– Lo curioso es que hasta ahora no hemos hablado del viaje por el Pacífico -le dijo-. Me he fijado que nadie menciona el Japón. Ni siquiera el modesto estrecho de Magallanes o las posibles escalas.
– Futuro remoto -dijo Medrano, volviendo con una sonrisa de su malhumor de un minuto-. Demasiado remoto para la imaginación de algunos, y demasiado improbable para usted y para mí.
– Nada hace suponer que no llegaremos.
– Nada. Pero es un poco como la muerte. Nada hace suponer que no moriremos, y sin embargo…
– Detesto las alegorías -dijo Claudia-, salvo las que se escribieron en su tiempo, y no todas.
Felipe y el Pelusa ensayaban en la cubierta la serie de ejercicios con que se lucirían en la velada. No se veía i nadie en el puente de mando. La señora de Trejo enterró cruelmente las amarillas agujas en el ovillo de lana, envolvió el tejido, y luego de un cortés saludo se sumó amablemente a los ausentes. Medrano dejó que su mirada se balanceara un rato en el espacio, sujeta en el pico de un pájaro carnero.
– Japón o no Japón, nunca lamentaré haberme embarcado en este condenado Malcolm. Le debo haberla conocido, le debo ese pájaro, esas olas enjabonadas, y creo que algunos malos ratos más necesarios de lo que habría admitido en Buenos Aires.
– Y don Galo, y la señora de Trejo, amén de otros pasajeros igualmente notables.
– Hablo en serio, Claudia. No soy feliz a bordo, cosa que podría sorprenderme porque no entraba para nada en mis planes. Todo estaba preparado para hacer de este viaje algo como el intervalo entre la terminación de un libro y el momento en que cortamos las páginas de uno nuevo. Una tierra de nadie en que nos curamos las heridas, si es posible, y juntamos hidratos de carbono, grasas y reservas morales para la nueva zambullida en el calendario. Pero me ha salido al revés, la tierra de nadie era el Buenos Aires de los últimos tiempos.
– Cualquier sitio es bueno para poner las cosas en claro -dijo Claudia-. Ojalá yo sintiera lo mismo, todo lo que me dijo anoche, lo que todavía puede ocurrirle… A mí no me inquieta mucho la vida que llevo, allá o acá. Sé que es como una hibernación, una vida en puntas de pie, y que vivo para ser nada más que la sombra de Jorge, la mano que está ahí cuando de noche él alarga la suya en la oscuridad y tiene miedo.
– Sí, pero eso es mucho.
– Visto desde fuera, o estimado en términos de abnegación maternal. El problema es que yo soy otra cosa además de la madre de Jorge, ya se lo dije, mi matrimonio fue un error, pero también es un error quedarse demasiado tiempo tirada al sol en la playa. Equivocarse por exceso de belleza o de felicidad… lo que cuenta son los resultados. De todos modos mi pasado estaba lleno de cosas bellas, y haberlas sacrificado a otras cosas igualmente bellas o necesarias no me consolará nunca. Déme a elegir entre un Braque y un Picasso, me quedaré con el Braque, lo sé (si es un cuadro en que estoy pensando ahora), pero qué tristeza no tener ese precioso Picasso colgado en mi salón…
Se echó a reír sin alegría, y Medrano alargó una mano y la apoyó en su brazo.
– Nada le impide ser mucho más que la madre de Jorge -dijo-. ¿Por qué casi siempre las mujeres que se quedan solas pierden el impulso, se dejan estar? ¿Corrían tomadas de nuestra mano, mientras nosotros creíamos correr porque ellas nos mostraban un camino? Usted no parece aceptar que la maternidad sea su sola obligación, como tantas otras mujeres. Estoy seguro de que podría hacer todo lo que se propusiera, satisfacer todos los deseos.
– Oh, mis deseos -dijo Claudia-. Más bien quisiera no tenerlos, acabar con muchos de ellos. Quizá así…
– Entonces, ¿seguir queriendo a su marido basta para malograrla?
– No sé si lo quiero -dijo Claudia-. A veces pienáo que nunca lo quise. Me resultó demasiado fácil liberarme. Como usted de Bettina, por ejemplo, y creo saber que no estaba enamorado de ella.
– ¿Y él? ¿No trató nunca de reconciliarse, la dejó irse así?
– Oh, él iba a tres congresos de neurología por año -dijo Claudia, sin resentimiento-. Antes de que el divorcio quedara terminado ya tenía una amiga en Montevideo. Me lo dijo para quitarme toda preocupación, porque debía sospechar este… llamémosle sentimiento de culpa.
Vieron cómo Felipe subía por la escalerilla de estribor, se reunía con Raúl y los dos se alejaban por el pasillo. La Beba bajó y vino a sentarse en la reposera de su madre. Le sonrieron. La Beba les sonrió. Pobre chica, siempre tan sola.
– Se está bien, aquí -dijo Medrano.
– Oh, sí -dijo la Beba – Ya no aguantaba más el sol. Pero también me gusta quemarme.
Medrano iba a preguntarle por qué no se bañaba, pero se contuvo prudentemente. «A lo mejor meto la pata», pensó, fastidiado al mismo tiempo por la interrupción del diálogo. Claudia preguntaba alguna cosa sobre una hebilla que había encontrado Jorge en el comedor. Encendiendo un cigarrillo, Medrano se hundió un poco más en la reposera. Sentimiento de culpa, palabras y más palabras. Sentimiento de culpa. Como si una mujer como Claudia pudiera… La miró de lleno, la vio sonreír. La Beba se animaba, acercó un poco su reposera, más confiada. Por fin empezaba a hablar en serio con las personas mayores. «No -pensó Medrano-, eso no puede ser un sentimiento de culpa. Un hombre que pierde a alguien como ella es el verdadero culpable. Cierto que podía no estar enamorado, por qué tengo que juzgarlo desde mi punto de vista. Creo que realmente la admiro, que cuanto más se confía y me habla de su debilidad, más fuerte y más espléndida la encuentro. Y no creo que sea el aire yodado…» Le bastaba evocar por un segundo (pero no era siquiera una evocación, estaba mucho antes de toda imagen y toda palabra, formando parte de su modo de ser, del bloque total y definitivo de su vida), las mujeres que había conocido íntimamente, las fuertes y las débiles, las que van adelante y las que siguen las huellas. Tenía garantías de sobra para admirar a Claudia, para tenderle la mano sabiendo que era ella quien la tomaba para guiarlo. Pero el rumbo de la marcha era incierto, las cosas latían por fuera y por dentro como el mar y el sol y la brisa en los cables. Un deslumbramiento secreto, un grito de encuentro, una turbia seguridad. Como si después viniera algo terrible y hermoso a la vez, algo definitivo, un enorme salto o una decisión irrevocable. Entre ese caos que era sin embargo como una música, y el gusto cotidiano de su cigarrillo, había ya una ruptura incalculable. Medrano midió esa ruptura como si fuera la distancia pavorosa que le quedaba todavía por franquear.
– Sujétame fuerte la muñeca -mandó el Pelusa-. No ves que si te refalas ahora los rompemo el alma.
Sentado en la escalerilla, Raúl seguía minuciosamente las distintas fases del entrenamiento. «Se han hecho buenos amigos», pensó, admirando la forma en que el Pelusa levantaba a Felipe haciéndolo describir un semicírculo. Admiró la fuerza y la agilidad de Atilio, un tanto menoscabadas en su plástica por el absurdo traje de baño. Deliberadamente estacionó la mirada en su cintura, sus antebrazos cubiertos de pecas y vello rojizo, negándose a mirar de lleno a Felipe que, contraídos los labios (debía tener un poco de miedo) se mantenía cabeza abajo mientras el Pelusa lo aguantaba sólidamente plantado y con las piernas abiertas para contrarrestar el balanceo del barco. «¡Hop!», gritó el Pelusa, como había oído a los equilibristas del circo Boedo, y Felipe se encontró de pie, respirando agitadamente y admirado de la fuerza de su compañero.
– Lo que sí nunca te pongas duro -aconsejó el Pelusa, respirando a fondo-. Cuanto más blando el cuerpo mejor te sale la prueba. Ahora hacemos la pirámide, atenti a cuando yo digo hop. ¡Hop! Pero no, pibe, no ves que así te podes sacar la muñeca. Qué cosa, ya te lo dije como sofocientas veces. Si estaría aquí el Rusito, verías lo que son las pruebas, verías.