– Dentro de la sencillez del conjunto -dijo Claudia, tomándolo del brazo y atrayéndolo imperceptiblemente hacia ella-. Mi pobre Gabriel, desde ayer usted se está haciendo una mala sangre terrible. Pero no era para eso que nos embarcamos en el Malcolm.
– No -dijo Medrano, entornando los ojos para sentir mejor la suave presión de la mano de Claudia-. Claro que no era para eso.
– ¿Jantzen? -preguntó Raúl.
– No, El Coloso -dijo López, y soltaron la carcajada.
A Raúl le hacía gracia además encontrárselo a López en el pasillo de estribor, siendo que su cabina quedaba del otro lado. «Hace la ronda, el pobre, da un rodeo cada vez por si se produce un encuentro casual, etcétera. ¡Oh, centinela enamorado, pervigilium veneris! Este muchacho merecería un slip de mejor calidad, realmente…»
– Espere un segundo -dijo, no sabiendo si debía encomiarse por su compasión-. El torbellino atómico se disponía a seguirme, pero naturalmente se habrá olvidado el rouge o las zapatillas en algún rincón.
– Ah, bueno -dijo López, fingiendo indiferencia.
Empezaron a charlar, apoyados en el tabique del pasillo. Pasó Lucio, también en traje de baño, los saludó y siguió de largo.
– ¿Cómo va ese ánimo para las nuevas puntas de lanza y las ofensivas de los comandos? -dijo Raúl.
– No demasiado bien, che; después del fiasco de anoche… Pero supongo que habrá que seguir adelante. A menos que el pibe Trejo nos gane de mano…
– Lo dudo -dijo Raúl, mirándolo de reojo-. Si a cada viaje se pesca una curda como la de ayer… No se puede bajar al Hades sin un alma bien templada; así lo enseñan las buenas mitologías.
– Pobre pibe, seguro que se quiso desquitar -dijo López.
– ¿Desquitar?
– Bueno, ayer lo dejamos de lado y supongo que no le gustó. Yo lo conozco un poco, ya sabe que enseño en su colegio; no creo que tenga un carácter fácil. A esa edad todos quieren ser hombres y tienen razón, sólo que los medios y las oportunidades les juegan sucio vuelta a vuelta.
«¿Por qué diablos me estás hablando de él? -se dijo Raúl, mientras asentía con aire comprensivo-. Tenes mucho olfato, vos, las ves todas debajo del agua, y además sos un tipo macanudo.» Se inclinó solemnemente ante Paula que abría la puerta de la cabina, y volvió a mirar a López que no se sentía muy cómodo en traje de baño. Paula se había puesto una malla negra bastante austera, en total desacuerdo con la bikini del día anterior.
– Buenos días, López -dijo livianamente-. ¿Vos también te tiras al agua, Raúl? Pero no vamos a caber ahí adentro.
– Moriremos como héroes -dijo Raúl, encabezando la marcha-. Madre mía, ya están ahí los boquenses, lo único que falta es que ahora se tire don Galo con silla y todo.
Por la escalera de babor se asomaba Felipe, seguido de la Beba que se instaló elegantemente en la barandilla para dominar la piscina y la cubierta. Saludaron a Felipe agitando la mano, y él devolvió el saludo con alguna timidez, preguntándose cuáles habrían sido los comentarios a bordo sobre su rara descompostura. Pero cuando Paula y Raúl lo recibieron charlando y riendo, y se tiraron al agua seguidos de López y de Lucio, recobró la seguridad y se puso a jugar con ellos. El agua de la piscina se llevó los últimos restos de la resaca.
– Parece que estás mejor -le dijo Raúl.
– Seguro, ya se me pasó todo.
– Ojo con el sol, hoy va a estar fuerte de nuevo. Tenes muy quemados los hombros.
– Bah, no es nada.
– ¿Te hizo bien la pomada?
– Sí, creo que sí -dijo Felipe-. Qué lío, anoche. Discúlpeme, mire que descomponerme en su camarote… Me daba calor, pero qué iba a hacer.
– Vamos, no fue nada -dijo Raúl-. A cualquiera le puede pasar. Yo una vez le vomité en una alfombra a mi tía Magda, que en paz no descanse; muchos dijeron que la alfombra había quedado mejor que antes, pero te advierto que tía Magda no era popular en la familia.
Felipe sonrió, sin entender demasiado. Estaba contento de que fueran de nuevo amigos, era el único con quien se podía hablar en el barco. Lástima que Paula estuviera con él y no con Medrano o López. Tenía ganas de seguir charlando con Raúl, y a la vez veía las piernas de Paula que colgaban al borde de la piscina y se moría por ir a sentarse a su lado y averiguar lo que pensaba sobre su enfermedad.
– Hoy probé la pipa -dijo torpemente-. Es estupenda, y el tabaco…
– Mejor que el que fumaste anoche, espero -dijo Raúl.
– ¿Anoche? Ah, usted quiere decir…
Nadie podía oírlos, los Presutti evolucionaban entre grandes exclamaciones en el otro extremo de la piscina. Raúl se acercó a Felipe, acorralado contra la tela encerada.
– ¿Por qué fuiste solo? Entendés, no es que no puedas ir adonde te dé la gana. Pero me sospecho que allá abajo no es muy seguro.
– ¿Y qué me puede pasar?
– Probablemente nada. ¿Con quiénes te encontraste?
– Con… -iba a decir «Bob», pero se tragó la palabra-. Con uno de los tipos.
– ¿Cuál, el más chico? -preguntó Raúl, que sabía muy bien.
– Sí, con ése.
Lucio se les acercó, salpicándolos. Raúl hizo un gesto que Felipe no entendió bien y se hundió de espaldas, nadando hacia el otro extremo donde Atilio y la Nelly emergían entusiastas. Dijo alguna cosa amable a la Nelly, que lo admiraba temerosamente, y entre él y el Pelusa se pusieron a enseñarle la plancha. Felipe lo miró un momento, contestó sin ganas a algo que decía Lucio, y acabó encaramándose junto a Paula que tenía los ojos cerrados contra el sol.
– Adivine quién soy.
– Por la voz, un muchacho muy buen mozo -dijo Paula-. Espero que no se llame Alejandro, porque el sol está estupendo.
– ¿Alejandro? -dijo el alumno Trejo, cero en varios bimestres de historia griega.
– Sí, Alejandro, Iskandar, Aleixandre, como le guste. Hola, Felipe. Pero claro, usted es el papá de Alejandro. ¡Raúl, tenes que venir a oír esto, es maravilloso! Sólo falta que ahora aparezca un mozo y nos ofrezca una macedonia de frutas.
Felipe dejó pasar la racha ininteligible, para lo cual se organizó el jopo con un peine de nylon que extrajo del bolsillo del slip. Estirándose, se entregó a la primera caricia de un sol todavía no demasiado fuerte.
– ¿Ya se le pasó la mona? -preguntó Paula, cerrando otra vez los ojos.
– ¿Qué mona? Me hizo mal el sol -dijo Felipe, sobresaltado-. Aquí todo el mundo piensa que me tomé un litro de whisky. Mire, una vez en una comida con los muchachos, cuando terminamos cuarto año… -la evocación incluía diversas descripciones de jóvenes debajo de las mesas del restaurante Electra, pero Felipe invicto llegando a su casa a las tres de la mañana y eso que había empezado con dos cinzanos y bitter, después el nebiolo y un licor dulce que no sabía cómo se llamaba.
– ¡Qué aguante! -dijo Paula-. ¿Y por qué esta vez le hizo mal?
– Pero si no fue el drogui, no le digo, yo creo que me quedé demasiado por la tarde. Usted también está bastante quemada -agregó, buscando una salida-. Le queda muy bien, tiene unos hombros lindísimos.
– ¿De verdad?
– Sí, preciosos. Ya se lo habrán dicho muchas veces, me imagino.
«Pobrecito -pensaba Paula, sin abrir los ojos-. Pobrecito.» Y no lo decía por Felipe. Medía el precio que alguien tendría que pagar por un sueño, una vez más alguien moriría en Venecia y seguiría viviendo después de la muerte, a sadder but not a wiser man… Pensar que hasta un niño como Jorge ya hubiera encontrado montones de cosas divertidas y hasta sutiles que decir. Pero no, el jopo y la petulancia y se acabó… «Por eso parecen estatuas, lo que pasa es que lo son de veras, por fuera y por dentro.» Adivinaba lo que debía estar imaginándose López, solo y enfurruñado. Ya era tiempo de firmar el armisticio con Jamaica John, el pobre estaría convencido de que Felipe le decía cosas incitantes y que ella escuchaba cada vez más complacida los galanteos («es más una galantina que un galanteo») del pequeño Trejo. «¿Qué pasaría si me lo llevara a la cama? Ruboroso como un cangrejo sin saber dónde meterse… Sí, dónde meterse lo sabría seguramente, pero antes y después es decir lo verdaderamente importante… Pobrecito, habría que enseñarle todo… pero si es extraordinario, el chico de Le Blé en Herbe también se llamaba Felipe… Ah, no esto ya es demasiado. Tengo que contárselo a Jamaica John apenas se le pasen las ganas de retorcerme el pescuezo…»