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El ruido de las metálicas del London, que Roberto y el resto del personal volvían a levantar, le llegó a López como un acorde final, un cierre de algo que definitivamente quedaba atrás. Medrano, a su lado, encendía otro cigarrillo y miraba las ilegibles pizarras de La Prensa. Entonces sonó una bocina y el autor arrancó muy despacio. En el acongojado grupo del Pelusa se opinaba que las despedidas son siempre dolorosas porque unos se van pero otros se quedan, pero que mientras hubiera salud, a lo que se hacía observar que los viajes son siempre la misma cosa, la alegría de unos y la pena de los demás, porque están los que se van pero hay que pensar también en los que se quedan. El mundo está mal organizado, siempre es igual, para unos todo y para otros nada.

– ¿Qué le pareció el discurso del inspector? -preguntó Medrano.

– Bueno, pasó algo que me pasa muchas veces -dijo López-. Mientras el tipo daba las explicaciones me parecieron inobjetables, y llegué a sentirme perfectamente cómodo en esta situación. Ahora ya no me parecen tan convincentes.

– Hay una especie de lujo de detalles que me divierte -dijo Medrano-. Hubiera sido mucho más sencillo citarnos en la aduana o en el muelle, ¿no le parece? Pero se diría que eso priva de un secreto placer a alguien que a lo mejor está mirándonos desde una de esas oficinas de la Municipalidad. Como ciertas partidas de ajedrez, en las que por puro lujo se complican los movimientos.

– A veces -dijo López- se los complica para enmascararlos. En todo esto hay como un fracaso escondido un poco como si estuvieran a punto de escamotearnos el viaje, o realmente no supieran qué hacer con nosotros.

– Sería una lástima -dijo Medrano, acordándose de Bettina-. No me gustaría nada quedarme de a pie a último momento.

Por el bajo, donde era ya de noche, se iban acercando a la dársena norte. El inspector tomó un micrófono y se dirigió a los pasajeros con el aire de un cicerone de Cook. Raúl y Paula, sentados adelante, notaron que el chófer conducía muy despacio para dar tiempo a que el inspector se explayara.

– Te habrás fijado en algunos compañeros -dijo Raúl al oído de Paula-. El país está bastante bien representado. La sugerencia y la decadencia en sus formas más conspicuas… Me pregunto qué diablos hacemos aquí.

– Yo creo que me voy a divertir -dijo Paula-. Oí esas explicaciones que está dando nuestro Virgilio. La palabra «dificultades» aparece a cada momento.

– Por diez pesos que costaba el número -dijo Raúl- no creo que se puedan pretender facilidades. ¿Qué me decís de la madre con el niño? Me gusta su cara, tiene algo fino en los pómulos y la boca.

– El más memorable es el inválido. Tiene algo de garrapata.

– El chico que viaja con la familia, ¿qué te parece?

– En todo caso, la familia que viaja con el chico.

– La familia es más borrosa que él -dijo Raúl.

– Todo es según el color del cristal con que se mira -recitó Paula.

El inspector hacía-especial-hincapié en la necesidad de conservar en todo trance la ecuanimidad-que-caracteriza-a las-personas cultas, y no alterarse por pequeños detalles y dificultades («y dificultades») de organización.

– Pero si todo está muy bien -dijo el doctor Restelli a Persio-. Todo muy correcto, ¿no le parece?

– Ligeramente confuso, diría yo por decir algo.

– No, nada de eso. Supongo que las autoridades habrán tenido sus razones para organizar las cosas tal como lo han hecho. Personalmente yo hubiera cambiado algunos detalles, no se lo ocúltale, y sobre todo la lista definitiva de pasajeros teniendo en cuenta que no todas las personas presentes están verdaderamente a la altura de las demás. Hay un jovencito, lo verá usted en uno de los asientos del otro lado…

– Todavía no nos conocemos -dijo Persio-. A lo mejor no nos conoceremos nunca.

– Usted puede ser que no los conozca, señor. Por mi parte, mis funciones docentes…

– Bueno -dijo Persio, con un majestuoso movimiento de la mano-. En los naufragios los peores malandras suelen resultar fenomenales. Vea lo que pasó cuando lo del Andrea Doria.

– No recuerdo -dijo el doctor Restelli, un tanto amoscado.

– Se dio el caso de un monje que salvó a un marinero. Ya ve que nunca se puede saber. ¿No le parece bastante afligente lo que ha dicho el inspector?

– Todavía está hablando. Quizá deberíamos atender.

– Lo malo es que repite siempre la misma cosa -dijo Persio-. Y ya estamos por entrar en los muelles.

A Jorge le interesaba de golpe el destino de su pelota de goma y del balero con chinches doradas. ^En qué valija los habían guardado? ¿Y ¡a novela de Davy Crockett?

– Encontraremos todo en la cabina -dijo Claudia.

– Qué lindo, una cabina para los dos. ¿Vos te mareas, mamá?

– No. Casi nadie se va a marear, salvo Persio, me temo, y también algunas de esas señoras y señoritas de la mesa donde cantaban tangos. Es fatal, sabés.

Felipe Trejo barajaba una lista imaginaria de escalas («a menos que inconvenientes insalvables obliguen a modificaciones de última hora», estaba diciendo el inspector). El señor y la señora de Trejo miraban hacia la calle, siguiendo cada farol de alumbrado como si no fueran a verlos más, como si la pérdida les resultara abrumadora.

– Siempre es triste irse de la patria -dijo el señor Trejo.

– ¿Qué tiene? -dijo la Beba -. Total volvemos.

– Eso, querida -dijo la señora de Trejo-. Siempre se vuelve al rincón donde empezó la existencia, como dicen en esa poesía.

Felipe elegía nombres como si fueran frutas, los daba vuelta en la boca, los apretaba poco a poco: Río, Dakar, Ciudad del Cabo, Yokohamá. «Nadie de la barra va a ver tantas cosas juntas -pensó-. Les voy a mandar postales con vistas…» Cerró los ojos, se estiró en el asiento. El inspector aludía a la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones.

– Debo señalar a ustedes la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones -dijo el inspector-. La Dirección ha cuidado todos los detalles, pero las dificultades de último momento obligarán quizá a modificar ciertos aspectos del viaje.

El cloqueo por completo inesperado de don Galo Porrino se alzó en el doble silencio de la pausa del inspector y un punto muerto del autocar:

– ¿En qué barco nos embarcamos? Porque eso de no saber en qué barco nos embarcamos…

XIII

«Esa es la pregunta -pensó Paula-. Exactamente la triste pregunta que puede estropear el juego. Ahora contestarán. "En el…"»

– Señor Porrino -dijo el inspector- el barco constituye precisamente una de las dificultades técnicas a que venía aludiendo. Hace una hora, cuando tuve el placer de reunirme con ustedes, la Dirección acababa de tomar un acuerdo al respecto, pero en el ínterin pueden haberse producido derivaciones insospechadas, de resultas de las cuales se modifique la situación. Creo, pues, más oportuno que esperemos unos pocos minutos, y así saldremos definitivamente de dudas.

– Cabina individual -dijo secamente don Galo-, con baño privado. Es lo convenido.

– Convenido -dijo amablemente el inspector- no es precisamente el término, pero no creo, señor Porrino, que se planteen dificultades en ese sentido.

«No es como un sueño, sería demasiado fácil -pensó Paula-. Raúl diría que es más bien como un dibujo, un dibujo…»