Tosió, ahogándose con la primera bocanada. La Beba lo miraba, divertida.
– Se cree que puede fumar como un hombre grande -dijo- ¿Quién te regaló la pipa?
– Lo sabés de sobra, estúpida.
– El marido de la pelirroja, ¿no? Tenes suerte, vos. Primero afilas con la señora y después el marido te regala una pipa.
– Metete las opiniones en el traste.
La Beba seguía mirándolo y al parecer apreciaba el progresivo dominio de Felipe sobre la pipa, que empezaba a tirar bien.
– Es muy gracioso -dijo-. Mamá anoche estaba furiosa contra Paula. Sí, no me mires así; furiosa. ¿Sabés lo que dijo? Júrame que no te vas a enojar.
– No juro nada.
– Entonces no te lo digo. Dijo… «Esa mujer es la que se mete con el nene.» Yo te defendí, créame, pero no me hicieron caso como siempre. Vas a ver que se va a armar un lío.
Felipe se puso rojo de rabia, volvió a ahogarse y acabó dejando la pipa. Su hermana acariciaba modestamente el borde de la colcha.
– La vieja es el colmo -dijo por fin Felipe-. ¿Pero qué se cree que soy yo? Ya me tiene podrido con lo del nene, uno de estos días los voy a mandar a todos a… (La Beba se había puesto los dedos en las orejas.) Y a vos la primera, mosquita muerta, seguro que fuiste vos la que le fue a alcahuetear que yo… ¿Pero ahora no se puede hablar con las mujeres, entonces? ¿Y quién íos trajo a ustedes acá, decime? ¿Quién les pagó el viaje? mirá, mAndate mudar, me dan unas ganas de pegarte un par de bifes.
– Yo que vos -dijo la Beba – tendría más cuidado al flirtear con Paula. Mamá dijo…
Ya en la puerta se volvió a medias. Felipe seguía en el mismo sitio, con las manos en los bolsillos de la robe de chambre y el aire de un preliminarista que disimula el miedo.
– Imaginate que Paula se enterara de que te llamamos el nene -dijo la Beba, cerrando la puerta.
– Cortarse el pelo es una operación metafísica -opinó Medrano-. ¿Habrá ya un psicoanálisis y una sociología del peluquero y sus clientes? El ritual, ante todo, que acatamos y favorecemos a lo largo de toda la vida.
– De chico la peluquería me impresionaba tanto como la iglesia -dijo López-. Había algo misterioso en que el peluquero trajera una silla especial, y después esa sensación de la mano apretándome la cabeza como un coco y haciéndola girar de un lado a otro… Sí, un ritual, usted tiene razón.
Se acodaron en la borda buscando cualquier cosa a lo lejos.
– Todo se junta para que la peluquería tenga algo de templo -dijo Medrano-. Primero, el hecho de que los sexos están separados le da una importancia especial. La peluquería es como los billares y los mingitorios, el androceo que nos devuelve una cierta e inexplicable libertad. Entramos en un territorio muy diferente del de la calle, las casas y los tranvías. Ya hemos perdido las sobremesas de hombres solos, y los cafés con salón de familias, pero todavía salvamos algunos reductos.
– Y el olor, que uno reconoce en cualquier lugar de la tierra.
– Aparte de que los androceos se han hecho quizá para que el hombre, en pleno alarde de virilidad, pueda ceder a un erotismo que él mismo considera femenino, quizá sin razón pero de hecho, y al que se negaría indignado en otra circunstancia. Las fricciones, los fomentos, los perfumes, los recortes minuciosamente ordenados, los espejos, el talco… Si usted enumera estas cosas fuera del contexto, ¿no son la mujer?
– Claro -dijo López-, lo que prueba que ni a solas se queda uno Ubre de ellas, gracias a Dios. Vamos a mirar a los tritones y las nereidas que invaden poco a poco la piscina. Che, también nosotros podríamos pegarnos un remojón.
– Vaya usted, amigazo, yo me quedo un rato al sol dando unas vueltas.
Atilio y su novia acababan de tirarse vistosamente al agua, y proclamaban a gritos que estaba muy fría. Con aire marcadamente desolado, Jorge buscó a Medrano y le hizo saber que Claudia no le daba permiso para bañarse.
– Bueno, ya te bañarás esta tarde. Anoche no estabas muy bien, y ya oíste que el agua está helada.
– Está solamente fría -dijo Jorge, que amaba la precisión en ciertos casos-. Mamá se pasa la vida mandándome a bañar cuando no tengo ganas, y… y…
– Y viceversa.
– Eso ¿Vos no te bañás, Persio lunático?
– Oh, no -dijo Persio, que estrechaba calurosamente la mano de Medrano-. Soy demasiado sedentario y además una vez tragué tanta agua que estuve sin poder hablar más de cuarenta y ocho horas.
– Vos estás macaneando -sentenció Jorge, nada convencido-. Medrano, ¿viste al glúcido ahí arriba?
– No. ¿En el puente de mando? Si nunca hay nadie.
– Yo lo vi, che. Cuando salí a la cubierta hace un rato. Estaba ahí, mirá, justamente entre esos dos vidrios; seguro que manejaba el timón.
– Curioso -dijo Claudia-. Cuando Jorge me avisó ya era tarde y no vi a nadie. Uno se pregunta cómo dirigen este barco.
– No es forzosamente necesario que estén pegados a los vidrios -dijo Medrano-. El puente es muy profundo, me imagino, y se instalarán en el fondo o delante de la mesa de mapas… -sospechó que nadie le hacía demasiado caso-. De todos modos tuviste suerte, porque lo que es yo…
– La primera noche el capitán veló ahí hasta muy tarde -dijo Persio.
– ¿Cómo sabés que era el capitán, Persio lunático?
– Se nota, es una especie de aura. Decime: ¿cómo era el glúcido que viste?
– Petiso y vestido de blanco como todos, con una gorra como todos, y unas manos con pelos negros como todos.
– No me vas a decir que le viste los pelos desde aquí.
– No -admitió Jorge-, pero por lo petiso se notaba que tenía pelos en las manos.
Persio se tomó el mentón con dos dedos, y apoyó el codo en otros dos.
– Curioso, muy curioso -dijo, mirando a Claudia-. Uno se pregunta si realmente vio a un oficial, o si el ojo interior… Como cuando habla en sueños, o echa las cartas. Catalizador, esa es la palabra, un verdadero pararrayos. Sí, uno se pregunta -agregó, perdiéndose en sus pensamientos.
– Yo lo vi, che -murmuró Jorge un poco ofendido-. ¿Qué tiene de raro, a la final?
– No se dice a la final.
– A la que tanto, entonces.
– Tampoco se dice a la que tanto -dijo Claudia, riéndose. Pero Medrano no tenía ganas de reírse.
– Esto ya joroba demasiado -le dijo a Claudia cuando Peisio se llevó a Jorge para explicarle el misterio de las olas-. ¿No es ridículo que estemos reducidos a una zona que llamamos cubierta cuando en realidad está por completo descubierta? No me dirá que esas pobres lonas que han instalado los finlandeses serán una protección en caso de temporal. Es decir que si empieza a llover, o cuando haga frío en el estrecho de Magallanes, tendremos que pasarnos el día en el bar o en las cabinas… Caramba, esto es más un transporte de tropas o un barco negrero que otra cosa. Hay que ser como Lucio para no verlo.
– De acuerdo -dijo Claudia, acercándose a la borda-. Pero como hay un sol tan hermoso, aunque Persio diga que en el fondo es negro, nos despreocupamos.
– Sí, pero cómo se parece eso a lo que hacemos en tantos otros terrenos -dijo Medrano en voz baja-. Desde anoche tengo la sensación de que lo que me ocurre de fuera a dentro, por decirlo así, no es esencialmente distinto de lo que soy yo de dentro a fuera. No me explico bien, temo caer en una, pura analogía, esas analogías que el bueno de Persio maneja para su deleite. Es un poco…
– Es un poco usted y un poco yo, ¿verdad?
– Sí, y un poco el resto, cualquier elemento o parte del resto. Tendría que plantearlo con mayor claridad, pero siento como si pensarlo fuera la mejor manera de perder el rastro… Todo esto es tan vago y tan insignificante. Vea, hace un momento yo estaba perfectamente bien (dentro de la sencillez del conjunto, como decía un cómico de la radio). Bastó que Jorge contara que había visto a un glúcido en el puente de mando para que todo se fuera al diablo. ¿Qué relación puede haber entre eso y…? Pero es una pregunta retórica, Claudia; sospecho la relación, y la relación es que no hay ninguna relación porque todo es una y la misma cosa.