– Lo cual me hace dudar desde ya del fracaso.
– Oh, probablemente porque es la única razón de que yo haga todavía cosas tales como comprar una rifa y ganarla. Vale la pena estar viva por Jorge. Por él y por unas pocas cosas más. Ciertas músicas a las que se vuelve, ciertos libros… Todo el resto está podrido y enterrado.
Medrano miró atentamente su cigarrillo.
– Yo no sé gran cosa de la vida conyugal -dijo-, pero en su caso no parece demasiado satisfactoria.
– Me divorcié hace dos años -dijo Claudia-. Por razones tan numerosas como poco fundamentales. Ni adulterio, ni crueldad mental, ni alcoholismo. Mi ex marido se llama León Lewbaum, el nombre le dirá alguna cosa.
– Cancerólogo o neurólogo, creo.
– Neurólogo. Me divorcié de él antes de tener que ingresar en su lista de pacientes. Es un hombre extraordinario, puedo decirlo con jnás seguridad que nunca ahora que pienso en él de una manera que podríamos llamar postuma. Me refiero a mí misma, a esto que va quedando de mí y que no es mucho.
– Y sin embargo se divorció de él.
– Sí, me divorcié de él, quizá para salvar lo que todavía me quedaba de identidad. Sabe usted, un día empecé a descubrir que me gustaba salir a la hora en que él entraba, leer a Eliot cuando él decidía ir a un concierto, jugar con Jorge en vez de…
– Ah -dijo Medrano, mirándola-. Y usted se quedó con Jorge.
– Sí, todo se arregló perfectamente. León nos visita cada tantos días y Jorge lo quiere a su manera. Yo vivo a mi gus"to y aquí estoy.
– Pero usted habló de fracaso.
– ¿Fracaso? En realidad el fracaso fue casarme con León. Eso no se arregla divorciándose, ni siquiera teniendo un hijo como Jorge. Es anterior a todo, es el absurdo que me inició en esta vida.
– ¿Por qué, si no es demasiado preguntar?
– Oh, la pregunta, no es nueva, yo misma me la repito desde que empecé a conocerme un poco. Dispongo de una serie de respuestas: para los días de sol, para las noches de tormenta… Una surtida colección de máscaras y detrás, creo, un agujero negro.
– Si bebiéramos otro coñac -dijo Medrano, llamando al barman-. Es curioso, tengo la impresión de que la institución del matrimonio no tiene ningún representante entre nosotros. López y yo solteros, creo que Costa también, el doctor Restelli viudo, hay una o dos chicas casaderas… ¡Ah, don Galo! Pero vaya a saber cuál es el estado civil de don Galo, ¿ Usted se llama Claudia, verdad? Yo soy Gabriel Medrano, y mi biografía carece de todo interés. A su salud y a la de Jorge.
– Salud, Medrano, y hablemos de usted.
– ¿Por interés, por cortesía? Discúlpeme, uno dice cosas que son meros reflejos condicionados. Pero la vcy a decepcionar, empezando porque soy dentista y luego porque me paso la vida sin hacer nada útil, cultivando unos pocos amigos, admirando a unas pocas mujeres, y levantando con eso un castillo de naipes que se me derrumba cada dos por tres. Plaf, todo al suelo. Pero recomienzo, sabe usted, recomienzo.
La miró y se echó a reír.
– Me gusta hablar con usted -dijo-. Madre de Jorge, el leoncito.
– Decimos grandes pavadas los dos -dijo Claudia y se rio a su vez-. Siempre las máscaras, claro.
– Oh, las máscaras. Uno tiende siempre a pensar en el rostro que esconden, pero en realidad lo que cuenta es la máscara, que sea ésa y no otra. Dime qué máscara usas y te diré qué cara tienes.
– La última -dijo Claudia- se llama Mdlcolm, y creo que la compartimos unos cuantos. Escuche, quiero que conozca a Persio. ¿Podríamos mandarlo buscar a su camarote? Persio es un ser admirable, un mago de verdad; a veces le tengo casi miedo, pero es como un cordero, sólo que ya sabemos cuántos símbolos puede esconder un cordero.
– ¿Es el hombre bajito y calvo que estaba con ustedes en el London? Me hizo pensar en una foto de Max Jacob que guardo en casa. Y hablando de Roma…
– Bastará una limonada para restablecer el nivel de los humores -dijo Persio-. Y quizá un sandwich de queso.
– Qué mezcla abominable -dijo Claudia.
La mano de Persio había resbalado como un pez por la de Medrano. Persio estaba vestido de blanco y se había puesto zapatillas también blancas. «Todo comprado a última hora y en cualquier parte», pensó Medrano, mirándolo con simpatía.
– El viaje se anuncia con signos desconcertantes -dijo Persio olfateando el aire-. El río ahí afuera parece dulce de leche La Martona. En cuanto a mi camarote, algo sublime. ¿Para qué describirlo? Reluciente y lleno de cosas enigmáticas, con botones y carteles.
– ¿Le gusta viajar? -preguntó Medrano.
– Bueno, es lo que hago todo el tiempo.
– Se refiere al subte Lacroze -dijo Claudia.
– No, no, yo viajo en el infraespacio y el hiperespacio -dijo Persio-. Son dos palabras idiotas que no significan gran cosa, pero yo viajo. Por lo menos mi cuerpo astral cumple derroteros vertiginosos. Yo entre tanto estoy en lo de Kraft, meta corregir galeras. Vea, este crucero me va a ser útil para las observaciones estelares, las sentencias astrales. ¿Usted sabe lo que pensaba Paracelso? Que el firmamento es una farmacopea. ¿Lindo, no? Ahora voy a tener las constelaciones al alcance de la mano. Jorge dice que las estrellas se ven mejor en el mar que en tierra, sobre todo en Chacarita donde resido.
– Pasa de Paracelso a Jorge sin hacer distingos -rió Claudia.
– Jorge sabe cosas, o sea que es portavoz de un saber que después olvidará. Cuando hacemos juegos mágicos, las grandes Provocaciones, él encuentra siempre más que yo. La única diferencia es que después se distrae, como un mono o un tulipán. Si pudiera retenerlo un poco más sobre lo que atisba… Pero la actividad es una ley de la niñez, como decía probablemente Fechner. El problema, claro, es Argos. Siempre.
– ¿Argos? -dijo Claudia.
– Sí, el polifacético, el diez-mil-ojos, el simultáneo.]Eso, el simultáneo! -exclamó entusiasmado Persio-. Cuando pretendo anexarme la visión de Jorge, ¿no delato la nostalgia más horrible de la raza? Ver por otros ojos, ser mis ojos y los suyos, Claudia, tan bonitos, y los de este señor, tan expresivos. Todos los ojos, porque eso mata el tiempo, lo liquida del todo. Chau, afuera. Raje de aquí.
Hizo un gesto como para espantar una mosca.
– ¿Se dan cuenta? Si yo viera simultáneamente todo lo que ven los ojos de la raza, los cuatro mil millones de ojos de la raza, la realidad dejaría de ser sucesiva, se petrificaría en una visión absoluta en la que el yo desaparecería aniquilado. Pero esa aniquilación ¡qué llamarada triunfal, qué Respuesta! Imposible concebir el espacio a partir de ese instante, y mucho menos el tiempo que es la misma cosa en forma sucesiva.
– Pero si usted sobreviviera a semejante ojeada -dijo Medrano- empezaría a sentir otra vez el tiempo. Vertiginosamente multiplicado por el número de visiones parciales, pero siempre el tiempo.
– Oh, no serían parciales -dijo Persio alzando las cejas-. La idea es abarcar lo cósmico en una síntesis total, sólo posible partiendo de un análisis igualmente total. Comprende usted, la historia humana es la triste resultante de que cada uno mire por su cuenta. El tiempo nace en los ojos, en sabido.
Sacó un folleto del bolsillo y lo consultó ansiosamente. Medrano, que encendía un cigarrillo, vio asomarse a la puerta al chófer de don Galo, que observó un momento la escena y se acercó al barman.
– Con un poco de imaginación se puede tener una remota idea de Argos -decía Persio volviendo las hojas del folleto-. Yo por ejemplo me ejercito con cosas como ésta. No sirve para nada, puesto que sólo imagino, pero me despierta al sentimiento cósmico, me arranca a la torpeza sublunar.
La tapa del folleto decía Guía oficial dos caminhos de ferro de Portugal. Persio agitó la guía como un gonfalón.