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Coine tocó con un dedo la carta de valores y la leyó.

—Una considerable suma para regalo de pasaje —musitó—, aun considerando que me pedís que altere mis planes de navegación. Ahora estoy mucho más sorprendida que antes. Sabéis que rara vez llevamos pasajeras Aes Sedai. Muy rara vez. De todos los que piden pasaje, sólo se le puede negar a una Aes Sedai, cosa que ocurre casi siempre, como ha ocurrido desde el primer día de la primera singladura. Las Aes Sedai lo saben, de modo que casi nunca lo piden. —Miraba su taza, no a ellas, pero Elayne echó una rápida ojeada al otro lado y pilló a la Detectora de Vientos estudiando sus manos extendidas sobre la mesa. No. Lo que examinaba eran sus anillos.

Moraine no les había comentado nada de esto. Había dicho que el bergantín era el velero más rápido que había en los muelles, y las animó a que embarcaran en él. Además, les había dado estas cartas de valores con las que, seguramente, tendrían de sobra para comprar una flota de barcos como éste. Bueno, por lo menos, varios barcos. «¿Lo hizo porque sabía que necesitaríamos esa cantidad para convencerlas de que nos llevaran?» Pero ¿por qué se había guardado esa información? Qué pregunta tan estúpida; Moraine siempre tenía secretos. Sin embargo, ¿para qué hacerles perder tiempo?

—¿Queréis decir que nos negáis el pasaje? —Nynaeve había dejado a un lado el tacto para dar paso a la franqueza—. Si no lleváis Aes Sedai, ¿por qué nos hicisteis bajar aquí? ¿Por qué no decírnoslo arriba y no perder tiempo?

La Navegante soltó uno de los brazos de su silla, se puso de pie y se acercó a las ventanas de popa para contemplar la Ciudadela. Los pendientes y los colgantes que cruzaban sobre su mejilla izquierda relucieron con la luz del sol saliente.

—Puede encauzar el Poder, según me han contado, y ha tomado la Espada que no Puede Tocarse. Los Aiel han cruzado la Pared del Dragón acudiendo a su llamada; he visto a varios de ellos por las calles, y se dice que llenan la fortaleza. La Ciudadela de Tear ha caído, y la guerra se extiende por las naciones del mundo. Los que antaño mandaron han vuelto, y se los ha rechazado por primera vez. La Profecía se está cumpliendo.

Nynaeve parecía tan desconcertada como se sentía la propia Elayne por este brusco cambio de tema.

—¿Las Profecías del Dragón, queréis decir? —preguntó la heredera del trono pasado un instante—. Sí, se están cumpliendo. Él es el Dragón Renacido, Navegante. —«Es un obstinado que oculta sus sentimientos tan profundamente que soy incapaz de encontrarlos, ¡eso es, ni más ni menos!»

—Las Profecías del Dragón, no, Aes Sedai. —Coine se volvió—. La Profecía Jendai, la profecía del Coramoor. No aquel que vosotros esperáis y teméis, sino el que nosotros buscamos, el heraldo de una nueva Era. Al ocurrir el Desmembramiento del Mundo nuestros antepasados huyeron buscando la seguridad del mar mientras que la tierra firme se sacudía y se rompía como hacen las olas en una tormenta. Se cuenta que no sabían nada de los barcos que cogieron para huir, pero la Luz estaba con ellos, y sobrevivieron. No volvieron a ver tierra hasta que cesó el cataclismo, y, para entonces, mucho había cambiado. Todo, el mundo entero, iba a la deriva al agua y a los vientos. Fue en los años siguientes cuando se dio a conocer la Profecía Jendai. Debemos errar por las aguas hasta que el Coramoor regrese, y servirlo a su llegada.

»Estamos estrechamente vinculados al mar; el agua salada corre por nuestras venas. La mayoría de nosotros no pone pie en tierra firme excepto para esperar otro barco, otra singladura. Hombres hechos y derechos rompen a llorar cuando tienen que prestar servicios en tierra. Las mujeres embarazadas que están en tierra suben a un barco para dar a luz, a un bote de remos si no disponen de otra embarcación, porque debemos nacer en el mar, como también hemos de morir en él y ser entregados a él cuando expiramos.

»La Profecía se está cumpliendo. Él es el Coramoor. Lo sirven Aes Sedai. Vosotras sois la prueba, el que estéis en esta ciudad. Eso también se dice en la Profecía: La Torre Blanca se romperá por su nombre, y las Aes Sedai se arrodillarán para lavar sus pies y secarlos con sus cabellos.

—Os aguarda una larga espera si confiáis en verme a mí lavándole los pies a ningún hombre —replicó secamente Nynaeve—. ¿Qué tiene esto que ver con nuestro pasaje? ¿Pensáis llevarnos o no?

Elayne se encogió, pero la Navegante se limitó a responder con otra pregunta igualmente directa:

—¿Por qué queréis ir a Tanchico? En la actualidad es un puerto de escala muy desagradable. Atraqué allí el invierno pasado. Un enjambre de costeños asaltó mi barco pidiendo pasaje para salir de allí, a cualquier parte. No les importaba dónde mientras fuera lejos de Tanchico. Dudo mucho que las condiciones hayan mejorado a estas alturas.

—¿Siempre hacéis este interrogatorio a vuestros pasajeros? —replicó Nynaeve—. Os he ofrecido suficiente dinero para comprar un pueblo. ¡Dos pueblos! Pero si queréis más, fijad vuestro precio.

—Precio, no —siseó Elayne a su oído—. ¡Regalo!

Si Coine estaba ofendida, o si la había oído siquiera, no dio señales de ello.

—¿Por qué? —repitió.

Nynaeve apretó con fuerza la punta de la coleta, pero Elayne le puso la mano en el brazo. Tenían planeado actuar con reserva y soslayar temas comprometedores, pero las cosas que habían descubierto desde que se habían sentado a la mesa justificaban el cambio de cualquier plan. Había un tiempo para los secretos y un tiempo para la verdad.

—Perseguimos al Ajah Negro, Navegante. Sospechamos que algunas de ellas están en Tanchico. —Sostuvo la mirada furiosa de Nynaeve sin alterarse—. Hemos de encontrarlas o, en caso contrario, podrían hacer daño al Dragón Renacido. Al Coramoor.

—¡Que la Luz nos lleve a salvo a puerto! —exclamó la Detectora de Vientos. Eran las primeras palabras que pronunciaba, y Elayne la miró sorprendida. Jorin tenía el entrecejo fruncido y no miraba a nadie, pero se dirigió a la Navegante—. Podemos llevarlas, hermana. Debemos hacerlo.

Coine asintió en silencio. Elayne intercambió una mirada con Nynaeve y vio reflejadas en los ojos de su amiga las mismas cuestiones que se estaba planteando ella: ¿Por qué era la Detectora de Vientos quien decidía? ¿Por qué no la Navegante? Ella era la capitana del barco, fuera cual fuera el término que utilizaran. Por lo menos iban a conseguir pasaje, después de todo. «¿Por cuánto? —se preguntó la heredera del trono—. ¿A qué montante llegará el regalo? Ojalá Nynaeve no hubiera descubierto que disponemos de más de lo que ponía en aquella carta de valores. ¡Y luego es ella la que me acusa de tirar el dinero!»

La puerta se abrió y un hombre canoso, fuerte de hombros, vestido con un amplio pantalón de seda verde sujeto con un fajín, entró en el camarote revolviendo un fajo de papeles. Tenía decorada cada oreja con cuatro pendientes, y de su cuello colgaban tres pesadas cadenas de oro, entre ellas la que llevaba una cajita de perfume. La cicatriz fruncida que le marcaba una mejilla de arriba abajo y los dos cuchillos curvos metidos en el fajín le daban un aire un tanto peligroso. Se iba ajustando sobre las orejas un extraño armazón hecho con un alambre grueso que sujetaba unas lentes delante de sus ojos. Los Marinos manufacturaban los mejores catalejos, lentes para prender fuego, lupas y cosas por el estilo en algún lugar de sus islas, pero Elayne nunca había visto un artilugio como éste. El hombre miró los papeles a través de aquellas lentes y empezó a hablar sin haber levantado la vista una sola vez.