la bienvenida a mi barco, y que la gracia de la Luz sea con vos hasta que abandonéis su cubierta.

Otra estrecha escalera —escala— descendía hasta una estancia ordenada, más amplia y alta de lo que esperaba Elayne por su experiencia con otros barcos más pequeños; tenía ventanas a todo lo ancho de la popa, y unas lámparas montadas en las paredes con un sistema de balancines. Casi todo parecía haber sido construido dentro de la habitación excepto unos cuantos arcones lacados de diferentes tamaños. La cama era grande y baja, y estaba colocada debajo de las ventanas de popa; en el centro de la habitación había una mesa estrecha, rodeada de sillones.

No había apenas cosas a la vista. Unas cuantas cartas de navegación enrolladas encima de la mesa, unas pocas tallas de marfil que representaban extraños animales sobre las estanterías equipadas con pequeñas barandillas, y media docena de espadas de diversas hechuras, con las hojas desnudas, descansaban sobre ganchos en las paredes. En una viga colgaba sobre la cama un extraño gong de bronce de forma cuadrada, mientras que justo delante de las ventanas, como ocupando un lugar de honor, un yelmo descansaba sobre una cabeza de madera tallada sin rasgos y especialmente para ese propósito; el yelmo parecía la cabeza de un monstruoso insecto, y estaba lacado en rojo y verde, con una fina pluma blanca a cada lado, una de ellas, rota. Elayne reconoció el yelmo.

—Seanchan —farfulló sin pensar lo que decía. Nynaeve le asestó una mirada iracunda, y con razón; habían acordado que sería más convincente y parecería más lógico que ella, al ser la mayor, estuviera al mando y llevara el peso de las conversaciones. Coine y Jorin intercambiaron una mirada indescifrable.

—¿Los conocéis? —dijo la Navegante—. Por supuesto. Es de esperar que las Aes Sedai sepan estas cosas. En esta zona tan oriental nos llegan montones de historias, de las cuales la que se aproxima más a la verdad sólo es cierta a medias.

Elayne sabía que tendría que dejar las cosas así, pero la curiosidad pudo más que ella.

—¿Puedo preguntaros cómo conseguisteis el yelmo?

—El Tajador tuvo un encuentro con un navío seanchan el año pasado —respondió Coine—. Querían apresarlo, pero no estaba dispuesta a rendirlo. —Se encogió levemente de hombros—. Guardo el yelmo para no olvidar el episodio. El mar se llevó a los seanchan, la Luz se apiade de todos los que navegan. Jamás me volveré a acercar a un barco de velas con varillaje.

—Tuvisteis suerte —intervino Nynaeve secamente—. Los seanchan mantienen cautivas a mujeres capaces de encauzar y las utilizan como armas. Si hubieran llevado a una en ese barco, todavía estaríais lamentando haberlo visto.

Elayne le hizo un gesto de advertencia, pero ya era demasiado tarde. No había modo de saber si el tono de Nynaeve había ofendido a las mujeres del pueblo de los Marinos. La pareja mantuvo el mismo gesto impasible, pero la heredera del trono se estaba dando cuenta de que no eran de las que dejaban que las emociones se reflejaran en sus rostros, y menos delante de gente extraña.

—Hablemos del pasaje —dijo Coine—. Si así lo quiere la Luz, quizá podamos hacer escala en el puerto al que deseáis ir. Todo es posible, por la gracia de la Luz. Sentémonos.

Las sillas que rodeaban la mesa no se desplazaban; tanto éstas como la mesa estaban sujetas al suelo. En lugar de ello, los brazos se abrían como puertas y encajaban en su sitio una vez que se había tomado asiento. Tales arreglos parecían confirmar los peores temores de Elayne respecto a cabeceos y sacudidas. Ella lo aguantaba bien, pero el excesivo movimiento de un barco fluvial le revolvía el estómago a Nynaeve. En el océano tenía que ser mucho peor que en un río, por fuerte que soplara el viento, y el mal genio de la antigua Zahorí empeoraba en proporción al malestar de su estómago. Nynaeve mareada e iracunda: pocas cosas eran más temibles, según la experiencia de Elayne.

Las dos tomaron asiento a un lado de la mesa, mientras que la Navegante y la Detectora de Vientos lo hicieron a los extremos. Al principio le pareció extraño, hasta que cayó en la cuenta de que su amiga y ella tendrían que mirar a la que estuviera hablando, de manera que la otra podría observarlas sin reparo. «¿Actuarán así siempre con el pasaje o lo hacen porque somos Aes Sedai? Es decir, porque creen que lo somos». Era una advertencia de que las cosas no serían tan sencillas con esta gente como habían esperado. Confiaba en que Nynaeve se hubiera dado cuenta de ello.

Elayne no había visto que se diera la orden, pero una esbelta joven, con sólo un pendiente en cada oreja, apareció con una bandeja en la que traía una tetera de bronce y tazas grandes sin asa, no de la fina porcelana de los Marinos como habría podido pensarse, sino de burda loza. Más difícil de que se rompieran con los balanceos de una mar picada, fue la desoladora conclusión a la que llegó. Sin embargo su atención se centró en la joven, y faltó poco para que diera un respingo. Iba desnuda de cintura para arriba, como los hombres de la tripulación. Elayne disimuló la sorpresa bastante bien, pero Nynaeve aspiró aire por la nariz ruidosamente.

La Navegante esperó hasta que la muchacha hubo servido el té, tan fuerte que tenía un color casi negro, antes de hablar:

—¿Hemos salido a la mar, Dorele, sin que me haya percatado? ¿No hay tierra a la vista?

La joven se puso colorada hasta la raíz del cabello.

—La hay, Navegante —musitó, desolada.

—Bien. Hasta que no haya tierra a la vista y se haya dejado de ver durante un día completo, trabajarás limpiando las sentinas, donde la ropa es un estorbo. Puedes marcharte.

—Sí, Navegante —respondió la muchacha, más afligida. Se volvió y desató el fajín rojo abatidamente mientras salía por la puerta, al otro lado del camarote.

—Si os place, compartid con nosotras este té —ofreció Coine. Dio un sorbo de su taza y siguió bebiendo mientras Elayne y Nynaeve probaban la infusión—. Os pido que disculpéis cualquier ofensa, Aes Sedai. Ésta es la primera singladura de Dorele fuera de las islas. Los jóvenes olvidan a menudo las costumbres de los confinados en tierra. La castigaré con más dureza si os ha ofendido.

—No es necesario —se apresuró a decir Elayne, aprovechando la excusa para dejar la taza en la mesa. El té era aún más fuerte de lo que apuntaba su aspecto, estaba muy caliente, y nada endulzaba su amargor—. De verdad, no nos hemos ofendido. Hay costumbres distintas en pueblos distintos. —«Quiera la Luz que no tengan muchas tan diferentes como ésa. ¿Y si van desnudos del todo cuando salen a alta mar? ¡Luz!»—. Sólo un necio se ofende por costumbres que difieren de las suyas.

Nynaeve le lanzó una mirada penetrante, lo bastante suave para encajar con las Aes Sedai que pretendían ser, y tomó un buen sorbo de té.

—Por favor, olvidaos de ello —fue cuanto dijo. Difícil discernir si hablaba con Elayne o con las mujeres de los Marinos.

—Entonces hablemos del pasaje, si os parece bien —propuso Coine—. ¿A qué puerto deseáis ir?

—A Tanchico —repuso Nynaeve en un tono un poco más enérgico de lo normal—. Sé que es posible que no tengáis pensado navegar hacia allí, pero necesitamos ir rápidamente, tan rápidamente como sólo puede hacerlo un bergantín, y sin escalas, si es posible. Os ofrezco este pequeño presente por las molestias. —Sacó un papel de la bolsa del cinturón, lo desdobló sobre la mesa y lo empujó hacia la Navegante.

Moraine se lo había dado, y otro igual a éste; eran «cartas de valores». Cada una de ellas permitía al portador obtener de banqueros y prestamistas de varias ciudades hasta tres mil coronas de oro, si bien era más que probable que ninguno de esos hombres y mujeres supieran que era dinero de la Torre Blanca lo que guardaban en depósito. Elayne había mirado con ojos desorbitados la suma escrita, mientras que Nynaeve se quedó boquiabierta, pero Moraine les dijo que quizá fuera necesaria para convencer a la Navegante de que renunciara a hacer las escalas previstas.