– Bobeta.
Sentía su mano que andaba por su cuerpo, despertándola. Pensó con alguna maravilla que ya casi no tenía miedo de Lucio. Todavía no era fácil, pero ya no tenía miedo. Por iglesia… Protestó, avergonzada, escondiendo la cara, pero la profunda caricia llevaba consigo la curación, la llenaba de una ansiedad en la que todo recato perdía pie. No estaba bien, no estaba bien. No, Lucio, no, así no. Cerró los ojos, quejándose.
En ese mismo momento Jorge jugaba P4R y Persio, tras largas reflexiones, contestaba C2R. Implacable, Jorge descargó D1T, y Persio sólo pudo responder con R4C. Las blancas se descolgaron entonces con D5C, las negras temblaron y titubearon («Neptuno me está fallando», se dijo Persio) hasta atinar con P6C, y hubo una breve pausa marcada por una serie de sonidos guturales producidos por Jorge, que acabó soltando D4C y miró con sorna a Persio. Cuando se produjo la respuesta C4R, Jorge no tuvo más que dar un empujoncito con D5A y mate en veinticinco jugadas.
– Pobre Persio -dijo Jorge, magnánimo-. En realidad metiste la pata de entrada y después ya no te pudiste salir del pantano.
– Notable -dijo el doctor Restelli, que había asistido de pie a la partida-. Una defensa Nimzowich muy notable.
Jorge lo miró de reojo, y Persio se puso a guardar apresuradamente las piezas. Afuera se oía el afelpado resonar del gongo.
– Este niño es un jugador sobresaliente -dijo el doctor Restelli-. Por mi parte, dentro de mis modestas posibilidades tendré mucho gusto en jugar con usted, señor Persio, cuando le agrade.
– Tenga cuidado con Persio -le previno Jorge-. Siempre pierde, pero uno no puede saber.
Con el cigarrillo en la boca, abrió de golpe la puerta. En el primer momento pensó que estaban allí los dos marineros, pero el bulto del fondo no era más que un capote de tela encerada colgando de una percha. El marinero barrigón golpeaba una correa con una maza de madera. La serpiente azul del antebrazo subía y bajaba rítmicamente.
Sin dejar de golpear (¿para qué demonios golpeaba una correa el urso ese?) observó a Felipe que había cerrado la puerta y lo miraba a su vez sin quitarse el cigarrillo de la boca y con las dos manos en los bolsillos del blue-jeans. Se quedaron así un momento, estudiándose. La serpiente dio un último brinco se oyó el golpe opaco de la maza en la correa (la estaba ablandando, sería para hacerse un cinturón ancho que le fajara la panza, seguro que era eso), y después bajó hasta quedar inmóvil al borde de la mesa.
– Hola -dijo Felipe. Le entraba el humo del Camel en los ojos, y apenas tuvo tiempo de quitarse el cigarrillo y estornudar. Por un segundo vio todo turbio a través de las lágrimas. Cigarrillo de mierda, cuándo iba a aprender a fumar sin sacárselo de la boca.
El marinero seguía mirándolo con una semi-sonrisa en los gruesos labios. Parecía encontrar divertido que a Felipe le lloraran los ojos por culpa del humo. Empezó a arrollar despacio la correa; sus enormes manos se movían como arañas peludas. Siguió doblando y sujetando la correa con una delicadeza casi femenina.
– Hasdala -dijo el marinero.
– Hola -repitió Felipe, perdido el primer impulso y un poco en el aire. Se adelantó un paso, miró los instrumentos que había sobre una mesa de trabajo-. ¿Usted siempre está acá… haciendo esas cosas?
– Sa -dijo el marinero, atando la correa con otra más fina-. Siéntate ahí, si quieres.
– Gracias -dijo Felipe, dándose cuenta de que el hombre acababa de hablarle en un castellano mucho más inteligible que por la tarde-. ¿Ustedes son finlandeses? -preguntó, buscando orientarse.
– ¿Finlandeses? No, qué vamos a ser finlandeses. Aquí somos un poco de todo, pero no hay finlandeses.
La luz de dos lámparas fijas en el cielo raso caía duramente sobre las caras. Sentado al borde de un banco, Felipe se sentía incómodo y no encontraba qué decir, pero el marinero seguía atando la correa con mucho cuidado. Después se puso a ordenar unas leznas y dos alicates. Alzaba a cada momento los ojos y miraba a Felipe, que sentía cómo el cigarrillo se le iba acortando entre los dedos.
– Tú sabés que no tenías que venir por este lado -dijo el marinero-. Tú haces mal en venir.
– Bah, qué tiene -dijo Felipe-. Si me gusta bajar a charlar un rato… Por allá es aburrido, sabe.
– Puede ser, pero no tenías que venir aquí. Ahora que has venido, quédate. Orf no llegará hasta dentro de un rato y nadie sabrá nada.
– Mejor -dijo Felipe, sin entender demasiado cuál era el riesgo de que los demás supieran algo. Más seguro, corrió el banco hasta que pudo apoyar la espalda en la pared; se cruzó de piernas y tragó el humo en una larga bocanada. Le empezaba a gustar la cosa, y había que seguir adelante.
– En realidad vine para hablar con usted -dijo. ¿Por qué diablos el otro lo tuteaba y él en cambio…?-. No me gusta nada todo este misterio que están haciendo.
– Oh, no hay ningún misterio -dijo el marinero.
– ¿Por qué no nos dejan ir a la popa, entonces?
– Yo tengo la orden y la cumplo. ¿Para qué quieres ir allá? Si no hay nada.
– Quiero ver -dijo Felipe.
– No verás nada, chico. Quédate aquí, ya que has venido. No puedes pasar.
– ¿De aquí no puedo pasar? ¿Y esa puerta?
– Si quieres pasar esa puerta -dijo sonriendo el marinero- te tendré que romper la cabeza como un coco. Y tienes una linda cabeza, no te la quiero romper como un coco.
Hablaba lentamente, eligiendo las palabras. Felipe supo desde el primer momento que no hablaba en vano y que más le valía quedarse donde estaba. Al mismo tiempo le gustaba la actitud del hombre, su manera de sonreír mientras lo amenazaba con una fractura de cráneo. Sacó el atado de cigarrillos y le ofreció uno. El marinero movió la cabeza.
– Tabaco para mujeres -dijo-. Tú fumarás del mío, tabaco para el mar, ya verás.
Parte de la serpiente desapareció en un bolsillo y volvió con una bolsa de tela negra y un librito de papel para armar. Felipe hizo un gesto negativo, pero el hombre arrancó una hoja de papel y se la alcanzó, mientras cortaba otra para él.
– Yo te enseño, verás. Tú haces como yo, te vas fijando y haces como yo. Ves, se echa así… -las arañas peludas danzaban finamente en torno a la hoja de papel, de pronto el marinero se pasó una mano por la boca como si tocara una armónica, y en sus dedos quedó un perfecto cigarrillo.
– Mira si es fácil. No, así se te va a caer. Bueno, tú fumas éste y yo hago otro para mí.
Cuando se puso el cigarrillo en la boca, Felipe sintió la humedad de la saliva y estuvo a punto de escupirlo. El marinero lo miraba, lo miraba continuamente y sonreía. Empezó a armar su cigarrillo, y después sacó un enorme encendedor ennegrecido. Un humo espeso y penetrante ahogó a Felipe, que hizo un gesto apreciativo, agradeciendo.
– Mejor no tragues mucho el humo -dijo el marinero-. Es un poco fuerte para ti. Ahora verás qué bien queda con ron.
De una caja de lata colocada debajo de la mesa sacó una botella y tres cubiletes de estaño. La serpiente azul llenó dos cubiletes y pasó uno a Felipe. El marinero se sentó a su lado, en el mismo banco, y levantó el cubilete.
– Here's to you, chico. No te lo bebas de un trago.
– Hm, es muy bueno -dijo Felipe-. Seguro que es ron de las Antillas.
– Claro que sí. De modo que te gusta mi ron y mi tabaco, ¿eh? ¿Y cómo te llamas, chico?
– Trejo.
– Trejo, eh. Pero eso no es un nombre, es un apellido.
– Claro, es mi apellido. Yo me llamo Felipe. -Felipe. Está bien. ¿Cuántos años tienes, chico?
– Dieciocho -mintió Felipe, escondiendo la boca en el cubilete-. ¿Y usted, cómo se llama?
– Bob -dijo el marinero-. Me puedes llamar Bob aunque en realidad tengo otro nombre, pero no me gusta.
– Dígamelo, de todos modos. Yo le dije mi verdadero nombre.