– Tendríamos el camarote para los dos y todo.
– ¿Vos crees que yo no pienso de noche? Quiero decir, que ya podríamos estar casados.
– Y ahora hay que esperar hasta que tu viejo largue la casita.
– Y sí. Vos sabés cómo es mi papá.
– Una mula -dijo el Pelusa respetuosamente-. Menos mal que podemos estar juntos todo el viaje, jugar a las cartas y de noche salir a la cubierta, viste, ahí donde hay unos rollos de soga… Fenómeno para que no nos vean. Tengo un ragú, tengo…
– El aire del río es muy estimulante -dijo la ííelly-. ¿Qué me decís de mamá con pantalones?
– Le quedan bien -dijo el Pelusa, que jamás había visto nada más parecido a un buzón-. Mi vieja no se quiere poner esas cosas, ella es a la antigua, cuantimás que el viejo en una de esas la empieza a las patadas. Vos sabés cómo es.
– En tu casa son muy impulsivos -dijo la Nelly -. Anda a llamar a tu mamá ysubimos. Mira esas puertas, qué limpieza.
– Oí cómo chamuyan en el bar -dijo el Pelusa-. Parece que a la hora del completo pan y manteca todos se constituyen. Vamos juntos a buscar a la vieja, no me gusta que subas sola.
– Pero Atilio, no soy una nena.
– Hay cada tiburón en este barco -dijo el Pelusa-. Vos venís conmigo y se acabó.
XX
El bar estaba preparado para el desayuno. Había seis mesas tendidas y el barman colocaba en su sitio la última servilleta de papel floreado cuando López y el doctor Restelli entraron casi al mismo tiempo. Eligieron mesa, y en seguida se les agregó don Galo, que parecía darse por. presentado aunque todavía no había hablado con nadie, y que despidió al chófer con un seco chasquido de los dedos. López, admirado de que el chófer fuera capaz de subir la escalera con don Galo y la silla de ruedas (convertida para la ocasión en una especie de canasta que se sostenía en el aire, y en eso estaba la hazaña) preguntó si la salud era buena.
– Pasable -dijo don Galo con un acento gallego en nada deteriorado por cincuenta.años de comercio en la Argentina -. Demasiada humedad ambiente, aparte de que anoche no se cenó.
El doctor Restelli, de blanco vestido y con gorra, entendía que la organización era un tanto deficiente si bien las circunstancias atenuaban la responsabilidad de las autoridades.
– Nada, hombre, nada -dijo don Galo-. Positivamente intolerable, como siempre que la burocracia pretende suplantar la iniciativa privada. Si este viaje hubiera sido organizado por Exprinter, tengan ustedes la seguridad de que nos hubiéramos ahorrado no pocos contratiempos.
López se divertía. Hábil en provocar discusiones, insinuó que también las agencias solían dar gato por liebre, y que de todos modos la Lotería Turística era una invención oficial.
– Pero por supuesto, por supuesto -apoyó el doctor Restelli-. El señor Porrino, que tal creo es su apellido, no debería olvidar que el mérito inicial recae en la inteligente visión de nuestras autoridades, y que…
– Contradicción -cortó don Galo secamente-. Jamás he conocido autoridades que tuviesen visión de alguna cosa. Vea usted, en el ramo de tiendas no hay decreto del gobierno que no sea un desacierto. Sin ir más lejos, las medidas sobre importación de telas. ¿Qué me dicen ustedes dé eso? Naturalmente: una barbaridad. En la Cámara de Tiendas, de la que soy presidente honorario desde hace tres lustros, mi opinión fue expresada en forma de dos cartas abiertas y una presentación ante el Ministerio de Comercio. ¿Resultados, señores? Ninguno. Eso es el gobierno.
– Permítame usted -el doctor Restelli tomaba el aire de gallo que solazaba tanto a López-. Lejos de mí defender en su totalidad la obra gubernativa, pero un profesor de historia tiene, por decir así, cierto sentido comparativo, y puedo asegurarle que el gobierno actual, y en general la mayoría de los gobiernos, representan la moderación y el equilibrio frente a fuerzas privadas muy respetables, no lo discuto, pero que suelen pretender para sí lo que no puede concedérseles sin menoscabo del orden nacional. Esto no sólo vale para las fuerzas vivas, señor mío, sino también para los partidos políticos, la moral de la. población y el régimen edilicio. Lo que hay que evitar a toda costa es la anarquía, aun en sus formas más larvadas.
El barman empezó a servir café con leche. Mientras lo hacía escuchaba con sumo interés el diálogo y movía los labios como si repitiera las palabras sobresalientes.
– A mí un té con mucho limón -ordenó don Galo sin mirarlo-. Sí, sí, todo el mundo habla en seguida de anarquía, cuando está claro que la verdadera anarquía es la oficial, disimulada con leyes y ordenanzas. Ya verán ustedes que este viaje va a ser un asco, un verdadero asco.
– ¿Por qué se embarcó, entonces? -preguntó López como al descuido.
Don Galo se sobi esaltó visiblemente.
– Pero hombre, son dos cosas distintas. ¿Por qué no había de embarcarme si gané la lotería? y luego que ¡os defectos se van descubriendo sobre el terreno.
– Dadas sus ideas, los defectos debían ser previstos, ¿no le parece?
– Hombre, sí. ¿Pero y si por casualidad las cosas salen bien?
– O sea que usted reconoce que la iniciativa oficial puede ser acertada en ciertas cosas -dijo el doctor Restelli-. Personalmente trato de mostrarme comprensivo y ponerme en el papel del gobernante. («Eso es lo que quisieras, diputado fracasado», pensó López con más simpatía que malicia.) El timón del estado es cosa seria, mi estimado contertulio, y afortunadamente está en buenas manos. Quizá no suficientemente enérgicas, pero bien intencionadas.
– Ahí está -dijo don Galo, untando con vigor una tostada-. Ya salió el gobierno fuerte. No, señor, lo que se necesita es un comercio intensivo, un movimiento más amplio de capitales, oportunidades para todo el mundo, dentro de ciertos límites, se comprende.
– No son cosas incompatibles -dijo el doctor Restelli-. Pero es necesario que haya una autoridad vigilante y con amplios poderes. Admito y soy paladín de la democracia en la Argentina, pero la confusión de la libertad con el libertinaje encuentra en mí un adversario decidido.
– Quién habla de libertinaje -dijo don Galo-. En cuestiones de moral, yo soy tan rigorista como cualquiera, coño.
– No usaba el término en ese sentido, pero puesto que lo toma en su acepción corriente, me alegro de que coincidamos en este terreno.
– Y en el dulce de frutilla, que está muy bueno -dijo López, seriamente aburrido-. No sé si han advertido que estamos anclados desde hace rato.
– Alguna avería -dijo don Galo, satisfecho-. ¡Usted! ¡Un vaso de agua!
Saludaron cortésmente el progresivo ingreso de doña Pepa y el resto de la familia Presutti, que se instaló con locuaces comentarios en una mesa donde abundaba la manteca. El Pelusa se aproximó a ellos como para permitirles una visión más completa de su piyama.
– Buenas, qué tal -dijo-. ¿Vieron lo que pasa? Estamos enfrente de Quilmes, estamos.
– ¡De Quilmes! -exclamó el doctor Restelli-. ¡Nada de eso, joven, debe ser la Banda Oriental!. -Yo conozco los gasómetros -aseguró el Pelusa-. Mi novia ahí no me dejará mentir. Se ven las casas y las fábricas, le digo que es Quilmes.
– ¿Y por qué no? -dijo López-. Tenemos el prejuicio de que nuestra primera escala marítima debe ser Montevideo, pero si vamos con otro rumbo, por ejemplo al sur…
– ¿Al sur?-dijo don Galo-. ¿Y qué vamos a hacer nosotros al sur?
– Ah, eso… Supongo que ahora lo sabremos. ¿Usted conoce el itinerario? -preguntó López al barman.
El barman tuvo que admitir que no lo conocía. Mejor dicho, lo había conocido hasta el día anterior, y era un viaje a Liverpool con ocho o nueve escalas rutinarias. Pero después habían comenzado las negociaciones con tierra y ahora él estaba en la mayor ignorancia. Cortó su exposición para atender el urgente pedido de más leche en el café que le hacía el Pelusa, y López se volvió con aire perplejo a ios otros.