Claudia abrió su cartera y exhibió dos billetes de diez, pesos.
– Háganos un favor -dijo-. Vaya hasta la popa y fíjese qué pasa de ese lado. Sí, la popa. Mire si hay oficiales o si están reparando algo.
El bote se alejó sin que el hombre, evidentemente desconcertado, atinara a hacer comentarios. El chico, que cuidaba una línea de fondo, empezó a recogerla presuroso.
– Qué buena idea -dijo Paula-. Pero qué insensato suena todo esto, ¿no? Mandar una especie de espía es absurdo.
– Quizá no sea más absurdo que acertar cinco cifras dentro de. las combinaciones posibles. Hay una cierta proporción en este absurdo, aunque a lo mejor me estoy contagiando de Persio.
Mientras explicaba a Paula quién era Persio, no se sorprendió demasiado al comprobar que el bote se alejaba del Malcolm sin que el lanchero mirara hacia atrás.
– Fracaso de las astuzie femminile -dijo Claudia-. Ojalá los caballeros consigan noticias. ¿Ustedes dos están cómodos en su cabina?
– Sí, muy bien -dijo Paula-. Para ser un barco chico las cabinas son perfectas. El pobre Raúl empezará a lamentar muy pronto haberme embarcado con él, porque es el orden en persona mientras que yo… ¿Usted no cree que dejar las cosas tiradas por ahí es una delicia?
– No, pero yo tengo que manejar una casa y un chico. A veces… Pero no, creo que prefiero encontrar las enaguas en el cajón de las enaguas, etcétera.
– Raúl le besaría la mano si le oyera -rió Paula-. Esta mañana creo que empecé lavándome los dientes con su cepillo. Y el pobre que necesita reposo.
– Para eso cuenta con el barco, que es casi demasiado tranquilo.
– No sé, ya lo veo inquieto, le da rabia esa historia de popa prohibida. Pero de veras, Claudia, Raúl lo va a pasar muy mal conmigo.
Claudia sintió que detrás de esa insistencia había como un deseo de agregar algo más. No le interesaba demasiado, pero le gustaba Paula, su manera de parpadear, sus bruscos cambios de posición.
– Supongo que ya estará bastante acostumbrado a que usted le use su cepillo de dientes.
– No, precisamente el cepillo no. Los libros que le pierdo, las tazas de café que le vuelco en la alfombra…, pero el cepillo de dientes no, hasta esta mañana.
Claudia sonrió, sin decir nada. Paula vaciló, hizo un gesto como para espantar un bicho.
– Quizá sea mejor que se lo diga desde ahora. Raúl y yo somos simplemente muy amigos.
– Es un muchacho muy simpático -dijo Claudia.
– Como nadie o casi nadie lo creerá a bordo, me gustaría que por lo menos usted estuviera enterada.
– Gracias, Paula.
– Soy yo quien tiene que dar las gracias por encontrar a alguien como usted.
– Sí, a veces ocurre que… También yo, alguna vez, he sentido la necesidad de agradecer una mera presencia, un gesto, un silencio. O saber que una puede empezar a hablar, decir algo que no diría a nadie, y que de pronto es tan fácil.
– Como ofrecer una flor -dijo Paula, y apoyó apenas la mano en el brazo de Claudia-. Pero no soy de fiar -agregó retirando la mano-. Soy capaz de maldades infinitas, incurablemente perversa conmigo misma y con los demás. El pobre Raúl me aguanta hasta un punto… No puede imaginarse lo bueno y comprensivo que es, quizá porque yo no existo realmente para él; quiero decir que sólo existo en el plano de los sentimientos intelectuales, por decir así. Si por un improbable azar un día nos acostáramos juntos, creo que empezaría a detestarme a la mañana siguiente. Y no sería el primero.
Claudia se puso de espaldas a la borda para evitar el sol ya demasiado fuerte.
– ¿No me dice nada? -preguntó hoscamente Paula.
– No, nada.
– Bueno, a lo mejor es preferible. ¿Por qué tengo que traerle problemas?
Claudia notó el tono despechado, la irritación.
– Se me ocurre -dijo- que si yo hubiera hecho una pregunta o un comentario usted hubiese desconfiado de mí. Con la perfecta y feroz desconfianza de una mujer hacia otra. ¿No le da miedo hacer confidencias?
– Oh, las confidencias… Esto no era ninguna confidencia -Paula» aplastó el cigarrillo apenas encendido-. No hacía más que mostrarle el pasaporte, tengo horror de que me estimen por lo que no soy, que una persona como usted simpatice por un sucio malentendido.
– Y por eso Raúl, y su perversidad, y los amores malogrados… -Claudia se echó a reír y de pronto se inclinó y besó a Paula en la mejilla-. Qué tonta, qué grandísima boba.
Paula bajó la cabeza.
– Soy mucho peor que eso -dijo-. Pero no se fíe, no se fíe.
Si bien a la Nelly le parecía demasiado audaz esa blusa naranja, doña Rosita era más indulgente con la juventud de ese tiempo. La madre de la Nelly aportaba una opinión intermedia: la blusa estaba bien, pero el color era chillón. Cuando se trató de saber la opinión de Atilio, éste dijo atinadamente que la misma blusa en una mujer que no fuera pelirroja apenas llamaría la atención, pero que de todas maneras él no permitiría jamás que su novia se destapara los hombros en esa forma.
Como el sol les daba ya en la coronilla, se refugiaron en el sector que los dos marineros acababan de cubrir con lonas. Instalados en reposeras de varios colores, se sintieron todos muy contentos. En realidad lo único que faltaba era el mate, culpa de doña Rosita que ño había querido traer el termo y la galleta con virola de plata obsequiada por el padre de la Nelly a don Curzio Presutti. Lamentando en el fondo su decisión, doña Rosita hizo observar que no es fino tomar mate en la cubierta de primera, a lo que contestó doña Pepa que se podían haber reunido en el camarote. El Pelusa sugirió que subieran al bar a beberse una cerveza o una sangría, pero las damas alabaron la comodidad de los asientos y la vista del río. Don Galo, cuyo descendimiento por la escalerilla era seguido cada vez con ojos de terror por las señoras, reapareció entonces para intervenir en la plática y agradecer al Pelusa la ayuda que prestaba al chófer para tan delicadas operaciones. Las señoras y el Pelusa dijeron a coro que no fallaba más, y doña Pepa preguntó a don Galo si había viajado mucho. Pues sí, algo de mundo conocía, sobre todo la región de Lugo y la provincia de Buenos Aires. También había viajado hasta el Paraguay en un barco de Mihanovich, un viaje terrible en el año veintiocho, un calor, pero un calor…
– ¿Y siempre…? -insinuó la Nelly, señalando vagamente la silla y el chófer.
– Qué va, hija mía, qué va. En ese entonces era yo más fuerte que Paulino Uzcudún. Una vez en Pehuajó, hubo un incendio en la tienda…
El Pelusa hizo una seña a la Nelly, que se inclinó para que él pudiera hablarle al oído.
– Qué plato la bronca que se va a agarrar la vieja -informó-. En un descuido me guardé el mate en la valija y dos kilos de yerba Salus. Esta tarde lo subimos aquí y todos se van a quedar con la boca abierta.
– ¡Pero Atilio! -dijo la Nelly, que seguía admirando a la distancia la blusa de Paula-. Sos uno, vos…
– Qué va a hacer -dijo el Pelusa, satisfecho de la vida.
La blusa naranja atrajo también a López, que bajaba a la cubierta después de completar el arreglo de sus cosas. Paula leía, sentada al sol, y él se acodó en la borda y esperó que levantara los ojos.
– Hola -dijo Paula-. ¿Qué tal, profesor?
– Horresco referens -murmuró López-. No me llame profesor o la tiro por la borda con libro y todo.
– El libro es de Francoise Sagan, y por lo menos él no merece que lo tiren. Veo que el aire fluvial le despierta reminiscencias piráticas. Andar por la plancha o algo así, ¿no?
– ¿Usted ha leído novelas de piratas? Buena señal, muy buena señal. Sé por experiencia que las mujeres más interesantes son siempre las que de chicas incursionaron en lecturas masculinas. ¿Stevenson, por ejemplo?
– Sí, pero mi erudición bucanera viene de que mi padre guardaba como curiosidad una colección del Tit-Bits donde salía la gran novela titulada «El tesoro de la isla de la Luna Negra».