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– ¿Cuántos nudos crees que hacemos, che?

Persio calculaba que unos quince. Soltaba poco a poco palabras preciosas que había aprendido en los libros y que ahora encantaban a Jorge: latitudes, derrotas, gobernalle, círculo de reflexión, navegación de altura. Lamentaba la desaparición de los barcos de vela, pues sus lecturas le hubieran permitido hablar horas y horas de arboladuras, gavias y contrafoques. Se acordaba de frases enteras, sin saber de dónde provenían:. «Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche.»

Se cruzaron con algunos barcos, el Haghios Nicolaus, el Pan, el Falcón. Un hidroavión los sobrevoló un momento como si los observara. Después el horizonte se abrió, teñido ya del amarillo y celeste del atardecer, y quedaron solos, se sintieron solos por primera vez. No había costa, ni boyas, ni barcas, ni siquiera gaviotas o un oleaje que agitara los brazos. Centro de la inmensa rueda verde, el Malcolm avanzaba hacia el sur.

– Hola -dijo Raúl-. ¿Por aquí se puede subir a popa?

De los dos marineros, uno mantuvo una expresión indiferente, como si no hubiera comprendido. El otro, un hombre de anchas espaldas y abdomen acentuado, dio un paso atrás y abrió la boca.

– Hasdala -dijo-. No popa.

– ¿Por qué no popa?

– No popa por aquí.

– ¿Por dónde entonces?

– No popa.

– El tipo no chamuya mucho -murmuró Felipe-. Qué urso, madre mía. Mire la serpiente que tiene tatuada en el brazo.

– Qué querés -dijo Raúl-. Son lípidos, nomás.

El marinero más pequeño había retrocedido hasta el fondo de la cámara donde había otra puerta. Apoyó las espaldas, sonriendo bonachonamente.

– Oficial -dijo Raúl-. Quiero hablar con un oficial.

El marinero dotado del uso de la palabra levantó las manos con las palmas hacía adelante Miraba a Felipe, que hundió los puños en los bolsillos del blue-jeans y adoptó un aire aguerrido.

– Avisar oficial -dijo el lípido-. Orf avisar.

Orf asintió desde el fondo, pero Raúl no estaba satisfecho. Miró en detalle la cámara, más amplia que la de babor. Había dos mesas, sillas y bancos, una litera con las sábanas revueltas, dos mapas de fondos marinos sujetos con chinches doradas. En un rincón vio un banco con un gramófono a cuerda. Sobre un pedazo de alfombra rotosa dormía un gato negro. Aquello era una mezcla de pañol y camarote donde los dos marineros (en camiseta a rayas y mugrientos pantalones blancos) encajaban sólo a medias. Pero tampoco podía ser la cámara de un oficial, a menos que los maquinistas… «¿Pero qué sé yo cómo viven los maquinistas? -se dijo Raúl-. Novelas de Conrad y Stevenson, vaya bibliografía para un barco de esta época…»

– Bueno, vaya a llamar al oficial..

– Hasdala -dijo el marinero locuaz-. Volver proa.

– No. Oficial.

– Orf avisar oficial.

– Ahora.

Tratando de que no lo oyeran, Felipe preguntó a Raúl si no sería mejor volverse a buscar a los otros. Lo inquietaba un poco esa especie de detención de la escena, como si ninguno de los presentes tuviera demasiadas ganas de tomar la iniciativa en un sentido o en otro. El enorme marinero del tatuaje lo seguía mirando inexpresivamente, y Felipe tenía una incómoda conciencia de ser mirado y no estar a la altura de esos ojos fijos, más bien cordiales y curiosos, pero tan intensos que no podía hacerles frente. Raúl, obstinado, insistía ante Orf que escuchaba en silencio, apoyado en la puerta, haciendo de tanto en tanto un gesto de ignorancia.

– Bueno -dijo Raúl, encogiéndose de hombros- creo que tenes razón, va a ser mejor que nos volvamos.

Felipe salió el primero. Desde la puerta, Raúl clavó los ojos en el marinero tatuado.

– ¡Oficial! -gritó, y cerró la puerta. Felipe ya había empezado a desandar camino pero Raúl se quedó un momento pegado a la puerta. En la cámara se alzaba la voz de Orf, una voz chillona que parecía burlarse. El otro estalló en carcajadas que hacían vibrar el aire. Apretando los labios, Raúl abrió rápidamente la puerta de la izquierda y volvió a salir llevando bajo el brazo la caja de hojalata cuya tapa había levantado un rato antes. Corrió por el pasadizo hasta reunirse con Felipe al pie de la escalera.

– Apúrate -dijo, trepando de a dos los peldaños.

Felipe se volvió sorprendido, creyendo que los seguían. Vio la caja y enarcó las cejas. Pero Raúl le puso la mano en la espalda y lo forzó a que siguiera subiendo Felipe recordó vagamente que Raúl había empezado a tutearlo precisamente en esa escalera.

XXIV

Una hora después el barman recorrió las cabinas y la cubierta para avisar a los pasajeros que un oficial los esperaba en la sala de lectura. Parte de las señoras estaban ya bajo los efectos del mareo; don Galo, Persio y el doctor Restelli descansaban en sus cabinas, y sólo Claudia y Paula acompañaron a los hombres, enterados ya de la expedición de Raúl y Felipe. El oficial era enjuto y caviloso, se llevaba con frecuencia la mano al pelo gris cortado «á la brosse», y se expresaba en un castellano difícil pero raras veces equivocado. Medrano lo sospecho danés u holandés, sin mayores razones.

El oficial les deseó la bienvenida en nombre de la Magenta Star y del capitán del Malcolm, imposibilitado por el momento para hacerlo en persona. Lamentó que un inesperado recargo de actividades hubiera impedido una reunión más temprana, y se mostró comprensivo de la ligera inquietud que hubieran podido experimentar los señores pasajeros. Ya estaban tomadas todas las medidas para que el crucero fuese sumamente agradable; los viajeros dispondrían de una piscina, un solarium, un gimnasio y sala de juegos, dos mesas de ping-pong, un juego de sapo y música grabada. El maître se encargaría de recoger las sugestiones que pudieran for-mu-lar-se, y los oficiales quedaban por su-pues-to a disposición de los viajeros.

– Algunas señoras ya están bastante mareadas -dijo Claudia rompiendo el incómodo silencio que siguió al discurso-. ¿Hay médico a bordo?

El oficial entendía que el médico no tardaría en presentar sus respetos a sanos y enfermos. Medrano, que había esperado el momento, se adelantó.

– Muy bien, muchas gracias -dijo-. Queda un par de cosas que nos gustaría aclarar. La primera es si usted ha venido por su propia voluntad o porque uno de estos señores insistió en reclamar la presencia de un oficial. La segunda es muy sencilla: ¿Por qué no se puede pasar a popa?

– ¡Eso! -gritó el Pelusa, que tenía la cara ligeramente verde pero que se defendía del mareo como un hombie.

– Señores -dijo el oficial-, esta visita debió realizarse antes, pero no fue posible por las mismas razones que obligan a… a suspender momentáneamente la comunicación con la popa. Observen que poco hay allí para ver -agregó rápidamente-. La tripulación, la carga… Aquí estarán muy confortables.

– ¿Y cuáles son esas razones? -preguntó Medrano.

– Lamento que mis órdenes…

– ¿Ordenes? No estamos en guerra -dijo López-. No navegamos acechados por submarinos ni transportan ustedes armas atómicas o algo por el estilo. ¿O las transportan?

– Oh, no. Qué idea -dijo el oficial.

– ¿Sabe el gobierno argentino que hemos sido embarcados en estas condiciones? -siguió López, riéndose por dentro de la pregunta.

– Bueno, las negociaciones se realizaron a último momento, y las aspectos técnicos quedaron exclusivamente a nuestro cargo. La Magenta Star -agregó con reservado orgullo- tiene una tradición de buen trato a sus pasajeros.

Medrano sabía que el diálogo empezaría a girar en redondo, pisándose la cola.

– ¿Cómo se llama el capitán? -preguntó.

– Smith -dijo el oficial-. Capitán Smith.

– Como yo -dijo López, y Raúl y Medrano se rieron. Pero el oficial entendió que lo desmentían y frunció el ceño.