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En el camarote 5, a babor, el señor Trejo duerme y ronca exactamente como en la cama conyugal dé la calle Acoyte. Felipe está todavía levantado aunque no puede más de cansancio; se ha dado una ducha, mira en el espejo su mentón donde asoma una barba incipiente, se peina minuciosamente por el placer de verse, de sentirse vivo en plena aventura. Entra en la cabina, se pone un piyama de hilo y se instala en un sillón a fumar un Camel, después de ajustar la luz orientable que se proyecta sobre el número de El Gráfico que hojea sin apuro. Si el viejo no roncara, pero sería pedir mucho. No se resigna a la idea de no tener una cabina para él solo; si por casualidad se le diera un programa, va a ser un lío. Con lo fácil que resultaría si el viejo durmiera en otra parte. Vagamente recuerda películas y novelas donde los pasajeros viven grandes dramas de amor en sus camarotes. «Por qué los habré invitado», se dice Felipe y piensa en la Negrita que estará desvistiéndose en el altillo, rodeada de revistas radiotelefónicas y postales de James Dean y Ángel Magaña. Hojea El Gráfico, se demora en las fotos de una pelea de box, se imagina vencedor en un ring internacional, firmando autógrafos, noqueando al campeón. «Mañana estaremos afuera», piensa bruscamente, y bosteza. El sillón es estupendo pero ya el Camel le quema los dedos, tiene cada vez más sueño. Apaga la luz, enciende el velador de la cama, se desliza saboreando cada centímetro de sábana, el colchón a la vez firme y mullido. Se le ocurre que ahora Raúl también se estará acostando después de fumar una última pipa, pero en vez de un viejo que ronca tendrá en la cabina a esa pelirroja tan preciosa. Ya se habrá acomodado contra ella, seguro que están los dos desnudos y gozando. Para Felipe la palabra gozar está llena de todo lo que los ensayos solitarios, las lecturas y las confidencias de los amigos del colegio pueden evocar y proponer. Apagando la luz. se vuelve poco a poco hasta quedar de lado, y estira los brazos en la sombra para envolver el cuerpo de la Negrita, de la pelirroja, un compuesto en el que entra también la hermana menor de un amigo y su prima Lolita, un calidoscopio que acaricia suavemente hasta que sus manos rozan la almohada, la ciñen, la arrancan de debajo de su cabeza, la tienden contra su cuerpo que se pega, convulso, mientras la boca muerde en la tela insípida y tibia. Gozar, gozar, sin saber cómo se ha arrancado el piyama y está desnudo contra la almohada, se endereza y cae boca abajo, empujando con los riñones, haciéndose daño, sin llegar al goce, recorrido solamente por una crispación que lo desespera y lo encona. Muerde la almohada, la aprieta contra las piernas, acercándola y rechazándola, y por fin cede a la costumbre, al camino más fácil, se deja caer de espaldas y su mano inicia la carrera rítmica, la vaina cuya presión gradúa, retarda o acelera sabiamente, otra vez es la Negrita, encima de él como le ha mostrado Ordóñez en unas fotos francesas, la Negrita que suspira sofocadamente, ahogando sus gemidos para que no se despierte el señor Trejo.

– En fin -dijo Carlos López, apagando la luz-. Contra todo lo que me temía, esta barbaridad acuática se ha puesto en marcha.

Su cigarrillo hizo dibujos en la sombra, después una claridad lechosa recortó el ojo de buey. Se estaba bien en la cama, eí levísimo rolido invitaba a dormirse sin más trámite. Pero López pensó primero en lo bueno que había sido encontrarse a Medrano entre los compañeros de viaje, en la historia de don Galo, en la pelirroja amiga de Costa, en el desconcertante comportamiento del inspector. Después volvió a pensar en su breve visita a la cabina de Raúl, el cambio de púas con la chica de ojos verdes. Menuda amiga se echaba Costa. Si no lo hubiera visto… Pero sí lo había visto y no tenía nada de raro, un hombre y una mujer compartiendo la cabina número 10. Curioso, si la hubiera encontrado con Medrano, por ejemplo, le hubiera parecido perfectamente natural. En cambio Costa, no sabía bien por qué… Era absurdo, pero era. Se acordó que el Costáis de Montherlant se había llamado Costa en un principio; se acordó de un tal Costa, antiguo condiscípulo. ¿Por qué seguía dándole vueltas a la idea? Algo no encajaba ahí. La voz de Paula al hablarle había sido una voz al margen de la presunta situación. Claro que hay mujeres que no pueden con el genio. Y Costa en la puerta de la cabina, sonriendo. Tan simpáticos los dos. Tan distintos. Por ahí andaba la cosa, una pareja tan disímil. No se sentía el nexo, ese mimetismo progresivo del juego amoroso o amistoso en que aun las oposiciones más abiertas giran dentro de algo que las enlaza y las sitúa.

– Me estoy haciendo ilusiones -dijo López en voz alta-. De todos modos serán macanudos compañeros de viaje. Y quién sabe, quién sabe.

El cigarrillo voló como un cocuyo y se perdió en el río.

D

Furtivo, un poco temeroso pero excitado e incontenible, exactamente a medianoche y en la oscuridad de la proa se instala Persio pronto a velar. El hermoso cielo austral lo atrae por momentos, alza la calva cabeza y mira los racimos resplandecientes, pero también quiere Persio establecer y ahincar un contacto con la nave que lo lleva, y para eso ha esperado el sueño que iguala a los hombres, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. De pie junto a un presumible rollo de cables (en principio no hay serpientes en los barcos), sintiendo en la frente el aire húmedo del estuario, compulsa en voz baja los elementos de juicio reunidos a partir del London, establece minuciosas nomenclaturas donde lo heterogéneo de incluir tres bandoneones y un refrescado de Cinzano junto con la forma del mamparo de proa y el vaivén aceitado del radar, se resuelve para él en una paulatina geometría, un lento aproximarse a las razones de esa situación que comparte con el resto del pasaje. Nada tiende en Persio a la formulación taxativa, y sin embargo una ansiedad continua lo posee frente a los vulgares problemas de su circunstancia. Está seguro de que un orden apenas aprehensible por la analogía rige el caos de bolsillo donde un cantor despide a su hermano y una silla de ruedas remata en un manubrio cromado; como la oscura certidumbre de que existe un punto central donde cada elemento discordante puede llegar a ser visto como un rayo de la rueda. La ingenuidad de Persio no es tan grande para ignorar que la descomposición de lo fenoménico debería preceder a toda tentativa arquitectónica, pero a la vez ama el calidoscopio incalculable de la vida, saborea con delectación la presencia en sus pies de unas flamantes zapatillas marca Pirelli, escucha enternecido el crujir de una cuaderna y el blando chapoteo del río en la quilla. Incapaz de renunciar desde donde las cosas pasan a ser casos y el repertorio sensorial cede a una vertiginosa equiparación de vibraciones y tensiones de la energía, opta por una humilde labor astrológica, un tradicional acercamiento por vía de la imagen hermética, los tarots y el favorecimiento del azar esclarecedor. Confía Persio en algo como un genio desembotellado que lo oriente en el ovillo de los hechos, y semejante a la proa del Malcolm que corta en dos el río y la noche y el tiempo, avanza tranquilo en su meditación que desecha lo trivial -el inspector, por ejemplo, o las extrañas prohibiciones que rigen a bordo- para concentrarse en los elementos tendientes a una mayor coherencia. Hace un rato que sus ojos exploran el puente de mando, se ¿etienen en la ancha ventanilla vacía que deja pasar una luz violeta. Quienquiera sea que dirige el barco ha de estar en el fondo de la cabina translúcida, lejos de los cristales que fosforecen en la leve bruma del río. Persio siente como un espanto que sube peldaño a peldaño, visiones de barcas fatales sin timonel corren por su memoria, lecturas recientes lo proveen de visiones donde la siniestra región del noroeste (y Tuculca con un caduceo verde en la mano, amenazante) se mezclan con Arthur Gordon Pym y la barca de Erik en el lago subterráneo de la Opera, vaya mescolanza. Pero a la vez teme Persio, no sabe por qué, el momento previsible en que se recortará en la ventanilla la silueta del piloto. Hasta ahora las cosas han acontecido en una especie de amable delirio, cifrable e inteligible a poco de machihembrar los elementos sueltos; pero algo le dice (y ese algo podría ser precisamente la explicación inconsciente de todo lo ocurrido) que en el curso de la noche va a instaurarse un orden, una causalidad inquietante desencadenada y encadenada a la vez por la piedra angular que de un momento a otro se asentará en el coronamiento del arco. Y así Persio tiembla y retrocede cuando exactamente en ese momento una silueta se recorta en el puente de mando, un torso negro se inscribe inmóvil, de pie e inmóvil contra el cristal. Arriba los astros giran levemente, ha bastado la llegada del capitán para que el barco varíe su derrota, ahora el palo mayor deja de acariciar a Sirio, oscila hacia la Osa Menor, la pincha y la hostiga hasta alejarla. "Tenemos capitán -piensa Persio estremecido-, tenemos capitán." Y es como si en el desorden del pensamiento rápido y fluctuante de su sangre, coagulara lentamente la ley, madre del futuro, la ley comienzo de una ruta inexorable.