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Jamaica John se miraba los pelos de las pantorrillas. Sin alzar demasiado la voz hubiera podido hablar con Paula, ahora que los Presutti salían del agua y se hacía un silencio cortado por la risa lejana de lorge. En cambio le pidió un cigarrillo a Medrano y se puso a fumar con los ojos fijos en el agua, donde una nube hacía desesperados esfuerzos por no perder su forma de pera Williams. Acababa de acordarse de un fragmento de sueño que había tenido hacia la madrugada y que debía influir en su estado de ánimo. De cuando en cuando le ocurría soñar cosas parecidas; esta vez entraba en juego un amigo suyo a quien nombraban ministro, y él asistía a la ceremonia del juramento. Todo estaba muy bien y su amigo era un muchacho formidable, pero lo mismo se había sentido vagamente infeliz, como si cualquiera pudiera ser ministro menos él. Otras veces soñaba con el matrimonio de ese mismo ami go, uno de esos braguetazos que lo embarcan a uno en yates, Orient Express y Superconstellations; en todos los casos el despertar era penoso, hasta que la ducha ponía orden en la realidad. «Pero yo no tengo ningún sentimiento de inferioridad -se dijo-. Dormido, en cambio, soy un pobie infeliz.» Honestamente procuraba interro garse: ¿no estaba satisfecho de su vida, no le bastaba su trabajo, su casa (que no era su casa, en realidad, pero vivir como pensionista de su hermana era una solución más que satisfactoria), sus amigas del momento o del semestre? «Lo malo es que nos han metido en la cabeza que la verdad está en los sueños, y a lo mejor es al revés y me estoy haciendo mala sangre por una tontería. Con este sol y este viajecito, hay que ser idiota para atormentarse así.»

Solo en el agua, Raúl miró a Paula y a Felipe. De modo que la pipa era estupenda, y el tabaco… Pero le había mentido sobre el viaje al Hades. No le molestaba la mentira, era casi un homenaje que le rendía Felipe. A otro no hubiera tenido inconveniente en decirle la verdad, al fin y al cabo qué podía importarle. Pero a él le mentía porque sin saberlo sentía la fuerza que los acercaba (más fuerte cuanto más se echara atrás, como un buen arco), le mentía y sin saberlo le estaba alcanzando una flor con su mentira.

Incorporándose, Felipe respiró con fruición; su torso y su cabeza se inscribieron en el fondo profundamente azul del cielo. Raúl se apoyó en la tela encerada y recibió de lleno la herida, dejó de ver a Paula y a López, se oyó pensar en voz alta, muy adentro pero con reverberaciones de caverna oyó gritar su pensamiento que nacía con las palabras de Krishnadasa, extraño recuerdo en una piscina, en un tiempo tan diferente, en un cuerpo tan ajeno, pero como si las palabras fueran por derecho suyas, y lo eran, todas las palabras del amor eran las suyas y las de Krishnadasa y las del bucoliasta y las del hombre atado al lecho de flores de la más lenta y dulce tortura. «Bienamado, sólo tengo un deseo -oyó cantar-. Ser las campanillas que ciñen tus piernas para seguirte por doquiera y estar contigo… Si no me ato a tus pies, ¿de qué sirve cantar un canto de amor? Eres la imagen de mis ojos y te veo en todas partes. Si contemplo tu belleza soy capaz de amar el mundo. Krishnadasa dice: mirá, mira.» Y el cielo parecía negro en torno de la estatua.

XXXIV

– Pobre hombre -decía doña Rosita-. Mírenlo ahí como un santo sin juntarse con nadie. A mí eso me parece una vergüenza, siempre le digo a mi esposo que el gobierno tendría que tomar medidas. No es justo que porque uno sea chófer tenga que pasarse el día metido en un rincón.

– Y parece simpático, el pobre -dijo la Nelly -. Qué grande que es, ¿te fijaste, Atilio? ¡Qué urso!

– Bah, pero no es para tanto -dijo Atilio-. Cuando yo lo ayudo a levantar la silla del viejo no te vayas a creer que me gana en fuerza. Lo que es es gordo, pura grasa. Parece un cácher, pero si te lo agarra Lausse me lo duerme en dos patadas. Che, ¿cómo te parece que le irá al Rusito cuando pelee con Estéfano?

– El Rusito es muy bueno -dijo la Nelly -. Dios quiera que gane.

– La última vez ganó raspando, a mí me parece que no tiene bastante punch, pero eso sí, un juego de piernas… Parece Errol Flynn en esa del boxeador, vos la viste.

– Sí, la vimos en el Boedo. Ay, Atilio, a mí las cintas de boxeadores no me gusta se ensangrientan la cara y al final no se ven más que peleas todo el tiempo. No hay nada de sentimiento, qué querés.

– Bah, el sentimiento -dijo el Pelusa-. Las mujeres si no ven un engominado que se la pasa a los besos, no quieren saber nada. La vida es otra cosa, te lo digo yo. La realidad, entendés.

– Vos lo decís porque te gustan las de pistoleros, pero cuando sale la Esther Williams bien que te quedas con la boca abierta, no vayas a creer que no me fijo.

El Pelusa sonrió modestamente y dijo que después de todo la Esther Williams era un budinazo. Pero doña Rosita, reponiéndose del letargo provocado por el desayuno y el rolido, intervino para opinar que las actrices de ahora no se podían comparar con las de su tiempo.

– Es muy cierto -dijo doña Pepa-. Cuando una piensa en la Norma Talmadge y la Lilian Gish, ésas eran mujeres. Acordate de la Marlene Dietrich, lo que se llama decente no era, ¡pero qué sentimiento! En aquella en colores que él era un cura que se había escapado entre los moros, te acordás, y ella de noche salía a la terraza con esos velos blancos… Me acuerdo que acababa mal, era el destino…

– Ah, ya sé -dijo doña Rosita-. Lo.que el viento se llevó, qué sentimiento, ahora me acuerdo.

– No, ésa no era lo que el viento se llevó -dijo doña Pepa-. Era una que el cura se llamaba Pepe no sé cuanto. Todo en la arena, me acuerdo, unos colores.

– Pero no, mamá -dijo la Nelly -. La de Pepe era otra de Charles Boyer. Atilio también la vio, fuimos con la Nela. ¿Te acordás, Atilio?

El Pelusa, que se acordaba poco, empezó a correr las reposeras con sus ocupantes dentro, para que no les diera el sol. Las señoras se rieron y chillaron un poco, pero estaban encantadas porque así podían ver de frente la piscina.

– Ya está ésa hablando con el chico -dijo doña Rosita-. Me da una cosa cuando pienso Jo desvergonzada que es…

– Pero mamá, no es para tanto -dijo la Nelly, que había estado charlando con Paula y seguía deslumbrada por el buen humor y los chistes de Raúl-. Vos no querés comprender a la juventud moderna, acordate cuando fuimos a ver la de James Dean. Te juro, Atilio, se quería ir todo el tiempo y decía que eran unos sinvergüenzas, date cuenta.

– Los pitucos no son muy trigo limpio -dijo el Pelusa, que se tenía bien discutido el asunto con los muchachos del café-. Es la educación que reciben, qué le vas a hacer.

– Si yo era la madre de ese muchachito, ya me iba a oír -dijo doña Pepa-. Seguro que le está diciendo cosas que no son para su edad. Y si no sería más que eso…

Las tres asintieron, mirándose significativamente.

– Lo de anoche fue el colmo -siguió doña Pepa-. Mire que. salir en la oscuridad con ese muchacho casado, v la señora ahí mirando… La cara que tenía, bien que la vi, pobre ángel. Hay que decir lo que es, ya no tienen religión. ¿Usted vio en el tranvía? Se puede caer muerta que se quedan tan tranquilos sentados leyendo esas revistas con crímenes y la Sofía Loren.