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– En realidad hace calor para tener que vestirse -dijo- pero respetaremos la tradición del mar.

– ¿Cómo, vestirse? -dijo el Pelusa, desconcertado.

– Quiero decir, ponerse una incómoda corbata y un saco -dijo Raúl-. Uno lo hace por las señoras, claro.

Dejó al Pelusa entregado a sus reflexiones y subió la escalerilla. No estaba demasiado seguro de haber obrado bien, pero desde un tiempo a esa parte tendía a poner en duda la justificación de casi todas sus acciones. Si Atilio prefería aparecer en el comedor con una camiseta a rayas, allá él; de todos modos el maître o algún pasajero acabaría por darle a entender que estaba incorrecto, y el pobre muchacho lo pasaría peor, a menos que los mandase al diablo. «Obro por razones exclusivamente estéticas -pensó Raúl, otra vez divertido-, y pretendo justificarlas desde el punto de vista social. Lo único cierto es que me revienta todo lo que está fuera de ritmo, desencajado. La camiseta de ese pobre muchacho me echaría a perder el potage Hublet aux asperges. Ya bastante mala es la iluminación del comedor…» Con la mano en el picaporte, miró hacia la entrada del pasadizo que comunicaba los dos pasillos. Felipe se detuvo bruscamente, perdiendo un poco el equilibrio. Parecía muy desconcertado, como si no lo conociera.

– Hola -dijo Raúl-. No se te ha visto en toda la tarde.

– Es que… Qué idiota soy, me equivocaba de pasillo. Mi camarote es al otro lado -dijo Felipe, iniciando una media vuelta. La luz le dio de lleno en la cara.

– Parece que has tomado demasiado sol -dijo Raúl.

– Bah, no es nada -dijo Felipe, fabricándose un tono hosco que le salía a medias-. En el club me paso las tardes en la pileta.

– En tu club no habrá un aire tan fuerte como aquí. ¿Te sentís bien?

Se había acercado y lo miraba amistosamente. «Por qué no me dejará de joder», pensó Felipe, pero a la vez lo halagaba que Raúl volviera a hablarle con ese tono después de la mala jugada que le había hecho. Contestó con un movimiento afirmativo y completó una media vuelta hacia el pasadizo, pero Raúl no quería dejarlo ir así.

– Seguro que no trajiste ningún calmante para las quemaduras, a menos que tu madre… Vení un momento, te voy a dar algo que para que te pongas al acostarte.

– No se moleste -dijo Felipe, apoyando un hombro en el tabique-. Me parece que la Beba tiene sapolán o alguna otra porquería de esas.

– Llévalo, de todos modos -insistió Raúl, retrocediendo para abrir la puerta de su cabina. Vio que Paula no estaba pero que había dejado las luces encendidas-. Además tengo otra cosa para vos. Vení un momento.

Felipe parecía decidido a quedarse en la puerta. Raúl, que buscaba en un neceser, le hizo una seña para que entrara. De golpe se daba cuenta de que no sabía qué decirle para vencer esa hostilidad de cachorro ofendido. «Yo mismo me lo busqué como un imbécil -pensó, revolviendo en un cajón lleno de medias y pañuelos-. Qué mal lo ha tomado, Dios mío.» Enderezándose, repitió el gesto. Felipe dio dos pasos, y sólo entonces Raúl se dio cuenta de que se tambaleaba un poco.

– Ya me parecía que no te sentías bien -dijo, acercándole un sillón. Cerró la puerta con un empujón del pie. Aspiró el aire un par de veces y soltó upa carcajada.

– Sol embotellado, entonces. Y yo que creía que te habías insolado… ¿Pero qué tabaco es ese? Oles a alcbhol y a tabaco que da miedo.

– ¿Y qué? -murmuró Felipe, que luchaba contra una náusea creciente-. Si bebo una copa y fumo… no veo que…

– Hombre, por supuesto -dijo Raúl-. No tenía la menor intención de reprenderte. Pero la mezcla de sol con lo otro es un poco explosiva, sabés. Yo te podría contar…

Pero no tenía ganas de contarle, prefería quedarse mirando a. Felipe que había palidecido un poco y miraba fijamente en dirección al ojo de buey. Se quedaron callados un momento que a Raúl le pareció muy largo y muy perfecto, y a Felipe un torbellino de puntos rojos y azules bailándole delante de los ojos.

– Toma esta pomada -dijo por fin Raúl, poniéndole un tubo en la mano-. Debes tener los hombros desollados.

Instintivamente Felipe se abrió la camisa y se miró. La náusea iba pasando, en su lugar crecía el placer maligno de callarse, de no hablar de Bob, del encuentro con Bob y el vaso de ron. A él solamente le correspondería el mérito de… Le pareció que la boca de Raúl temblaba un poco, lo miró sorprendido. Raúl se enderezó sonriendo.

– Con esto dormirás sin molestias, espero. Y ahora tomá, lo prometido es deuda.

Felipe sostuvo la pipa con dedos inseguros. Nunca había visto una pipa tan hermosa. Raúl, de espaldas, sacaba algo del bolsillo de un saco colgado en el armario.

– Tabaco inglés -dijo, dándole una caja de colores vivos-. No sé si tengo por ahí algún limpiapipas, pero entre tanto me pedís el mío cuando se te ensucie. ¿Te gusta?

– Sí, claro -dijo Felipe, mirando la pipa con respeto-. Usted no tendría que darme esto, es una pipa demasiado buena.

– Precisamente porque es buena -dijo Raúl-. Y para que me perdones.

– Usted…

– Mirá, no sé por qué lo hice. De golpe me pareció que eras demasiado chico para meterte en un posible lío. Después lo estuve pensando y lo lamenté, Felipe. Discúlpame y seamos amigos, querés.

La náusea volvía poco a poco, un sudor helado mojaba la frente de Felipe. Alcanzó a guardarse ia pipa y el tabaco en el bolsillo, y se enderezó con esfuerzo, vacilando. Raúl se puso a su lado y estiró un brazo para sostenerlo.

– Yo… yo tendría que pasar al baño un momento -murmuró Felipe.

– Sí, cómo no -dijo Raúl, abriéndole la puerta presurosamente. La cerró otra vez, dio unos pasos por la cabina. Se oía correr el agua del lavabo. Raúl fue hasta la puerta del baño y apoyó la mano en el picaporte. «Pobrecito, a lo mejor se da un golpe», pensó, pero mentía y se mordió los labios. Si al abrir la puerta lo veía… Tal vez Felipe no le perdonara nunca la humillación, a menos que… «Todavía no, todavía no», y él estaría vomitando en el lavabo, no, realmente era mejor dejarlo solo, a menos que perdiera el sentido y se golpeara. Pero no iba a golpearse, era casi monótono mentirse así, buscar pretextos. «Le gustó tanto la pipa -se dijo, volviendo a caminar en círculo-. Pero ahora va a tener vergüenza por haberse metido en mi baño… Y como siempre la vergüenza será feroz, me arañará de arriba abajo, hasta que la pipa, tal vez, tal vez la pipa…»

Buenos Aires estaba marcado con un punto rojo, y de ahí partía una línea azul que descendía casi paralelamente a la comba de la provincia, a bastante distancia de la costa. Al entrar en el comedor los viajeros pudieron apreciar la prolijidad del mapa adornado con la insignia de la Magenta Star, y la derrota cumplida ese día por el Malcolm. El barman admitió con una sonrisa de discreto orgullo que la progresiva confección del itinerario corría por su cuenta.

– ¿Y quién le da los datos? -preguntó don Galo.

– El piloto me los envía -explicó el barman-. Yo fui dibujante en mi juventud. Me gusta manejar la escuadra y el compás en mis ratos libres.

Don Galo hizo señas al chófer para que se marchara con la silla de ruedas, y observó de reojo al barman.

– ¿Y cómo anda lo del tifus? -preguntó a quemarropa.

El barman parpadeó. La silueta impecable del maître vino a situarse a su lado. Su sonrisa aperitiva se proyectó sucesivamente hacia todos los comensales.