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– Si quieren les hago un ejercicio -propuso-. Otra vez ustedes pueden usar un álbum de fotos, un atlas, una guía telefónica, pero esto sirve sobre todo para desplegarse en la simultaneidad, huir de este sitio y por un momento… Mejor les voy diciendo. Hora oficial, veintidós y treinta. Ya se sabe que no es la hora astronómica, ya se sabe que estamos cuatro horas atrasados con relación a Portugal. Pero no se trata de establecer un horóscopo, simplemente vamos a imaginar que allá minuto más minuto menos son las dieciocho y treinta. Hora hermosa en Portugal, supongo, con todos esos azulejos que brillan.

Abrió resueltamente la guía y la estudió en la página treinta.

– La gran línea del norte, ¿estamos? Fíjense bien: en este mismo momento el tren 125 corre entre las estaciones de Mealhada y Aguim. El tren 324 va a arrancar de la estación Torres Novas, falta exactamente un minuto, en realidad mucho menos. El 326 está entrando en Sonzelas, y en la línea de Vendas Novas, el 2721 acaba de salir de Quinta Grande. ¿Ustedes van viendo, no? Aquí está el ramal de Lousá, donde el tren 629 está justamente detenido en la estación de ese nombre antes de salir para Prilháo Casáis… Pero ya han pasado treinta segundos, es decir que apenas hemos podido imaginar cinco o seis trenes, y sin embargo hay muchos más, en la línea del este el 4111 corre de Monte Redondo a Guia, el 4373 está detenido en Leiria, el 4121 va a entrar en Paúl. ¿Y la línea del oeste? El 4026 salió de Martiganca y cruza Pataias. el 4028 está parado en Coimbra, pero pasan los segundos, y aquí en la línea de Figueira, el 4735 llegó ahora a Verride, el 1429 va a partir de Pampilhosa, ya toca el pito, sale… y el 1432 entró en Casal… ¿Sigo, sigo?

– No, Persio -dijo Claudia, enternecida-. Tómese su limonada.

– Pero ustedes captaron, ¿verdad? El ejercicio…

– Oh, sí -dijo Medrano-. Me sentí un poco como si desde muy arriba pudiese ver casi al mismo tiempo todos los trenes de Portugal. ¿No era ese el sentido del ejercicio?

– Se trata de imaginar que uno ve -dijo Persio, cerrando los ojos-. Borrar las palabras, ver solamente cómo en este momento, en nada más que un pedacito insignificante del globo, montones inabarcables de trenes cumplen exactamente sus horarios. Y después, poco a poco, imaginar los trenes de España, de Italia, todos los trenes que en este momento, las dieciocho y treinta y dos, están en algún sitio, llegan a algún sitio, se van de algún sitio.

– Me marea -dijo Claudia-. Ah, no, Persio, no esta primera noche y con este magnífico coñac.

– Bueno, el ejercicio sirve para otras cosas -concedió Persio-. Finalidades mágicas sobre todo. ¿Han pensado en los dibujos? Si en este mapa de Portugal marcamos todos los puntos donde hay un tren a las dieciocho y treinta, puede ser interesante ver qué dibujo sale de ahí. Variar de cuarto de hora en cuarto de hora, para apreciar por comparación o superposición cómo el dibujo se altera, se perfecciona o malogra. He obtenido curiosos resultados en mis ratos libres en Kraft; no estoy lejos de pensar que un día veré nacer un dibujo que coincida exactamente con alguna obra famosa, una guitarra de Picasso, por ejemplo, o una frutera de Petorutti. Si eso ocurre tendré una cifra, un módulo. Así empezaré a abrazar la creación desde su verdadera base analógica, romperé el tiempo-espacio que es un invento plagado de defectos.

– ¿El mundo es mágico, entonces? -preguntó Medrano.

– Vea, hasta la magia está contagiada de prejuicios occidentales -dijo Persio con amargura-. Antes de llegar a una formulación de la realidad cósmica se precisaría estar jubilado y tener más tiempo para estudiar la farmacopea sideral y palpar la materia sutil. Qué quiere con el horario de siete horas.

– Ojalá el viaje le sirva para estudiar -dijo Claudia, levantándose-. Empiezo a sentir un delicioso cansancio de turista. Será hasta mañana.

Un rato después Medrano se volvió más contento a su cabina y encontró energías para abrir las valijas. «Coimbra», pensaba, fumando el último cigarrillo «Lewbaum el neurólogo.» Todo sé mezclaba tan fácilmente; quizá también fuera posible extraer un dibujo significativo de esos encuentros y esos recuerdos donde ahora entraba Bettina que lo miraba entre sorprendida y agraviada, como si el acto de encender la luz del cuarto de baño fuese una ofensa imperdonable. «Oh, déjame en paz», pensó Medrano, abriendo la ducha.

XVIII

Raúl encendió la luz de la cabecera, de su cama y apagó el fósforo que lo había guiado. Paula dormía, vuelta hacia él. A la débil luz del velador su pelo rojizo parecía sangre en la almohada.

«Qué bonita está -pensó, desnudándose sin apuro-. Cómo se le afloja la cara, huyen esas arrugas penosas del entrecejo siempre hosco, hasta cuando se ríe. Y su boca, ahora parece un ángel de Botticelli, algo tan joven, tan virgen…» Sonrió, burlón. «Thou still unravish'd bride of quietness», se recitó. «Ravish'd y archiravish'd, pobrecita.» Pobrecita Paula, demasiado pronto castigada por su propia rebeldía insuficiente, en un Buenos Aires que solamente le había dado tipos como Rubio, el primero (si era el primero, pero sí, porque Paula no le mentía) o como Lucho Neira, el último, sin contar los X y Z y los chicos de las playas, y las aventuras de fin de semana o de asiento trasero de Mercury o De Soto. Poniéndose el piyama azul, se acercó descalzo a la cama de Paula; lo conmovía un poco verla dormir aunque no fuese la primera vez que la veía, pero ahora Paula y él entraban en un ciclo íntimo y casi secreto que duraría semanas o meses, si duraba, y esa primera imagen de ella confiadamente dormida a su lado lo enternecía un poco. La infelicidad cotidiana de Paula le había sido insoportable en los últimos meses. Sus llamadas telefónicas a las tres de la madrugada, sus recaídas en las drogas y los paseos sin rumbo, su latente proyecto de suicidio, sus repentinas tiranías («vení en seguida o me tiro a la calle»), sus accesos de alegría por un poema que le salía a gusto, sus llantos desesperados que arruinaban corbatas y chaquetas. Las noches en que Paula llegaba de improviso a su departamento, irritándolo hasta el insulto porque estaba harto de pedirle que telefoneara antes; su manera de mirarlo todo, de preguntar: «¿Estás solo?», como si temiera que hubiese alguien debajo de la cama o del sofá, y en seguida la risa o el llanto, la confidencia interminable entre whisky y cigarrillos. Sin vedarse por eso intercalar críticas todavía más irritantes por lo justas: «A quién se le ocurre colgar ahí esa porquería», «¿no te das cuenta de que en esa repisa sobra un jarrón?», o sus repentinos accesos de moralina, su catequesis absurda, el odio a los amigos, su probable intromisión en la historia de Beto Lacierva que quizá explicaba la brusca ruptura y la fuga de Beto. Pero a la vez Paula la espléndida, la fiel y querida Paula, camarada de tantas noches exaltantes, de luchas políticas en la universidad, de amores y odios literarios. Pobre pequeña Paula, hija de su padre cacique político, hija de su familia pretenciosa y despótica, atada como un perrito a la primera comunión, al colegio de monjas, a mí párroco y mi tío, a La Nación y al Colón (su hermana Coca hubiese dicho «a Colón»), y de golpe la calle como un grito, el acto absurdo e irrevocable que la había segregado de los Lavalle para siempre y para nada, el acto inicial de su derrumbe minucioso. Pobre Paulita, cómo había podido ser tan tonta a la hora de las decisiones. Por lo demás (Raúl la miraba meneando la cabeza) las decisiones no habían sido nunca radicales. Paula comía aún el pan de los Lavalle, familia patricia capaz de echar tierra sobre el escándalo y pagarle un buen departamento a la oveja negra. Otra razón para la neurosis, las crisis de rebeldía, los planes de entrar en la Cruz Roja o irse al extranjero, todo eso debatido en la comodidad de un living y un dormitorio, servicios centrales e incinerador de basuras. Pobre Paulita. Pero era tan grato verla dormir profundamente («¿será Luminal, será Embutal?», pensó Raúl) y saber que estaría allí toda la noche respirando cerca de él que se volvía ahora a su cama, apagaba la luz y encendía un cigarrillo ocultando el fósforo entre las manos.