– ¿Un dibujo cómo? -preguntó.
– ¿Cómo un dibujo cómo? -dijo Raúl.
– Vos dirías que todo esto es más bien como un dibujo…
– Anamórfico, burra. Sí, es un poco eso. De modo que ni siquiera se sabe en qué buque nos meten.
Se echaron a reír porque a ninguno de los dos les importaba. No era el caso del doctor Restelli, conmovido por primera vez en sus convicciones sobre el orden estatal. A López y a Medrano la intervención de don Galo les había dado ganas de fumarse otro Fontanares. También ellos se divertían enormemente.
– Parece el tren fantasma -dijo Jorge, que comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo-. Te metes adentro y pasan toda clase de cosas, te anda una araña peluda por la cara, hay esqueletos que bailan…
– Vivimos quejándonos de que nunca ocurre nada interesante -dijo Claudia-. Pero cuando ocurre (y sólo una cosa así puede ser interesante) la mayoría se inquieta. No sé lo que piensan ustedes, por mi parte los trenes fantasmas me divierten mucho más que el Ferrocarril General Roca.
– Por supuesto -dijo Medrano-. En el fondo lo que inquieta a don Galo y a unos cuantos más es que estamos viviendo una especie de suspensión del futuro. Por eso están preocupados y preguntan el nombre del barco. ¿Qué quiere decir el nombre? Una garantía para eso que todavía se llama mañana, ese monstruo con la cara tapada que se niega a dejarse ver y dominar.
– Entre tanto -dijo López- empiezan a dibujarse poco a poco las siluetas ominosas de un barquito de guerra y un carguero de colores claros. Probablemente sueco, como todos los barcos con la cara Ifmpia.
– Está bien hablar de suspensión del futuro -dijo Claudia-. Pero esto es también una aventura, muy vulgar pero siempre una aventura, y en ese caso el futuro se convierte en el valor más importante. Si este momento tiene un sabor especial para nosotros se debe a que el futuro le sirve de condimento, y perdónenme la metáfora culinaria.
– Lo que pasa es que no a todos les gustan las salsas picantes -dijo Medrano-. Quizá haya dos maneras radicalmente opuestas de intensificar la sensación de presente. En este caso la Dirección opta por suprimir toda referencia concreta al futuro, fabrica un misterio negativo. Los previsores se asustan, claro. A mí en cambio se me hace más agudo este presente absurdo, lo saboreo minuto a minuto.
– Yo también -dijo Claudia-. En parte porque no creo que haya futuro. Lo que nos ocultan no es nada más que las causas del presente. A lo mejor ellos mismos no saben cuánta magia nos traen con sus burocráticos misterios.
– Por supuesto que no lo saben -dijo López-. Magia, vamos… Lo que debe haber es un lío fenomenal de intereses y de expedientes y de jerarquías, como siempre.
– No importa -dijo Claudia-. Mientras nos sirva para divertirnos como esta noche.
El autocar se había detenido junto a uno de los galpones de la Aduana. El puerto estaba a oscuras, ya que no podía considerarse como luz la de uno que otro farol, y los cigarrillos de los oficiales de policía que esperaban junto a un portón entornado. Las cosas se perdían en la sombra unos pocos metros más allá, y el olor espeso del puerto en verano se aplastó en la cara de los que empezaban a bajar, disimulando la perplejidad o el regocijo. Ya don Galo se instalaba en su silla, el chófer la hacía rodar hacia el portón donde el inspector encaminaba al grupo. No era por casualidad, pensó Raúl, que todos marchaban formando un grupo compacto. Había como una falta de garantías en quedarse atrás.
Uno de los oficiales se adelantó, cortés.
– Buenas noches, señores.
El inspector sacaba unas tarjetas del bolsillo y las entregaba a otro oficial. Brilló una linterna eléctrica, coincidiendo con un lejano toque de bocina y la tos de alguien a quien no se alcanzaba a ver.
– Por aquí, si se molestan -dijo el oficial.
La linterna empezó a arrastrar un ojo amarillo por el piso de cemento lleno de briznas de paja, sunchos rotos, y uno que otro papel arrugado. Las pocas voces que hablaban crecieron de golpe reverberando en el enorme galpón vacío. El ojo amarillo contorneó el largo banco de la aduana y se detuvo para mostrar el paso a los que se acercaban cautelosos. Se oyó la voz del Pelusa que decía: «Qué espamento que hacen, decime si no parece una de Boris Karloff.» Cuando Felipe Trejo encendió un cigarrillo (su madre Jo contemplaba estupefacta al verlo fumar en su presencia por primera vez) la luz del fósforo hizo bambolearse por un segundo toda la escena, la procesión insegura que se encaminaba hacia el portón del fondo donde apenas se recortaba la oscura luz de la noche. Colgada del brazo de Lucio, Nora cerró los ojos y no quiso abrirlos hasta que estuvieron del otro lado, bajo un cielo sin estrellas pero donde el aire olía a abierto. Fueron los primeros en ver el buque, y cuando Nora excitada se volvía para avisar a los otros, los policías y el inspector rodearon el grupo, se apagó la linterna y en su lugar quedó el débil resplandor de un farol que iluminaba el nacimiento de una planchada de madera. Las palmadas del inspector sonaron secamente, y del fondo del galpón vinieron otfas palmadas más secas y mecánicas, como una burla temerosa.
– Les agradezco mucho su espíritu de cooperación -dijo el inspector-, y sólo me resta desearles un agradable crucero. Los oficiales del buque se harán cargo de ustedes en el puente y los acompañarán a sus respectivas cabinas. El barco saldrá dentro de una hora.
A Medrano le pareció de golpe que la pasividad y la ironía ya habían durado bastante, y se destacó del grupo. Como siempre en esos casos, le daban ganas de reírse, pero se contuvo. También como siempre, sentía el sordo placer de contemplarse a sí mismo en el momento en que iba a intervenir en cualquier cosa.
– Dígame, inspector, ¿se sabe cómo se llama este barco?
El inspector inclinó deferentemente la cabeza. Tenía una tonsura que aun en la penumbra le recortaba claramente la coronilla.
– Sí, señor -dijo-. El oficial acaba de informarme, pues le telefonearon desde el centro para que nos trajera hasta aquí. El barco se llama Malcolm, y pertenece a la Magenta Star.
– Un carguero, por la línea -dijo López.
– Barco mixto, señor. Los mejores, créame. Un ambiente perfectamente preparado para recibir a un grupo reducido de pasajeros selectos, como es precisamente el caso. Yo tengo mi experiencia en esto, aunque haya pasado la mayor parte de mi carrera en las dependencias impositivas.
– Estarán perfectamente -dijo un oficial de policía-. He subido a bordo y les puedo asegurar. Hubo la huelga de tripulantes, pero ya todo se va arreglando. Ustedes saben lo que es el comunismo, vuelta a vuelta el personal se insubordina, pero por suerte estamos en un país donde hay orden y autoridad, créame. Por más gringos que sean acaban por comprender y se dejan de macanas.
– Suban, señores, por favor -dijo el inspector, haciéndose a un lado-. He tenido el mayor gusto en conocerlos, y lamento no tener la suerte de poder acompañarlos.
Soltó una risita que a Medrano le pareció forzada. El grupo se apelotonó al pie de la planchada, algunos saludaion al inspector y a los oficiales, y el Pelusa volvió a ayudar al transporte de don Galo que daba la impresión de haberse adormecido. Las señoras se tomaron angustiadas del pasamanos, el resto subió rápidamente y sin hablar. Cuando a Raúl se le ocurrió mirar hacia atrás (llegaba ya al sollado vio en la sombra al inspector y a los oficiales que hablaban en voz baja. Todo en sordina, como siempre, la luz, las voces, los galpones, hasta el chapoteo del río contra el casco y el muelle. Y tampoco había mucha luz en el puente del Malcolm.
C
Ahora Persio una vez más va a pensar, va a esgrimir el pensamiento como un gladio corto y seco, apuntándolo contra la sorda conmoción que llega hasta la cabina como una lucha sobre incontables pedazos de fieltro, una cabalgata en un bosque de alcornoques. Imposible saber en qué momento la enorma langosta ha empezado a mover la biela mayor, el volante donde la velocidad dormida días y días se endereza irritada, frotándose los ojos, y repasa sus alas, su cola, sus ramas de ataque contra el aire y el mar, su sirena bronca, su bitácora rutinaria y voluble. Sin salir de la cabina Persio ya sabe cómo es el barco, se sitúa en ese momento azimutal en que dos remolcadores sucios y empecinados van a atraer metro a metro la gran madre de cobre y hierro, despegándola de su tangente de piedra costanera, arrancándola a la imantación del dique. Abriendo vagamente una valija negra, admirando el armario donde todo cabe tan bien, los vasos de cristal tallado sujetos atinadamente a la pared, la mesa de escribir con su cartapacio de cuero de color claro, se siente como el corazón del barco, el cogollo donde los latidos progresivamente acelerados llegan con una última, aminorada oscilación. Tiende Persio a ver el barco como si estuviera instalado en el puente de mando, en la ventanilla central desde donde, ya capitán, domina la proa, los mástiles de vanguardia, la curva tajante que despierta las efímeras espumas. Curiosamente la visión de la proa se le ofrece con la misma innaturalidad que si descolgara una pintura y, sosteniéndola horizontalmente en las palmas de las manos, viera alejarse del primer plano las líneas y los volúmenes de la parte superior, cambiar todas las relaciones pensadas verticalmente por el artífice, organizarse otro orden igualmente posible y aceptable. Lo que más ve Persio desde el puente de mando (pero está en su cabina, es como si soñara o solamente contemplara el puente de mando en una pantalla de radar, equivale a una oscuridad verdosa con luces amarillentas a babor y a estribor, con un farol blanco en lo que podría ser un fantasma de bauprés (no puede ser que el Malcolm, ese carguero modernísimo, orgullo de la Magenta Star, tenga un bauprés). Desde la ventanilla de grueso cristal violáceo que lo protege del viento fluvial (¡todo será barro alrededor, todo será Río de la Plata, vaya nombre, con bagres y acaso dorados, dorados en la plata del rio de la Plata, incoherencia de enzarces, pésima joyería!) Persio empieza a entender la forma de la proa y la cubierta, la ve cada vez mejor y le recuerda alguna cosa, por ejemplo un cuadro cubista pero, naturalmente, acostada la tela sobre las palmas de las manos, mirando lo de abajo como si fuese lo de adelante y lo de arriba como si fuese lo de atrás. Así es que Persio ve formas irregulares a babor y a estribor, más allá vagas sombras quizás azuladas como en el guitarrero de Picasso, y en el centro del puente dos palos que sostienen que en su recuerdo del cuadro son más bien dos círculos, uno nejgro y otro verde claro con rayas negras que es la boca de la guitarra, como si en el cuadro se pudieran plantar dos palos teniéndolo acostado sobre la mano, y hacer de él una proa de barco, el Malcolm a la salida de Buenos Aires, algo que oscila en una especie de sartén fluvial aceitosa, y por momentos cruje.