– Pero usted no viaja por primera vez.
– No, estuve en Europa hace seis años, y la verdad es que me fue muy mal.
– Puede ocurrir -dijo Claudia-. Europa no ha de ser solamente los Uffizzi y la Place de la Concorde. Para mí lo es, por el momento, quizá porque vivo en un mundo de literatura. Pero quizá la cuota de desencanto sea mayor de la que una supone desde aquí.
– No es eso. por lo menos en mi caso -dijo Paula-. Para serle franca, soy completamente incapaz de representar de veras el personaje que me ha tocado en suerte. Me he criado en una continua ilusión de realizaciones personales y he fracasado siempre. Aquí, frente a Quilmes, con este río color caca de chico, se puede inventar un buen capítulo de justificaciones. Pero viene el día en que uno entra en la escala de los arquetipos, se mide con las columnas griegas, por ejemplo… y se hunde todavía más bajo. Me asombra -agregó sacando los cigarrillos- que ciertos viajes no acaben en un tiro en la cabeza.
Claudia aceptó el cigarrillo, vio acercarse a la familia Trejo y a Persio que la saludaba con vivos gestos desde la proa. El sol empezaba a molestar.
– Ahora comprendo -dijo Claudia- por qué Jorge simpatiza con usted, aparte de qué a mi chico lo fascinan los ojos verdes. Aunque ya no está de moda hacer citas, acuérdese de la frase de un personaje de Malraux: la vida no vale nada, pero nada vale una vida.
– Me gustaría saber cómo acaba ese personaje -dijo Paula, y Claudia sintió que su voz había cambiado. Le apoyó la mano en el brazo.
– No me acuerdo -dijo-. Quizá con un tiro en la cabeza. Pero probablemente disparado por otro.
Medrano miró su reloj.
– La verdad, esto empieza a ponerse pesado -dijo-. Puesto que hemos quedado más o menos solos, ¿qué le parece si delegamos en alguien pata que perfore el muro del silencio?
López y Felipe asintieron, pero Raúl propuso que salieran juntos en busca de un oficial. En la proa no había más que dos marineros rubios, que menearon la cabeza y soltaron una que otra frase en algo que podía ser noruego o finlandés. Recorrieron el pasillo de estribor sin encontrar a nadie. La puerta de la cabina de Medrano estaba entornada, y un camarero los saludó en trabajoso español. Era mejor que viesen al maître, que estaría preparando el comedor para el almuerzo. No, no se podía pasar a la popa, no podía decirles por qué. El capitán Lovatt, sí. ¿Ya no era más el capitán Lovatt? Hasta ayer era el capitán Lovatt. Otra cosa: rogaba a los señores que cerraran con llave sus cabinas. Si tenían objetos de valor…
– Vamos a buscar al famoso maître -dijo López, aburrido.
Volvieron al bar, sin muchas ganas, y se encontraron con Lucio y Atilio Presutti que debatían el problema del fondeo del Malcolm. Del bar se pasaba a una sala de lectura en la que lucía ominoso un piano escandinavo, y al comedor cuyas proporciones merecieron un silbido admirativo de Raúl. El maître (tenía que ser el maître porque tenía una sonrisa de maître y daba órdenes a un mozo que lo miraba con cara taciturna) distribuía flores y servilletas. Lucio y López se adelantaron, y el maître alzó unas cejas canosas y los saludó con cierta indiferencia que no excluía la amabilidad.
– Vea usted -dijo López-, estos señores y yo estamos un tanto sorprendidos. Son las diez de la mañana y todavía no tenemos la menor noticia sobre el viaje que vamos a hacer.
– Oh, las noticias sobre el viaje -dijo el maître-. Creo que van a entregarles un folleto o un boletín. Yo mismo no estoy muy al tanto.
– Aquí nadie está al tanto -ndijo Lucio con un tono más alto del necesario-. ¿Le parece de buena educación tenernos én… en Babia? -terminó enrojeciendo y buscando en vano la manera de seguir.
– Señor, presento a ustedes mis excusas. No creí que en el curso de esta mañana… Estamos bastante atareados -agregó-. El almuerzo se servirá a las once en punto, y la cena a las veinte. El té se servirá en el bar a las diecisiete. Los señores que deseen comer en sus cabinas…
– Hablando de deseos -dijo Raúl-, me gustaría saber por qué no se puede pasar a popa.
– Technical reasons -dijo rápidamente el maître, y tradujo en seguida la frase.
– ¿Está averiado el Malcolm?
– Oh, no.
– ¿Por qué anclamos toda la mañana en el río?
– Zarparemos en seguida, señor.
– ¿Para dónde?
– No lo sé, señor. Supongo que lo anunciarán en el boletín.
– ¿Se puede hablar con un oficial?
– Me han advertido que un oficial vendrá a la hora del almuerzo para saludar a ustedes.
– ¿No se puede radiotelegrafiar? -dijo Lucio, por decir algo práctico.
– ¿Adonde, señor? -preguntó el maître.
– ¿Cómo adonde? A casa, don -dijo el Pelusa-. Para ver cómo está la familia. Yo tengo a mi prima con el apéndice.
– Pobre chica -simpatizó Raúl-. En fin, esperemos que el oráculo se presente junto con los hors d'oeuvre. Por mi parte me voy a admirar la ribera quilmeña, patria de Victorio Cámpolo y otros próceres.
– Es curioso -le dijo Medrano a Raúl mientras salían no demasiado garifos-. Tengo todo el tiempo la sensación de que nos hemos metido en un lío padre. Divertido, por lo demás, pero no sé hasta qué punto. ¿A usted cómo le suena?
– Not with a bang but a whimper -dijo Raúl.
– ¿Sabe inglés? -le preguntó Felipe mientras bajaban al puente.
– Si, claro -lo miró y sonrió-. Bueno, dije «claro» porque casi toda la gente con quien vivo lo sabe. Usted lo estudia en el Nacional, supongo.
– Un poco -dijo Felipe, que iba invariablemente a examen. Tenía ganas de recordarle a Raúl su ofrecimiento de una pipa, pero le daba vergüenza. No demasiada, más bien era cuestión de esperar la oportunidad. Raúl hablaba de las ventajas del inglés, sin insistir demasiado y escuchándose con una especie de lástima burlona. «La inevitable fase histriónica -pensó-, la búsqueda sinuosa y sagaz, el primer round de estudio…»
– Empieza a hacer calor -dijo mecánicamente-. La tradicional humedad del Plata.
– Ah, sí. Pero esa camisa que tiene debe ser formidable -Felipe se animó a tocar la tela con dos dedos-. Nylon, seguro.
– No, apenas popelín de seda.
– Parecía nylon¿ Tenemos un prof que lleva todas camisas de nylon, se las trae de Nueva York. Le llaman «El bacán».
– ¿Por qué le gusta el nylon?
– Porque… bueno, se usa mucho, y tanta propaganda en las revistas. Lástima que en Buenos Aires cuesta demasiado.
– Pero a usted, ¿por qué le gusta?
– Porque se plancha solo -dijo Felipe-. Uno lava la camisa, la cuelga y ya está. «El bacán» nos explicó.
Raúl lo miró bien de frente, mientras sacaba los cigarrillos.
– Veo que tiene sentido práctico, Felipe. Pero cualquiera diría que usted mismo tiene que lavarse y plancharse la ropa.
Felipe se puso visiblemente rojo y aceptó presuroso el cigarrillo.
– No me tome el pelo -dijo, desviando la mirada-. Pero el nylon, para los viajes…
Raúl asintió, ayudándolo a pasar el mal trago. El nylon, claro.
XXII
Un bote tripulado por un hombre y un chico se acercaba al Malcolm por estribor. Paula y Claudia saludaron con la mano, y el bote se acercó.
– ¿Por qué están fondeados acá? -preguntó el hombre-. ¿Se rompió algo?
– Misterio -dijo Paula-. O huelga.
– Qué va a ser huelga, señorita, seguro que se rompió algo.