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– Pobre octopato -dijo Jorge-. ¿Qué va a comer mientras vos no estés?

– Fósforos, minas de lápiz, telegramas y una lata de sardinas.

– No la va a poder abrir -dijo Claudia.

– Oh, sí, el octopato sabe -dijo Jorge-. ¿Y el astro, Persio?

– En el astro -dijo Persio- parece que ha llovido.

– Si ha llovido -calculó Jorge- los hormigombres van a tener que subirse a las balsas. ¿Será como el diluvio o un poco menos?

Persio no estaba muy seguro, pero de todas maneras los hormigombres eran capaces de salir del paso.

– No has traído el telescopio -dijo Jorge-. ¿Cómo vamos a hacer a bordo para ver al astro?

– Telepatía astral -dijo Persio, guiñando el ojo-. Claudia, usted está cansada.

– Esa señora de blanco -dijo Claudia- contestaría que es la humedad. Bueno, Persio, aquí estamos. ¿Qué va a pasar?

– Ah, eso… No he tenido mucho tiempo para estudiar la cuestión, pero ya estoy preparando el frente.

– ¿El frente?

– El frente de ataque. A una cosa, a un hecho, hay que atacarlo de mucha maneras. La gente elige casi siempre una sola manera y sólo consigue resultados a medias. Yo preparo siempre mi frente y después sincretizo los resultados.

– Comprendo -dijo Claudia con un tono que la desmentía.

– Hay que trabajar en push-putl -dijo Persio-. No sé si me explico. Algunas cosas están domo en el camino y hay que empujarlas para ver lo que pasa más allá. Las mujeres, por ejemplo, con perdón del niño. Pero a otras hay que agarrarlas por la manija y tirar. Ese mozo Dalí sabe lo que hace (a lo mejor no lo sabe, pero es lo mismo) cuando pinta un cuerpo lleno de cajones. A mí me parece que muchas cosas tienen manija. Fíjese por ejemplo en las imágenes poéticas. Si uno las mira desde fuera, no ve más que el sentido abierto, aunque a veces sea muy hermético. ¿Usted se queda satisfecha con el sentido abierto? No, señor. Hay que tirar de la manija, caerse dentro del cajón. Tirar es apropiarse, apropincuarse, propasarse.

– Ah -dijo Claudia, haciendo una seña discreta a Jorge para que se sonara.

– Aquí, por ejemplo, los elementos significativos pululan. Cada mesa, cada corbata. Veo como un proyecto de orden en este terrible desorden. Me pregunto qué va a resultar.

– También yo. Pero es divertido.

– Lo divertido es siempre un espectáculo: no lo analicemos porque asomará el artificio obsceno. Conste que no estoy en contra de la diversión, pero cada vez que me divierto cierro primero el laboratorio y tiro los ácidos y los álcalis. Es decir que me someto, cedo a lo aparencial. Usted sabe muy bien qué dramático es el humorismo.

– Recítale a Persio el verso sobre Garrick -dijo Claudia a Jorge-. Ya verá qué buen ejemplo de su teoría.

– Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra… -declamó Jorge a gritos. Persio escuchó atentamente y después aplaudió. Desde otras mesas también aplaudieron y Jorge se puso colorado.

– Quod erat demostrandum -dijo Persio-. Claro que yo aludía a un plano más óntico, al hecho de que toda diversión es como una conciencia de máscara que acaba por animarse y suplanta el rostro real. ¿Por qué se ríe el hombre? No hay nada de qué reírse, como no sea de la risa en sí. Fíjese que los chicos que ríen mucho acaban llorando.

– Son unos sonsos -dijo Jorge-. ¿Querés que te recite el del buzo y la perla?

– En la cubierta, mejor dicho el sollado, bajo la asistencia de las estrellas podrás recitarme lo que quieras -dijo Persio-. Ahora quisiera entender un poco más este planteo semigastronómico que nos circunda. ¿Y esos bandoneones, qué significan?

– La madona -dijo Jorge, abriendo la boca.

VII

Un Lincoln negro, un traje negro, una corbata negra. El resto, borroso. De Don Galo Porrino lo que más se veía era el chófer de imponentes espaldas y la silla de ruedas donde la goma luchaba con el cromo. Mucha gente se detuvo para ver cómo el chófer v la enfermera sacaban a Don Galo y lo bajaban a la vereda. En las caras se advertía una lástima mitigada por la evidente fortuna del valetudinario caballero. A eso se sumaba que Don Galo parecía un pollo de los de cogote pelado, con un modo tan revirado de mirar que daba ganas de cantarle la Internacional en plena cara, cosa que jamás nadie había hecho -según afirmó Medrano- a pesar de ser la Argentina un país libre y la música un arte fomentado en los mejores círculos.

– Me había olvidado que Don Galo también ganó un premio. ¿Cómo no iba a ganar un premio Don Galo? Eso sí, en mi vida imaginé que el viejo haría el viaje. Es simplemente increíble.

– ¿Es un señor que usted conoce? -preguntó Nora.

– El que en Junín no conozca a Don Galo Porrino merece ser lapidado en la hermosa plaza de anchas veredas -dijo Medrano-. Los azares de mi profesión me llevaron a padecer un consultorio en esa progresista ciudad hasta hace unos cinco años, época fasta en que pude bajar a Buenos Aires. Don Galo fue uno de los primeros prohombres que conocí por allá.

– Parece un caballero respetable -dijo el doctor Restelli-. La verdad es que con ese auto resulta un tanto raro que…

– Con este auto -dijo López- se puede echar al capitán al agua y usar el barco como cenicero.

– Con ese auto -dijo Medrano- se puede ir muy lejos. Como ustedes ven, hasta Junín y hasta el London. Uno de mis defectos es la chismografía, aunque aduciré en mi descargo que sólo me interesan ciertas formas superiores del chisme, como por ejemplo la historia. ¿Qué diré de Don Galo? (Así empiezan ciertos escritores que saben muy bien lo que van a decir.) Diré que debería llamarse Gayo, por lo que verán muy pronto. Junín cuenta con la gran tienda «Oro y azul», nombre predestinado; pero si ustedes han incurrido en turismo bonaerense, cosa que prefiero dudar, sabrán que en Veinticinco de Mayo hay otra tienda «Oro y azul», y que prácticamente en todas las cabezas de partido de la vasta provincia hay oros y azules en las esquinas más estratégicas. En resumen, millones de pesos en el bolsillo de Don Galo, laborioso gallego que supongo llegó al país como casi todos sus congéneres y trabajó con la eficacia que los caracteriza en nuestras pampas proclives a la siesta. Don Galo vive en un palacio de Palermo, paralítico y casi sin familia. Una bien montada burocracia cuida de la cadena oro y azuclass="underline" intendentes, ojos y oídos del rey, vigilan, perfeccionan, informan y sancionan. Mas he aquí… ¿No los aburro?

– Oh, no -dijo Nora, que-bebía sus-palabras.

– Pues bien -siguió irónicamente Medrano, cuidando su ejercicio de estilo que, estaba seguro, sólo López apreciaba a fondo-, he aquí que hace cinco años se cumplieron las bodas de diamante de Don Galo con el comercio de paños, el arte sartorio y sus derivados. Los gerentes locales se enteraron oficiosamente de que el patrón esperaba un homenaje de sus empleados, y que tenía la intención de pasar revista a todas sus tiendas. Yo era por aquel entonces muy amigo de Peña, el gerente de la sucursal de Junín, que andaba preocupado con la visita de Don Galo. Peña se enteró de que la visita era eminentemente técnica y que Don Galo venía dispuesto a mirar hasta la última docena de botones. Resultado de informes secretos, probablemente. Como todos los gerentes estaban igualmente inquietos, empezó una especie de carrera armamentista entre las filiales. En el club había para reírse con los cuentos de Peña sobre cómo había sobornado a dos viajantes de comercio para que le trajeran noticias de lo que preparaban los de 9 de Julio o los de Pehuajó. Por su parte hacía lo posible, y en la tienda se trabajaba hasta horas inverosímiles y los empleados andaban furiosos y asustados al mismo tiempo.

»Don Galo empezó su jira de autohomenaje por Lobos, creo, visitó tres o cuatro de sus tiendas, y un sábado con mucho sol apareció en Ju nín. Por ese entonces tenía un Buick azul, pero Peña había mandado preparar un auto abierto, de esos que ya hubiera querido Alejandro para entrar en Persépolis. Don Galo quedó bastante impresionado cuando Peña y una comitiva lo esperaron a la entrada del pueblo y lo invitaron a pasar al auto abierto. El cortejo entró majestuosamente por la avenida principal; yo, que no me pierdo esas cosas, me había situado en el cordón de la vereda, a poca distancia de la tienda. Cuando el auto se acercó, los empleados, estratégicamente distribuidos, empezaron a aplaudir. Las chicas tiraban llores blancas y los hombres (muchos alquilados) agitaban banderitas con la insignia oro y azul. De lado a lado de la calle había una especie de arco de triunfo que decía: BIENVENIDO DON GALO. A Peña esta familiaridad le había costado una noche de insomnio, pero al viejo le gustó el coraje de sus subditos. El auto se paró delante de la tienda, arreciaron los aplausos (ustedes perdonen estas palabras necesarias pero odiosas) y Don Galo, como un tití en el borde del asiento, movía de cuando en cuando la mano derecha para devolver los saludos. Les advierto que hubiera podido saludar con las dos, pero ya me había dado cuenta yo de los puntos que calzaba el personaje, y que Peña no había exagerado. El señor feudal visitaba a sus siervos, requería y sopesaba el homenaje con un aire entre amable y desconfiado. Yo me rompía la cabeza tratando de recordar dónde había visto ya una escena como esa. No la escena misma, porque en sí era igual a cualquier recepción oficial, con banderitas y carteles y ramos de flores. Era lo que encubría (y para mí revelaba) la escena, algo que abarcaba a los aterrados horteras, al pobre Peña, al aire entre aburrido y ávido de la cara de Don Galo. Cuando Peña se subió a un banquillo para leer el discurso de bienvenida (en el que confieso que una buena parte era mía porque de cosas así están hechas las diversiones que uno tiene en los pueblos), Don Galo se encrespó en su asiento, moviendo la cabeza afirmativamente de cuando en cuando y recibiendo con fría cortesía las atronadoras salvas de aplausos que los empleados colocaban exactamente donde Peña les había indicado la noche anterior. En el momento mismo en que llegaba al punto más emocionante (habíamos descrito en detalle los afanes de Don Galo, self made man, autodidacto, etc), vi que el homenajeado hacía un signo ai gorila de chófer que ven ustedes ahí. El gorila bajó del auto y le habló a uno del cordón de la vereda, que se puso rojo y le habló al de al lado, que vaciló y se puso a mirar en todas direcciones como esperando una aparición salvadora… Comprendí que me acercaba a la solución, que iba a saber por qué todo eso me era tan familiar. "Ha pedido el orinal de plata -pensé-. Gayo Trimalción. Madre mía, el mundo se repite como puede…" Pero no era un orinal, claro, apenas un vaso de agua, un vaso bien pensado para aplastar a Peña, romperle el pathos del discurso y recobrar la ventaja que había perdido con el truco del auto abierto…»