– Yo también me acuerdo de los discursos patrioteros de la escuela -dijo Raúl-. Aprendí muy pronto a tenerles un asco minucioso. El lábaro, la patria inmarcesible, los laureles eternos, la guardia muere pero no se rinde… No, ya me hice un lío, pero es lo mismo. ¿Será cierto que ese vocabulario sirve de riendas, de anteojeras? El hecho es que pasado cierto nivel mental, el ridículo del contraste entre esas palabras y quienes lo emplean acaba con cualquier ilusión.
– Sí, pero uno necesita la fe cuando es joven -dijo Paula-. Me acuerdo de uno que otro profesor decente y respetado; cuando decían esas cosas en las clases o los discursos, yo me prometía una carrera brillante, un martirio, la entrega total a la patria. Es una cosa dulce, la patria, Raulito. No existe, pero es dulce.
– No existe, la existimos -dijo Raúl-. No se queden en la mera fenomenología, atrasados.
Paula entendía que eso no era absolutamente exacto, y el diálogo adquirió un brillo técnico que exigía el discreto silencio admirativo de López. Oyéndolos se asomaba una vez más a esa carencia que apenas podía nombrar si la llamaba incomunicación o simplemente individualidad. Separados como estaban por sus diferencias y sus vidas, Paula y Raúl se entrecruzaban como una malla, se reconocían continuamente en las alusiones, los recuerdos de episodios vividos en común, mientras él estaba afuera, asistiendo tristemente -y a la vez se podía ser feliz, tan feliz mirando la nariz de Paula, oyendo la risa de Paula- a esa alianza sellada por un tiempo y un espacio que eran como cortarse un dedo y mezclar la sangre y ser uno solo para siempre jamás… Ahora él iba a ingresar en el tiempo y en el espacio de Paula, asimilando asiduamente durante vaya a saber cuanto las im ponderables cosas que Raúl conocía ya como si fueran parte de él, los gustos y las repulsiones de Paula, el sentido exacto de un gesto o de un vestido o de una cólera, su sistema de ideas o simplemente el desorden general de sus valores y sus sentimientos, sus nostalgias y sus esperanzas. «Pero va a ser mía y eso cambia todo -pensó, apretando los labios-. Va a nacer de nuevo, lo que él sabe de ella es lo que puede compartir todo el mundo que la conozca un poco. Yo…» Pero lo mismo llegaba tarde, lo mismo Raúl y ella cruzarían una mirada en cualquier momento, y esa mirada sería un concierto en la Wagneriana, un atardecer en Mar del Plata, un capítulo de William Faulkner, una visita a la tía Matilde, una huelga universitaria, cualquier cosa sin Carlos López, cualquier cosa ocurrida cuando Carlos López dictaba una clase en cuarto B, o paseaba por Florida, o hacía el amor con Rosalía, algo selladamente ajeno, como los motores de los autos de carrera, como los sobres que guardan testamentos, algo fuera de su aire y su alcance pero también Paula, igualmente y tan Paula como la que dormiría en sus brazos y lo haría feliz. Entonces los celos del pasado, que en los personajes de Pirandello o de Proust le habían parecido una mezcla de convención y de impotencia para realizar de verdad el presente, podían empezar a morder en la manzana. Sus manos conocerían cada momento del cuerpo de Paula, y la vida lo engañaría con la mínima ilusión del presente, de las pocas horas o días o meses que irían pasando, hasta que entrara Raúl o cualquier otro, hasta que aparecieran una madre o un hermano o una ex condiscípula, o simplemente una hoja en un libro, un apunte en una libreta, y peor todavía, hasta que Paula hiciera un gesto antiguo, cargado de un sentido inapresable, o aludiera a cualquier cosa de otro tiempo al pasar por delante de cualquier casa o viendo una cara o un cuadro. Si un día se enamoraba verdaderamente de Paula, porque ahora no estaba enamorado («ahora no estoy enamorado -pensó-, ahora sencillamente me quiero acostar con ella y vivir con ella y estar con ella») entonces el tiempo le mostrfería su verdadera cara ciega, proclamaría el espacio infranqueable del pasado donde no entran las manos y las palabras, donde es inútil tirar una tuerca contra un puente de mando porque no llega y no lastima, donde todo paso se ve detenido por un muro de aire y todo beso encuentra por respuesta la insoportable burla del espejo. Sentados en torno de la misma mesa, Paula y Raúl estaban a la vez del otro lado del espejo; cuando su voz se mezclaba aquí y allá a las de ellos, era como si un elemento excéntrico penetrara en la cumplida esfera de sus voces que bailaban, livianamente enlazadas, tomándose y soltándose alternativamente en el aire. Poder cambiarse por Raúl, ser Raúl sin dejar de ser él mismo, correr tan ciegamente y tan desesperadamente que el muro invisible se hiciera trizas y lo dejara entrar, recoger todo el pasado de Paula en un solo abrazo que lo pusiera por siempre a su lado, poseerla virgen, adolescente, jugar con ella los primeros juegos de la vida, acercarse así a la juventud, al presente, al aire sin espejos que los rodeaba, entrar con ella en el bar, sentarse con ella a la mesa, saludar a Raúl como a un amigo, hablar lo que estaban hablando, mirar lo que miraban, sentir a la espalda el otro espacio, el futuro inconcebible, pero que todo el resto fuera de ellos, que ese aire de tiempo que los envolvía ahora no fuese la burbuja irrisoria rodeada de nada, de un ayer donde Paula era de otro mundo, de un mañana donde la vida en común no tendría fuerzas para atraerla por entero contra él, hacerla de verdad y para siempre suya.
– Sí, era admirable -dijo Paula, y puso la mano en el hombro de López-. Ah, Jamaica John se despierta, su cuerpo astral andaba por regiones lejanas.
– ¿A quién le llaman el walsungo? -dijo López.
– Gieseking. No sé por qué le llamábamos así, Raúl está triste porque se ha muerto. íbamos mucho a escucharlo, tocaba un Beethoven tan hermoso.
– Sí, yo también lo escuché alguna vez -dijo López. (Pero no era lo mismo, no era lo mismo. Cada uno por su lado, el espejo…) Colérico, sacudió la cabeza y le pidió un cigarrillo a Paula. Paula se arrimó contra él, no demasiado porque el señor Trejo los miraba de cuando en cuando, y le sonrió.
– Qué lejos andabas, pero qué lejos. ¿Estás triste? ¿Te aburrís?
– No seas tonta -dijo López-. ¿Usted no encuentra que es muy tonta?
XXXVII
– No sé, no tiene nada de fiebre, pero hay algo que no me gusta -dijo Claudia, mirando a Jorge que corria en persecución de Persio-. Cuando mi hijo no afirma su voluntad de repetir el postre, es señal de que tiene la lengua sucia.
Medrano escuchaba como si las palabras fuesen un reproche. Se encogió de hombros, rabioso.
– Lo mejor sería que lo viera el médico, pero si seguimos así… No, realmente es una barbaridad. López tiene toda la razón del mundo y habrá que acabar de alguna manera con este absurdo.
«Me pregunto para qué demonios tenemos esas armas en la cabina», pensó, explicándose de sobra por qué Claudia callaba con un aire entre desconcertado y escéptico.
– Probablemente no conseguirán nada -dijo Claudia después de un rato-. Una puerta de hierro no se abre a empujones. Pero no se preocupe por Jorge, quizá sea un resto del malestar de ayer. Vaya a traerme una reposera, y busquemos un poco de sombra.
Se ubicaron a suficiente distancia de la señora de Trejo como para satisfacer su susceptibilidad social y poder hablar sin que los oyera. La sombra era fresca a las cuatro de la tarde, soplaba una brisa que a veces resonaba en los cabos y alborotaba el pelo de Jorge, entregado a un violento fideo fino con el paciente Persio. Por debajo del diálogo Claudia sentía que Medrano rumiaba su idea fija, y que mientras comentaba los ejercicios de Presutti y Felipe seguía pensando en el oficial y en el médico. Sonrió, divertida de tanta masculina obcecación.