En la mesa 4, la madre de la Nelly informa que a ella la sopa de verdura le repite, por lo cual prefiere un caldo con fideos finos,
Doña Pepa tiene la sensación de estar un poco mareada y eso que no se puede decir que el barco se mueva,
la Nelly mira a la Beba Trejo, a Claudia y a Paula, y piensa que la gente de posición siempre está vestida de una manera tan diferente,
el Pelusa se maravilla de que los panes sean tan pequeños y tan individuales, pero cuando parte uno se decepciona porque son pura costra y no tienen nada de miga.
En la mesa 5, el doctor Restelli llena las copas de sus contertulios y opina con galanura sobre los méritos del borgoña y el Cote du Rhône.
Don Galo chasquea los labios y recuerda al mozo que su chófer comerá en la cabina y que es hombre de rotundas apetencias,
Nora está afligida por tener que sentarse con los dos señores mayores, y se pregunta si Lucio no podrá arreglar algo con el maître para que los cambien,
Lucio deja que le llenen el plato de sardinas y atún, y es el primero en percibir una leve vibración en la mesa, seguida de la progresiva desaparición de la chimenea roja que cortaba en dos la circunferencia del ojo de buey.
La alegría fue general, Jorge saltó dé la silla para ir a ver la maniobra, y el optimismo del doctor Restelli se dibujó como un halo en torno a su sonriente fisonomía, sin que por eso cejara en la mueca de reservado escepticismo de don Galo. Sólo Medrano y López, que se habían consultado con una mirada, siguieron esperando la llegada del oficial. A una pregunta en voz baja de López, el maître alzó las manos con un gesto de desaliento y dijo que trataría de enviar a un camarero para que insistiera. ¿Cómo que trataría de enviar? Sí, porque hasta nueva orden las comunicaciones con la popa eran lerdas. ¿Y por qué? Al parecer, por cuestiones técnicas. ¿Era la primera vez que ocurría eso en el Malcolm? En cierto modo, sí. ¿Qué significaba exactamente «en cierto modo»? Era una manera de decir.
López aguantó con esfuerzo su porteño deseo de decirle: «Vea, amigo, vayase al carajo», y aceptó en cambio que le sirvieran una rebanada de hediondo y delicioso Robíola.
– Nada que hacerle -dijo a Medrano-. Esto vamos a tener que arreglarlo nosotros mismos, che.
– No sin antes café y coñac -dijo Medrano-. Reunámonos en mi cabina y avísele a Costa. -Se volvió a Persio que hablaba volublemente con Claudia-. ¿Cómo ve las cosas, amigo?
– Como verlas, no las veo -dijo Persio-. He tomado tanto soi que me siento luminoso por dentro. Estoy más para ser contemplado que para contemplar. Toda la mañana pensé en la editorial, en mi oficina, y por más que hice no logré concretarlas, realizarlas. ¿Cómo es posible que dieciséis años de trabajo diario se conviertan en un espejismo, nada más que porque el río me rodea y el sol me recalienta el cráneo? Habría que analizar muy cuidadosamente el lado metafísico de esta experiencia.
– Eso -dijo Claudia- se llama sencillamente vacaciones pagas.
La voz de Atilio Presutti se alzó sobre las demás para celebrar con entusiasmo la llegada de una copa Melba. En ese mismo instante la Beba Trejo rechazaba la suya con una mueca de elegante desdén que sólo ella sabía cuánto le costaba. Mirando a Paula, a la Nelly y a Claudia que saboreaban el helado, se sintió martirizadamente superior; pero su triunfo supremo era aplastar a Jorge, ese gusano de pantalón corto que la había tuteado de entrada y que tragaba el helado con un ojo fijo en la bandeja del mozo donde quedaban otras dos copas llenas.
La señora de Trejo se sobresaltó.
– ¡Cómo, nena! ¿No te gusta el helado?
– No, gracias -dijo la Beba, resistiendo la mirada omnisciente y divertida de su hermano.
– Pero qué tonta es esta chica -dijo la señora de Trejo-. Ya que no lo querés vos…
Colocaba la copa frente a su no pequeño busto, cuando la diestra mano del maître se la arrebató.
– Ya está un poco derretido, señora. Sírvase éste.
La señora se ruborizó violentamente para felicidad de sus hijos y esposo.
Sentado al borde de su cama, Medrano balanceó un pie siguiendo el casi imperceptible rolido. El aroma de la pipa de Raúl le recordaba las veladas en el Club de Residentes Extranjeros y las charlas con míster Scott, su profesor de inglés. Ahora que lo pensaba, se había ido de Buenos Aires sin avisar a los amigos del club. Tal vez Scott les diría, tal vez no, según el humor del momento. A esa hora ya Bettina habría telefoneado al club, con una voz cuidadosamente distraída. «Volverá a llamar mañana y preguntará por Willie o por Márquez Cey -pensó-. Los pobres no van a saber qué decirle, realmente se me ha ido la mano.» ¿Por qué, al fin y al cabo, mandarse mudar con tanto secreto, callándose lo del premio? Ya se le había ocurrido la noche anterior, antes de dormirse, que en su juego había gato y ratón, que la crueldad andaba de por medio. «Es casi más una venganza que un abandono -se dijo-. ¿Pero poi qué si es tan buena chica, a menos que sea justamente por eso?» También había pensado que en los últimos tiempos no veía más que los defectos de Bettina: era un síntoma demasiado común, demasiado vulgar. El club, por ejemplo, Bettina no quería entender. «Pero vos no sos un residente extranjero» (con un tono casi patriótico). «Con todos los clubs que hay en Buenos Aires, te metes en uno de gringos…» Era triste pensar que por frases así no la volvería a ver nunca más. En fin, en fin.
– No hagamos una cuestión de hidalguía ofen dida -dijo bruscamente López-. Sería Una lástima estropear desde el vamos algo divertido. Por otro lado no podemos quedarnos de brazos cruzados. Para mí empieza a resultar una postura incómoda, y Dios sabe si estoy sorprendido.
– De acuerdo -dijo Raúl-. El puño de hierro en el guante de pécari. Propongo que nos abramos amistosamente paso hasta el sancta sanctórum, utilizando en lo posible esa manera falsamente un tuosa que los yanquis achacan a los japoneses.
– Vamos yendo -dijo López-. Gracias por la caña, che, es de la buena.
Medrano les ofreció otro trago, y salieron.
La cabina quedaba casi al lado de la puerta Stone que interrumpía el pasillo de babor. Raúl se puso a examinar la puerta con mirada profesional y accionó una palanca pintada de verde.
– Nada que hacer. Esto se abre a presión de vapor y se comanda desde alguna otra parte. Han inutilizado la palanca de emergencia.
La puerta del pasillo de estribor resistió a su vez a todos los esfuerzos. Un penetrante silbido los hizo volverse con cierto sobresalto. El Pelusa los saludaba entre entusiasta y azorado.
– ¿Ustedes también? Yo hace rato que me tiré el lance, pero estas puertas son propiamente la escomúnica. ¿Qué me estarán combinando los paparulos esos? No es cosa de hacer, ¿no le parece?
– Seguro -dijo López-. ¿Y no encontró otra puerta?
– Todo está condenado -dijo solemnemente Jorge, que había aparecido como un duende.
– Qué puerta ni puerta -decía el Pelusa-. En la cubierta hay dos pero están cerradas con llave. Si no hay algún sótano o algo así que podamos encontrar…
– ¿Están preparando una expedición contra los lípidos? -preguntó Jorge.
– Bueno, sí -dijo López-. ¿Viste alguno?
– Solamente los dos finlandeses, pero los de este lado no son lípidos, che. Deben ser glúcidos o prótidos.
– Qué cosas dice este purrete -se maravilló el Pelusa-. Desde hoy que la tiene con los lípedos.
– Lípidos -corrigió Jorge.
Sin saber por qué, a Medrano le inquietaba que Jorge siguiera explorando con ellos.
– Mirá, te vamos a confiar una tarea delicada -le dijo-. AnJate a la cubierta y vigila bien las dos puertas. A lo mejor los lípidos se aparecen por ahí. Si notas la menor señal de alarma, silbas tres veces. ¿Sabés silbar fuerte?
– Un poco -dijo avergonzado Jorge-. Tengo los dientes separados.