– ¿No sabés silbar? -dijo el Pelusa, ansioso por mostrarse-. mirá, hace así.
Juntó el pulgar y el índice, se los metió en la boca y emitió un silbido que les rajó los oídos. Jorge juntó los dedos, pero lo pensó mejor, hizo un gesto de asentimiento dirigido a Medrano y se fue a la carrera.
– Bueno, sigamos explorando -dijo López-. Quizá sería mejor separarnos, y el que encuentre un pasaje avisa en seguida a los demás.
– Fenómeno -dijo el Pelusa-. Parece que estaríamos jugando al vigilante y ladrón.
Medrano se volvió a buscar cigarrillos a la cabina. Raúl vio a Felipe en el extremo del pasillo. Estrenaba unos blue-jeans y una camisa a cuadros que lo recortaban cinematográficamente contra la puerta del fondo. Le explicó en lo que andaban, y se fueron juntos hasta el pasaje central que comunicaba ambos pasillos.
– ¿Pero qué buscamos? -preguntó Felipe, desconcertado.
– Qué sé yo -dijo Raúl-. Llegar a la popa, por ejemplo.
– Debe ser igual que esto, más o menos.
– Tal vez. Pero como no se puede ir, eso la cambia mucho.
– ¿Usted cree? -dijo Felipe-. Seguro que es por algún desperfecto. Esta tarde abrirán las puertas.
– Entonces sí será igual que la proa.
– Ah, claro -dijo Felipe, que entendía cada vez menos-. Bueno, si es por divertirse está bien, a lo mejor encontramos un pasadizo para llegar allá antes que los otros.
Raúl se. preguntó por qué López y Medrano eran los únicos que sentían lo mismo que él. Los demás sólo veían un juego «También para mí es un juego, al fin y al cabo -pensó-. ¿Dónde está la diferencia? Hay una diferencia, eso es seguro.»
Llegaban ya al pasillo de babor cuando Raúl descubrió la puerta. Era muy angosta, pintada de blanco como las paredes del pasaje, y el picaporte empotrado escapaba casi a la vista en la penumbra del lugar. Sin mucha esperanza lo apretó, y lo sintió ceder. La puerta entornada dejó ver una escalerilla que descendía hasta perderse en la sombra. Felipe tragó aire excitadamente. En el pasillo de estribor se oía charlar a López y a Atilio.
– ¿Les avisamos? -preguntó Raúl, mirando de soslayo a Felipe.
– Mejor que no. Vamos solos.
Raúl empezó a bajar y Felipe cerró la puerta a sus espaldas. La escalerilla daba a un pasadizo apenas iluminado por una lámpara violeta. No había puertas a los lados, se oía con fuerza el ruido de las máquinas. Caminaron sigilosamente hasta llegar a una puerta Stone cerrada. A ambos lados había puertas parecidas a la que acababan de descubrir en el pasaje.
– ¿Izquierda o derecha? -dijo Raúl-. Elegí vos.
A Felipe le cayó raro el tuteo. Señaló la izquierda, sin animarse a devolver el tratamiento a Raúl. Probó lentamente el picaporte, y la puerta se abrió sobre un compartimiento en penumbra que olía a encerrado. A los lados vieron armarios de metal y estantes pintados de blanco. Había herramientas, cajas, una brújula antigua, latas con clavos y tornillos, pedazos de cola de carpintero y recortes de metal. Mientras Felipe se acercaba al ojo de buey y lo frotaba con un trapo, Raúl levantó la tapa de un cajoncito de hojalata y volvió a bajarla en seguida. Ahora entraba más luz y se estaban acostumbrando a esa difusa claridad de acuario.
– Pañol de avíos -dijo burlonamente Raúl-. Hasta ahora no nos lucimos.
– Falta la otra puerta -Felipe había sacado cigarrillos y le ofreció uno-. ¿No le parece misterioso este barco? Ni siquiera sabemos adonde nos lleva. Me hace acordar de una cinta que vi hace mucho. Trabajaba John Garfield. Se embarcaban en un buque que no tenía ni marineros, y al final resultaba que era el barco de la muerte. Un globo así, pero uno estaba a cuatro manos en el cine.
– Sí, es una pieza de Sutton Vane -dijo Raúl. Se sentó en una mesa de carpintero, y exhaló el humo por la nariz-. A vos te ha de encantar el cine, eh.
– Y, claro.
– ¿Vas mucho?
– Bastante. Tengo un amigo que vive cerca de casa y siempre vamos al Roca o a los del centro. Los sábados a la noche es divertido.
– ¿Vos crees? Ah, claro, el centro está más animado, se puede levantar programa.
– Seguro -dijo Felipe-. Usted debe hacer bastante vida nocturna.
– Un poco, sí. Ahora no tanto.
– Ah, claro, cuando uno se casa…
Raúl lo miraba, sonriendo y fumando.
– Te equivocas, no estoy casado.
Saboreó el rubor que Felipe trataba de disimular tosiendo.
– Bueno, yo quise decir que…
– Ya sé lo que quisiste decir. En realidad a vos te joroba un poco tener que venir con tus papas y tu hermana, ¿no?
Felipe desvió la mirada, incómodo.
– Qué va a hacer -dijo-. Ellos creen que todavía soy muy joven, y como yo tenía derecho a traerlos, entonces…
– Yo también creo que vos sos muy joven -dijo Raúl-. Pero me hubiere gustado más que vinieras solo. O como he venido yo -agregó-. Eso hubiera sido lo mejor porque en este barco… En fin, no sé lo que pensás vos.
Felipe tampoco lo sabía, y se miró las manos y después los zapatos. «Se siente como desnudo -pensó Raúl-, a caballo entre dos tiempos, dos estados, igualito que su hermana.» Estiró el brazo y palmeó a Felipe en la cabeza. Lo vio que se echaba atrás, sorprendido y humillado.
– Pero por lo menos ya tenes un amigo -dijo Raúl-. Eso es algo, ¿no?
Paladeó como si fuera vino la lenta, tímida, fervorosa sonrisa que nacía de esa boca apretada y petulante. Suspirando, bajó de la mesa y trató en vano de abrir los armarios.
– Bueno, creo que deberíamos seguir adelante. ¿No oís voces?
Entreabrieron la puerta. Las voces venían de la cámara de la derecha, donde hablaban en una lengua desconocida.
– Los lípidos -dijo Raúl, y Felipe lo miró asombrado-. Es un término que les aplica Jorge a los marineros de este lado. ¿Y?
– Vamos, si quiere.
Raúl abrió de golpe la puerta.
El viento, que en un principio había soplado de popa, giró hasta topar de frente al Malcolm que salía al mar abierto. Las señoras optaron por abandonar la cubierta, pero Lucio, Persio y Jorge se instalaron en el extremo de la proa y allí, aferrados al bauprés como decía imaginativamente Jorge, asistieron a la lenta sustitución de las aguas fluviales por un oleaje verde y crecido. Para Lucio aquello no era una novedad, conocía bastante bien el delta y el agua es la misma en todas partes. Le gustaba, claro, pero seguía distraído los comentarios y las explicaciones de Persio, volviendo inevitablemente a Nora que había preferido (¿pero por qué había preferido?) quedarse con la Beba Trejo en la sala de lectura, hojeando revistas y folletos de turismo. En su memoria se repetían las palabras confusas de Nora al despertarse, la ducha que habían tomado juntos a pesar de sus protestas, Nora desnuda bajo el agua y él que había querido jabonarle la espalda y besarla, tibia y huyente. Pero Nora había seguido negándose a mirarlo desnudo y de frente, hurtaba el rostro y se volvía en busca del jabón o del peine, hasta que él se había visto precisado a ceñirse precipitadamente una toalla y meter la cara bajo una canilla de agua fría.
– Los imbornales me parece que son como unas canaletas -decía Persio.
Jorge bebía las explicaciones, preguntaba y bebía, admiraba (a su manera y confianzudamente) a Persio mago, a Persio todolosabe. También le gustaba Lucio, porque al igual que Medrano y López no le decían pibe o purrete, ni hablaban de «la criatura» como la gorda, la madre de la Beba, esa otra idiota que se creía una mujer grande. Pero por el momento lo único importante era el océano, porque eso era el océano, esa era el agua salada, y debajo estaban los acantopterigios y otros peces marinos, y también verían medusas y algas como en las novelas de Julio Verne, y a lo mejor un fuego de San Telmo.
– ¿Vos vivías antes en San Telmo, verdad Persio?
– Sí, pero me mudé porque había ratas en la cocina.