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– Parece que todo va bien, señor Porrino -dijo el maître-. Poi lo menos no he recibido ninguna noticia alarmante. Vayase a atender el bar -düo a su subordinado que mostraba una tendencia a demorarse en el comedor-. Veamos, señor Porrino, ¿le agradará un potage champenois para empezar? Está muy bueno.

El señor Trejo y su esposa se ubicaban en ese momento, seguidos de la Beba que estrenaba un vestido menos escotado de lo que hubiera querido. Raúl entró tras ellos y fue a sentarse con Paula y López, que levantaron al mismo tiempo la cabeza y le sonrieron con un aire ausente. Los Trejo descuidaban la lectura de la minuta para discutir la recientísima novedad de la descompostura de Felipe. La señora de Trejo estaba muy agradecida al señor Costa, que se había molestado en atender a Felipe y acompañarlo hasta su cabina, llamando de paso a la Beba para que avisara a papá y mamá. Felipe dormía profundamente, pero a la señora de Trejo le preocupaba todavía la causa de ese repentino malestar.

– Tomó demasiado sol, hija mía -aseguró el señor Trejo-. Se pasó la tarde en la cubierta y ahora parece un camarón. Vos no lo viste, pero cuando le sacamos la camisa… Menos mal que ese joven traía una pomada que según parece es extraordinaria.

– De lo que te olvidas es que olía a whisky que daba horror -dijo la Beba, leyendo la minuta-. Ese chico hace lo que quiere a bordo.

– ¿Whisky? Imposible -dijo el señor Trejo-. Habrá tomado alguna cerveza, puede ser.

– Tendrías que hablar con el del despacho de bebidas -dijo su esposa-. Que no le den más que limonada o cosas así. Todavía es muy chico para manejarse solo.

– Si ustedes creen que lo van a meter en vereda se equivocan -dijo la Beba -. Ya es demasiado tarde. Conmigo todas son severidades, pero con él…

– No empecés, vos.

– ¿Ves? ¿Qué te digo? Si yo aceptara un regalo costoso que me hiciera algún pasajero, ¿qué dirían? Ya los veo poniendo el grito en el cielo.

En cambio él puede hacer lo que le dé la gana, claro. Siempre lo mismo. Por qué no habré nacido varón…

– ¿Regalos? -dijo el señor Trejo-. ¿Qué es eso de regalos?

– Nada -dijo la Beba.

– Habla, habla, m'hijita. Ya que empezaste decilo todo. En realidad, Osvaldo, yo te quería hablar de Felipe. La muchacha ésa… la del bikini, sabés.

– ¿Bikini? -dijo el señor Trejo-. Ah, la chica pelirroja. Sí, la chica ésa.

– La chica esa se pasó la tarde haciéndole ojitos al nene, y si vos no te diste cuenta yo soy madre y tengo un instinto aquí en el pecho para esas cosas. Vos no te metas, Beba, sos muy chica para entender lo que estamos hablando. Ay, estos hijos, qué martirio.

– ¿Haciéndole ojitos a Felipe? -dijo la Beba -. No me hagas reír, mamá. ¿Pero vos te crees que esa mujer va a perder el tiempo con un chiquilín? («Si él me pudiera escuchar -pensaba la Beba -. Ah, cómo se pondría verde de rabia.»)

– ¿Pero qué es eso del regalo, entonces? -dijo el señor Trejo, interesado de golpe.

– Una pipa, una lata de tabaco y qué sé yo qué más -dijo la Beba, con aire indiferente-. Seguro que vale mucha plata.

Los esposos Trejo se consultaron con la mirada, y después el señor Trejo miró en dirección de la mesa número dos. La Beba los estudiaba con disimulo.

– Ese señor es realmente muy gentil -dijo la señora de Trejo-. Deberías agradecerle, Osvaldo, y de paso que no lo consienta tanto al nene. Se ve que se ha preocupado al verlo descompuesto, pobre.

El señor Trejo no dijo nada pero pensaba en el instinto de las madres. La Beba, despechada, entendía que Felipe estaba obligado a devolver los regalos. La langue jardinière los sorprendió en esas deliberaciones.

Cuando el grupo Presutti hizo su aparición entre resuelto y timorato, con muchos saludos a las diferentes mesas, miradas de reojo al espejo y agitados comentarios en voz baja por parte de doña Rosita y doña Pepa, a Paula le dieron ganas de reírse y miró a Raúl con cierta expresión que a él le recordó las noches en los foyers de los teatros porteños, o los salones de extramuros donde iban a divertirse malvadamente a costa de poetisas y señores bien. Esperaba alguna de esas observaciones en que Paula era capaz de resumir admirablemente una situación, clavándola como a una mariposa. Pero Paula no dijo nada porque acababa de sentir los ojos de López fijos en los suyos, y de golpe se le fueron las ganas de hacer el chiste que ya le subía a los labios. No había tristeza ni ansiedad en la mirada de López, más bien una plácida contemplación ante la cual Paula se sentía poco a poco devuelta a sí misma, a lo menos exterior y espectacular de sí-misma. Irónicamente se dijo que al fin y al cabo la Paula epigramática también era ella, y de yapa la Paula perversa o simplemente maligna; pero los ojos de López la instalaban en su forma menos complicada, donde el sofisma y la frivolidad se volvían forzados. Pasar de López a Raúl, a la cara inteligente y sensitiva de Raúl, era saltar de hoy a ayer, de la tentación de ser franca a la de incurrir una vez más en la brillante mentira de la apariencia. Pero si no quebraba esa especie de amistosa censura que empezaba a ser para ella la mirada de López (y el pobre que no tenía idea de representar ese papel), el viaje podía convertirse en una menuda e insignificante pesadilla. Le gustaba López, le gustaba que se llamara Carlos, que su mano no le hubiera molestado al posarse en la suya; no le interesaba demasiado, probablemente no pasaba de ser un porteño a la manera de tanto muchacho amigo, más cultivado que culto, más entusiasta que enamorado. Había en él algo limpio que aburría un poco. Una limpieza que destruía desde el comienzo las perfidias verbales, las ganas de describir en detalle la toilette de la novia de Atilio Presutti y extenderse sobre la influencia del ladrillo en el saco del Pelusa. No que los comentarios frivolos sobre el resto del pasaje quedaran desterrados por la presencia de López, él mismo miraba ahora con una sonrisa el collar de material plástico de doña Pepa y los esfuerzos de Atilio por hacer coincidir una cuchara con la boca. Era otra cosa, como una limpieza de intenciones. Las bromas valían por sí mismas, no como armas de doble filo. Sí, iba a ser terriblemente aburrido, a menos que Raúl se lanzara al contraataque y restableciera el equilibrio. Demasiado sabía Paula que Raúl se daría cuenta en seguida de lo que estaba flotando en el aire, y que probablemente rabiaría. Ya otra vez la había rescatado de una influencia en último término negativa (un teósofo que sabía ser muy buen amante al mismo tiempo). Armado de una impúdica insolencia, había ayudado a desmontar en pocos meses el frágil andamiaje esotérico por el que Paula creía trepar al cielo como un shamán. Pobre Raúl, empezaría por sentir unos celos que nada tendrían que ver con los celos, el simple despecho de no ser el amo de su inteligencia y de su tiempo, de no poder compartir con una exigente coincidencia de gustos cada momento del viaje. Aunque Raúl se dejara arrastrar por una aventura cualquiera, lo mismo se mantendría a su lado, reclamando reciprocidad. Sus celos serían más desencanto que otra cosa, y por fin se le pasarían hasta que Paula apareciera otra vez (¿pero esta vez habría otra vez?) con la cara del regreso, un relato nostálgico, y depositara el presente aburrido y desesperanzado entre sus manos para que él volviera a cuidarle ese gato caprichoso y consentido. Así había ocurrido después de ser la amante de Rubio, después de cortar con Lucho Neira, con los otros. Una perfecta simetría reglaba sus relaciones con Raúl porque también él pasaba por fases confesionales, le traía su gato negro después de tristes episodios en las azoteas y los suburbios, se curaba las heridas en un reverdecer de la camaradería de los tiempos de la universidad. Cuánto se necesitaban, de qué amargo tejido estaba hecha esa amistad expuesta a un doble viento, a una alternada fuga. ¿Qué tenía que hacer Carlos López en esa mesa, en ese barco, en la plácida costumbre de andar juntos por todas partes? Paula lo detestó violentamente mientras él, contento de mirarla, tan feliz mirándola, parecía el inocente que se mete sonriendo en la jaula de los tigres. Pero no era inocente, Paula lo sabía de sobra, y si lo era (pero no lo era), que se aguantara. Tigre Raúl, tigre Paula. «Pobre Jamaica John -pensó-, si te escaparas a tiempo…»