– Mi cabina -dijo el barman, describiendo un semicírculo con una mano fofa-. El maltre tiene otra del lado de babor. ¿Realmente ustedes…? Sí, esta es la llave, pero yo insisto en que no se debería… El oficial dijo…
– Abra nomás, amigo -mandó López- y vuélvase a darles cerveza a los sedientos ancianos. No me parece necesario que les hable de esto.
– Oh, no, yo no digo nada.
La llave giró dos veces y la puertecita se abrió sobre una escalera. «De muchas maneras se baja aquí a la gehenna -pensó Raúl-. Mientras esto no acabe también en un gigante tatuado, Carente con serpientes en los brazos…».Siguió a los otros por un pasillo tenebroso. «Pobre Felipe, debe estar mordiéndose los puños. Pero es demasiado chico para esto…» Sabía que estaba mintiendo, que sólo una sabrosa perversidad lo llevaba a quitarle a Felipe el placer de la aventura. «Le confiaremos alguní misión para resarcirlo», pensó, un poco arrepentido.
Se detuvieron al llegar a un codo del pasillo. Había tres puertas, una de ellas entornada. Medrano la abrió de par en par y vieron un depósito de cajones vacíos, maderas y rollos de alambre. El pañol no llevaba a ninguna parte. Raúl se dio cuenta de golpe que Lucio no se les había agregado en el bar.
De las otras dos puertas, una estaba cerrada y la segunda daba a un nuevo pasillo, mejor iluminado. Tres hachas con los mangos pintados de rojo colgaban de las paredes, y el pasadizo terminaba en una puerta donde se leía: GED OTTAMA, y con letra más chica: P. PICKFORD. Entraron en una cámara bastante grande, llena de armarios metálicos y bancos de tres patas. Un hombre se levantó sorprendido al verlos aparecer, y retrocedió un paso. López le habló en español sin resultado. Probó en francés. Raúl, suspirando, le soltó una pregunta en inglés.
– Ah, pasajeros -dijo el hombre, que vestía un pantalón azul claro y una camisa roja de mangas cortas-. Pero por aquí no se puede seguir.
– Disculpe la intrusión -dijo Raúl-. Buscamos la cabina del radiotelegrafista. Es un asunto urgente.
– No se pasa por aquí. Tienen que… -miró rápidamente la puerta que tenía a la izquierda. Medrano llegó un segundo antes que él. Con las dos manos en los bolsillos, le sonrió amistosamente.
– Sorry -dijo- Ya ve que tenemos que pasar. Haga de cuenta que no nos ha visto.
Respirando agitadamente, el hombre retrocedió hasta chocar casi con López. Atravesaron la puerta y la cerraron rápidamente. Ahora la cosa empezaba a ponerse interesante.
El Malcolm parecía componerse principalmente de pasillos, cosa que a López le daba un poco de claustrofobia Llegaban a un primer codo, sin encontrar ninguna puerta, cuando oyeron un timbre que tal vez fuera de alarma. Sonó durante cinco segundos, dejándolos medio sordos.
– Se va a armar una gorda -dijo López, cada vez más excitado-. A ver si ahora inundan los pasillos estos finlandeses del carajo.
Pasado el codo encontraron una puerta entornada, y Raúl no pudo dejar de pensar que la disciplina debía ser más que arbitraria a bordo. Cuando López abría a empujones oyeron un maullido colérico. Un gato blanco se replegó, ofendido, y empezó a lamerse una pata. La cámara estaba vacía, pero el lujo de sus puertas se elevaba a tres, dos cerradas y otra que se abrió con dificultad. Raúl, que se había quedado atrás para acariciar al gato, que era una gata, percibió un olor a encierro, a sentina. «Pero esto no es muy profundo -pensó-. Debe estar a la altura de la cubierta de proa, o apenas más abajo.» Los ojos azules de la gata blanca lo seguían con una vacua intensidad, y Raúl se agachó para acariciarla otra vez antes de seguir a los otros. A la distancia oyó sonar el timbre. Medrano y López lo esperaban en un pañol donde se acumulaban cajas de bizcochos con nombres ingleses y alemanes.
– No quisiera equivocarme -dijo Raúl- pero tengo la impresión de que hemos vuelto casi al punto de partida. Detrás de esa puerta… -vio que tenía un pestillo de seguridad y lo hizo girar-. Exacto, por desgracia.
Era una de las dos puertas cerradas por fuera que habian visto al final del pasillo de entrada. El olor a encierro y la penumbra los acosó desagradablemente. Ninguno de los tres se sentía con ganas de volver en busca del tipo de la camisa roja.
– En realidad, lo único que nos falta es encontrarnos con el minotauro -dijo Raúl.
Tanteó la otra puerta cerrada, miró la tercera que los llevaría otra vez al deposito de cajones vacíos. A lo lejos oyeron maullar a la gata blanca. Encogiéndose de hombros, reanudaron el camino en busca de la puerta marcada GED OTTAMA.
El hombre no se había movido de allí, pero daba la impresión de haber tenido tiempo de sobra para prepararse a un nuevo encuentro.
– Sorry, por ahí no se va al puente de mando. La cabina del radiotelegrafista está arriba.
– Notable información -dijo Raúl, cuyo inglés más fluido le daba la capitanía en esa etapa-. ¿Y por dónde se va a la cabina de radio?
– Por arriba, siguiendo el pasillo hasta… Ah, es verdad, las puertas están cerradas.
– ¿Usted no puede llevarnos por otro lado? Queremos hablar con algún oficial, ya que el capitán está enfermo.
El hombre miró sorprendido a Raúl. «Ahora va a decir que no sabía que el capitán estaba enfermo», pensó Medrano, con ganas de volverse al bar a beber coñac. Pero el hombre se limitó a plegar los labios con un gesto de desaliento.
– Mis órdenes son de atender esta zona -dijo-. Si me necesitan arriba me avisarán. No puedo acompañarlos, lo siento mucho.
– ¿No quiere abrir las puertas, aunque no venga con nosotros?
– Pero, señor, si no tengo las llaves. Mi zona es esta, ya le he dicho.
Raúl consultó a sus amigos. A los tres les parecía el techo más bajo y el olor a encierro más opresivo. Saludando con la cabeza al hombre de la camisa roja, desandaron camino en silencio, y no hablaron hasta volver al bar y pedir bebidas. Un sol admirable entraba por las portillas, rebotando en el azul brillante del océano. Saboreando el primer trago, Medrano lamentó haber perdido todo ese tiempo en las profundidades del barco. «Haciendo de Jonás como un imbécil, para que al final me sigan tomando el pelo», pensó. Tenía ganas de charlar con Claudia, de asomarse a cubierta, de tirarse en su cama a leer y a fumar. «Realmente, ¿por qué nos tomamos esto tan en serio?» López y Raúl miraban hacia afuera, y los dos tenían la cara del que asoma a la superficie después de una larga inmersión en un pozo, en un cine, en un libro que no se puede dejar hasta el final.
XXVII
Al atardecer el sol se puso rojo y sopló una brisa fresca que ahuyentó a los bañistas y provocó la desbandada de las señoras, en general bastante repuestas del mareo. El señor Trejo y el doctor Restelli habían discutido en detalle la situación a bordo, y llegado a la conclusión de que las cosas estaban bastante bien siempre que el tifus no pasara de la popa. Don Galo era de la misma opinión, quizá en su optimismo influía el hecho de que los tres amigos -pues ya se sentían bastante próximos- hubieran llevado sus asientos hasta la parte más adelantada de la proa, donde el aire que respiraban no podía estar contaminado. En un momento en que el señor Trejo fue a su cabina a buscar unos anteojos de sol, encontró a Felipe que se duchaba antes de reingresar en sus blue-jeans. Sospechando que podía saber algo sobre la extraña conducta de los más jóvenes (pues no se le había escapado el aire de conspiración que tenían en el bar, y su salida corporativa), lo interrogó amablemente y se enteró casi en seguida de su expedición a las profundidades del buque. Demasiado astuto para incurrir en prohibiciones y otros úkases paternales, dejó a su hijo contemplándose en el espejo y volvió a la proa para poner al corriente a sus amigos. Por lo cual López, que se les acercó media hora más tarde con cara de aburrido, fue recibido de manera más bien circunspecta, haciéndosele notar que en un buque, como en cualquier otra parte, los principios de la consulta democrática deben regir en todo momento, aunque la fogosidad de los hombres jóvenes pueda excusar, etcétera. Mirando la línea perfecta del horizonte, López escuchó sin pestañear la homilía agridulce del doctor Restelli, a quien apreciaba demasiado para mandarlo ipso facto al cuerno. Contestó que se habían limitado a unos paseos de reconocimiento, por cuanto la situación distaba de haberse aclarado con la visita y las explicaciones del oficial, y que si bien no habían tenido el menor éxito, el fracaso los estimulaba a seguir considerando como sospechosa la truculenta historia de la epidemia.