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Persio miraba el Atlántico. Habían perdido de vista la costa y el Malcolm navegaba en un mar repentinamente calmo, de un azul metálico que parecía casi negro en los bordes de las olas. Sólo dos gaviotas seguían al barco, empecinadamente suspendidas sobre el mástil.

– Qué animal comilón la gaviota -dijo el Pelusa-. Son capaces de tragar clavos. Me gusta cuando ven algún pescado y se tiran en picada. Pobre pescado, qué picotazo que le encajan… ¿Le parece que en este viaje veremos alguna bandada de tuninas?

– ¿Toninas? Sí, probablemente.

– El Emilio contó que en su barco se veían todo el tiempo bandadas de tuninas y esos pescados voladores. Pero nosotros…

– No se desanime -le dijo Persio afectuosamente-. El viaje apenas ha empezado, y el primer día, con el mareo y la novedad… Pero después le va a gustar.

– Bueno, a mí me gusta. Uno aprende cosas, ¿no le parece? Como en la conscripción… También, con la vida de perro que le daban adentro, la tumba y los ejercicios… Me acuerdo una vez, me dieron un guiso que lo mejor que tenía era una mosca… Pero a la larga uno se sabe coser un botón y no le hace asco a cualquier porquería que haiga en la comida. Esto tiene que ser igual, ¿no le parece?

– Supongo que sí -convino Persio, siguiendo con interés la maniobra de los finlandeses para conectar una manguera con la piscina. Un agua admirablemente verde empezaba a crecer en el fondo de la lona, o por lo menos así lo proclamaba Jorge, encaramado en los tablones a la espera de poder tirarse. Un tanto repuestas del mareo, las señoras se acercaron a inspeccionar los trabajos y a tomar posiciones estratégicas para cuando los bañistas empezaran a reunirse. No tuvieron que esperar mucho a Paula, que bajó lentamente la escalerilla para que todo el mundo agotara en detalle y definitivamente su bikini rojo. Detrás venía Felipe con un slip verde y una toalla de esponja sobre los hombros. Precedidos por Jorge, que anunciaba a gritos la excelente temperatura del agua, se metieron en la piscina y chapotearon un rato en la modesta medida en que aquélla lo permitía. Paula enseñó a Jorge la manera de sentarse en el fondo tapándose la nariz, y Felipe, todavía ceñudo pero incapaz de resistir al placer del agua y los gritos, se encaramó sobre la jaula para tirarse desde allí entre los sustos y las admoniciones de las señoras. Al rato se les agregaron a Nelly y el Pelusa, aunque este último persistía en sus comentarios despectivos. Minuciosamente envainada en una malla enteriza donde ocurrían extraños rombos azules y morados, la Nelly preguntó a Felipe si la Beba no se bañaba, a lo que Felipe respondió que su hermana estaba todavía bajo los efectos de uno de sus ataques, por lo cual sería raro que viniese.

– ¿Le dan ataques? -preguntó consternada la Nelly.

– Ataques de romanticismo -dijo Felipe, frunciendo la nariz-. Es loca, la pobre.

– ¡Oh, me hizo asustar! Tan simpática su hermanita, pobre.

– Ya la irá conociendo. ¿Qué me dice del viaje? -preguntó Felipe al Pelusa-. ¿Quién habrá sido el cráneo que lo organizó? Si lo encuentro le canto las cuarenta, créame.

– Y me lo va a decir a mí -dijo el Pelusa, procurando disimular el acto de sonarse con dos dedos-. Qué pileta, mama mía. No somos más que tres o cuatro y ya estamos como sardina en lata. Vení, Nelly, que te enseño a nadar debajo del agua. Pero no tengas miedo, sonsa, deja que te enseñe, así te pareces a la Esther Williams.

Los finlandeses habían instalado un tablón horizontal en uno de los bordes de la jaula, y Paula se sentó a tomar sol. Felipe se zambulló una vez más, resopló como lo había visto hacer en los torneos, y se trepó al lado de ella.

– Su… ¿Raúl no viene a bañarse?

– Mi… Qué sé yo -dijo burlonamente Paula-. Todavía debe estar conspirando con sus flamantes amigos, gracias a lo cual han dejado la cabina apestando 5» tabaco negro. Usted no estaba, me parece.

Felipe la miró de reojo. No, no había estado, después de almorzar le gustaba tirarse un rato en la cama a leer. Ah, ¿y qué leía? Bueno, ahora estaba leyendo un número de Selecciones. Vaya, excelente lectura para un joven estudiante. Sí, no estaba mal, traía las obras más famosas sintetizadas.

– Sintetizadas -dijo Paula, mirando el mar-. Claro, es más cómodo.

– Claro -dijo Felipe, cada vez más seguro 3e que algo no andaba bien-. Con la vida moderna uno no tiene tiempo de leer novelas largas.

– Pero a usted en realidad no le interesan demasiado los libros -dijo Paula, renunciando a la broma y mirándolo con simpatía. Había algo de conmovedor en Felipe, era demasiado adolescente, demasiado todo: hermoso, tonto, absurdo. Sólo callado alcanzaba un cierto equilibrio, su cara aceptaba su edad, sus manos de uñas comidas colgaban por cualquier lado con perfecta indiferencia. Pero si hablaba, si quería mentir (y hablar a los dieciséis años era mentir) la gracia se venía al suelo y no quedaba más que una torpe pretensión de suficiencia, igualmente conmovedora pero irritante, un espejo turbio donde Paula se retroveía en sus tiempos de liceo, las primeras tentativas de liberación, el humillado final de tantas cosas que hubieran debido ser bellas. Le daba lástima Felipe, hubiera querido acariciarle la cabeza y decirle cualquier cosa que le devolviera el aplomo. El explicaba ahora que sí le gustaba leer, pero que los estudios… ¿Cómo? ¿No se lee cuando se estudia? Sí, claro que se lee, pero solamente los libros de texto o los apuntes. No lo que se llama un libro, como una novela de Somerset Maughan o de Erico Verissimo. Eso sí, él no era como algunos compañeros del nacional que ya andaban con anteojos por todo lo que leían. Primero de todo, la vida. ¿La vida? ¿Qué vida? Bueno, la vida, salir, ver las cosas, viajar como ahora, conocer a la gente… El profesor Peralta siempre les decía que lo único importante era la experiencia.

– Ah, la experiencia -dijo Paula-. Claro que tiene su importancia. ¿Y su profesor López también les habla de la experiencia?

– No, qué va a hablar. Y eso que si quisiera… Se ve que es punto bravo, pero no es de los que se andan dando corte. Con López nos divertimos mucho. Hay que estudiarle, eso sí, pero cuando está contento con los muchachos es capaz de pasarse media hora charlando de los partidos del domingo.

– No me diga -dijo Paula.

– Pero claro, López es macanudo. No se la piya en serio como Peralta.

– Quién lo hubiera dicho -dijo Paula.

– Créame que es la verdad. ¿Usted se pensaba que era como Gato Negro?

– ¿Gato Negro?

– Cuello Duro, bah.

– Ah, el otro profesor.

– Sí, Sumelli.

– No, no me lo pensaba -dijo Paula.

– Ah, bueno -dijo Felipe-. Qué va a comparar. López ea okey, todos los muchachos están de acuerdo. Hasta yo le estudio a veces, palabra. Me gustaría poder ser amigo de él, pero claro…

– Aquí tendrá oportunidad -dijo Paula-. Hay varias personas que vale la pena tratar. Medrano, por ejemplo.

– Seguro, pero es diferente de López. Y también su… Raúl, digo -bajó la cabeza, y una gota de agua le resbaló por la nariz-. Todos son simpáticos -dijo confusamente- aunque, claro, son mucho mayores. Hasta Raúl, y eso que es muy joven.

– No lo crea lan joven -dijo Paula-. Por momentos se vuelve terriblemente viejo, porque sabe demasiadas cosas y está cansado de eso que su profesor Peralta llama la experiencia. Otras veces es casi demasiado joven, y hace las tonterías más perfectas. -Vio el desconcierto en los ojos de Felipe, y calló. «Un poco más y caigo en el proxenetismo», pensó, divertida. «Dejarlos que dancen solos su danza. Pobre Nelly, parece una actriz del cine mudo, y al novio le sobra el traje de baño por todas partes… ¿Por qué no se afeitarán las axilas esos dos?»