Paula casi no había charlado con Nora hasta ese momento, y las dos cruzaron sonrientes las armas mientras los hombres pedían bebidas y repartían cigarrillos. Refugiado en un silencio sólo cortado por una que otra observación amable, Raúl las observaba, cambiando impresiones con Lucio sobre el mapa y el itinerario del Malcoím. Veía renacer en Nora la alegría y la confianza, el monstruo social la acariciaba con sus muchas lenguas, la arrancaba del diálogo, ese monólogo disfrazado, la sumía en un pequeño mundo cortés y trivial, chispeante de frases ingeniosas y risas no siempre explicables, el sabor del chartreuse y el perfume del Philip Morris. «Un verdadero tratamiento de belleza», pensó Raúl, apreciando cómo los rasgos de Nora recobraban una animación que los hermoseaba. Con Lucio era más difícil, seguía un poco reconcentrado mientras el pobre López, ah, el pobre López. Ese sí que estaba soñando despierto, el pobre López. Raúl empezaba a tenerle lástima. «So soon -pensaba-, so soon…» Pero quizá no se daba cuenta de que López era I feliz y que soñaba con elefantes rosados, con enormes globos de vidrio llenos de agua coloreada.
– Y así ocurrió que los tres mosqueteros, que esta vez no eran cuatro, fueron por popa y volvieron trasquilados -dijo Paula-. Cuando usted quiera, Nora, nos damos una vuelta nosotras dos y en todo caso agregamos a la novia de Presutti para componer un número sagrado. Seguro que no paramos hasta las hélices.
– Nos contagiaremos el tifus -dijo Nora, que tendía a tomar en serio a Paula.
– Oh, yo tengo Vick Vaporub -dijo Paula-. ¿Quién iba a creer que estos gallardos hoplitas morderían el polvo como unos follones cualesquiera?
– No exageres -dijo Raúl-. El barco está muy limpio y no hay nada que morder por el momento.
Se preguntó si Paula faltaría a su palabra y sacaría a relucir los revólveres y la pistola. No, no lo haría. Good girí. Completamente loca pero tan derecha. Un poco sorprendida, Nora pedía detalles sobre la expedición. López miró de reojo a Lucio.
– Bah, no te conté porque no valía la pena -dijo Lucio-. Ya ves lo que dice la señorita. Pura pérdida de tiempo.
– Vea, no creo que hayamos perdido el tiempo -dijo López-. Todo reconocimiento tiene su valor, como habrá dicho algún estratego famoso. A mí por lo menos me ha servido para,convencerme de que hay algo podrido en la Magenta Star. Nada truculento, por cierto, no es que lleven un cargamento de gorilas en la popa; más bien un contrabando demasiado visible o algo por el estilo.
– Puede ser, pero en realidad no es cosa que nos concierna -dijo Lucio-. De este lado todo está bien.
– Al parecer sí.
– ¿Por qué al parecer? Está bien claro.
– López, muy juiciosamente, duda de la excesiva claridad -dijo Raúl-. Como lo afirmó un día el poeta bengalí de Santiniketán, no hay como]a excesiva claridad para dejarlo a uno ciego.
– Bueno, esas son frases de poetas.
– Por eso la cito, incluso incurriendo en la modestia de adjudicársela a un poeta que no la dijo jamás. Pero volviendo a López, comparto sus dudas que son también las del amigo Medrano. Si algo no anda bien en la popa, la proa se va a contaminar tarde o temprano. Llamémosle tifus 224 o marihuana a toneladas: de aquí al Japón hay una larga ruta salina, queridos míos, y muchos peces voraces debajo de la quilla.
– ¡Brr…, no me hagas temblar! -dijo Paula-. Miren a Nora, pobrecita, se está asustando de veras.
– Yo no sé si hablan en broma -dijo Nora, lanzando una mirada de sorpresa a Lucio-, pero vos me habías dicho…
– ¿Y qué querías que te dijera, que Drácula anda suelto por el barco? -protestó Lucio-. Aquí se está exagerando mucho, y eso será muy bonito como pasatiempo, pero no hay que hacer creer a la gente que se habla en serio.
– Por mi parte -dijo López-, hablo muy en serio, y no pienso quedarme con los brazos cruzados.
Paula aplaudió burlonamente.
– ¡Jamaica John solo! No esperaba menos de usted, pero realmente ese heroísmo…
– No sea tonta -dijo francamente López-. Y déme un cigarrillo, que se me han acabado.
Raúl disimuló un gesto de admiración. Ah, pibe. No, si la cosa iba a estar buena. Se dedicó a observar cómo Lucio trataba de recobrar el terreno perdido y cómo Nora, dulce ovejita inocente, lo privaba del placer de aceptar sus explicaciones. Para Lucio la cosa era sencilla: tifus. El capitán enfermo, la popa contaminada, ergo una elemental precaución. «Es fatal -pensó Raúl-, los pacifistas tienen que pasarse la vida en guerra, pobres almas. Lucio va a comprarse una ametralladora en el primer puerto de escala.»
Paula parecía más compasiva, y aceptaba los criterios de Lucio con una cara muy atenta que Raúl conocía de sobra.
– Por fin encuentro alguien con sentido común. Me he pasado el día rodeada de conspiradores, de los últimos mohicanos, de los dinamiteros de Petersburgo. Hace tanto bien dar con un hombre de convicciones sólidas, que no se deja arrastrar por los demagogos.
Lucio, poco seguro de que eso fuera un elogio, arreció en sus puntos de vista. Si algo cabía hacer, era enviar una nota firmada por todos (por todos los que quisieran, bien entendido) a fin de que el primer piloto supiera que los pasajeros del Malcolm comprendían y acataban la situación insólita planteada a bordo. En todo caso se podía insinuar que el contacto entre oficiales y pasajeros no había sido todo lo franco…
– Vamos, vamos -murmuró Raúl, aburrido-. Si los tipos tenían el tifus a bordo en Buenos Aires, se portaron como unos cabrones al embarcarnos.
Nora, poco habituada a las expresiones fuertes, parpadeó. A Paula le costaba no soltar la carcajada, pero ocra vez se alió con Lucio para conjeturar que la epidemia debía haber estallado con vehemencia apenas salidos de la rada. Llenos de confusión e incertidumbre, los honestos oficiales se habían detenido frente a Quilmes, cuyas bien conocidas emanaciones no habrían contribuido probablemente a mejorar el ambiente de la popa.
– Sí, sí -dijo Raúl-. Todo en radiante tecnicolor.
López escuchaba a Paula con una sonrisa entre divertida e irónica; le hacía gracia, pero una gracia agridulce solamente. Nora trataba de entender, desconcertada, hasta que acabó por meter los ojos en la taza de café y no los sacó de ahí por un buen rato.
– En fin, en fin -dijo López-. El libre juego de las opiniones es uno de los beneficios de la democracia. Yo, de todas maneras, suscribo el robusto epíteto que ha empleado Raúl hace un momento. Y ya veremos qué pasa.
– No pasará nada, eso es ló malo para ustedes -dijo Paula-. Se van a quedar sin su juguete, y el viaje les va a resultar horriblemente aburrido cuando nos dejen pasar a popa uno de estos días. Hablando de lo cual yo me voy a ver las estrellas, que han de estar de lo más fosforescentes.
Se levantó sin mirar a nadie en particular. Empezaba a aburrirse de un juego demasiado fácil, y la fastidiaba que López no la hubiera ayudado en pro o en contra. Sabía que él no veía el momento de seguirla, pero que no se movería de 5a mesa hasta más tarde. Y sabía algo más que iba a ocurrir y empezaba otra vez a divertirse, sobre todo porque Raúl se daría cuenta y las cosas eran siempre más divertidas cuando las compartía Raúl.
– ¿No venís, vos? -dijo Paula, mirándolo.
– No, gracias. Las estrellas, esa bisutería…