XXXVIII
Por lo demás los juegos flores regocijaban siempre a Medrano, asistente irónico. La idea se le ocurrió mientras bajaba a cubierta después de acompañar a Claudia y a Jorge, que de golpe había querido dormir la siesta. Pensándolo mejor, el doctor Restelli hubiera debido proponer la celebración de juegos florales a bordo; era más espiritual y educativo que una simple velada artística, y hubiera permitido a unos cuantos la perpetración de bromas enormes. «Pero no se conciben los juegos florales a bordo», pensó, tirándose cansado en su reposera y eligiendo despacio un cigarrillo. Retardaba a propósito el momento en que dejaría de interesarse por lo que veía en torno para ceder deliciosamente a la imagen de Claudia, a la reconstrucción minuciosa de su voz, de la forma de sus manos, de su manera tan simple y casi necesaria de guardar silencio o hablar. Carlos López se asomaba ahora a la escalerilla de babor y miraba encandilado el horizonte de las cuatro de la tarde. El resto de los pasajeros se había marchado hacía rato; el puente de mando seguía vacío. Medrano cerró los ojos y se preguntó qué iba a ocurrir. El plazo se cerraba cuando el último número de la velada diera paso a los aplausos corteses y a la dispersión general de los espectadores, empezaría la carrera del reloj del tercer día. «Los símbolos de siempre, el aburrimiento de una analogía no demasiado sutil», pensó. El tercer día, el cumplimiento. Los hechos más crudos eran previsibles: la popa se abriría por sí sola a la visita de los hombres, o López cumpliría su amenaza con el apoyo de Raúl y de él mismo. El partido de la paz se haría presente, iracundo, acaudillado por don Galo; pero a partir de ahí el futuro se nublaba, las vías se bifurcaban, trifurcaban… «Va a estar bueno», pensó, satisfecho sin saber por qué. Todo se daba en una escala ridicula, tan absolutamente antidramática que su satisfacción terminaba por impacientarlo. Prefirió volver a Claudia, recomponer su rostro que ahora, cuando se despedía de él en la puerta de la cabina, le había parecido veladaraente inquieto. Pero no había dicho nada y él había preferido no darse por enterado, aunque le hubiera gustado estar todavía con ella, velando juntos el sueño de Jorge, hablando en voz baja de cualquier cosa. Otra vez lo ganaba un oscuro sentimiento de vacío, de desorden, una necesidad de compaginar algo -pero no sabía qué-, de montar un puzzle tirado en mil pedazos sobre la mesa. Otra fácil analogía, pensar la vida como un puzzle, cada día un trocho de madera con una mancha verde, un poco de rojo, una nada de gris, pero todo mal barajado y amorfo, los días revueltos, parte del pasado metida como una espina en el futuro, el presente libre quizá de lo precedente y lo subsiguiente, pero empobrecido por una división demasiado voluntaria, un seco rechazo de fantasmas y proyectos. El presente no podía ser eso, pero sólo ahora, cuando mucho de ese ahora era ya pérdida irreversible, empezaba a sospechar sin demasiado convencimiento que la mayor de sus culpas podía haber sido una libertad fundada en una falsa higiene de vida, un deseo egoísta de disponer de sí mismo en cada instante de un día reiteradamente único, sin lastres de ayer y de mañana. Visto con esa óptica todo lo que llevaba andado se le aparecía de pronto como un fracaso absoluto. «¿Fracaso de qué?», pensó, desasosegado. Nunca se había planteado la existencia en términos de triunfo; la noción de fracaso carecía entonces de sentido. «Sí, lógicamente -pensó-. Lógicamente.» Repetía la palabra, la hacía saltar en la lengua. Lógicamente. Pero el estómago, el sueño sobresaltado, la sospecha de que algo se acercaba que lo sorprendería desprevenido y desarmado, que había que prepararse. «Qué diablos» -pensó-, no es tan fácil echar por la borda las costumbres, este se parece mucho el surmenage. Como aquella vez que creí volverme loco y resultó un comienzo de septicemia…» No, no era fácil. Claudia parecía comprenderlo, no le había hecho ningún reproche a propósito de Bettina, pero curiosamente Medrano pensaba ahora que Claudia hubiera debido reprocharle lo que Bettina representaba en su vida. Sin ningún derecho, por supuesto, y mucho menos como una posible sucesora de Bettina. La sola idea de sucesión era insultante cuando se pensaba en una mujer como Claudia. Por eso mismo, quizá, ella hubiera podido decirle que era un canalla, hubiera podido decírselo tranquilamente, mirándolo con ojos en los que su propia intranquilidad brillaba como un derecho bien ganado, el derecho del cómplice, el reproche del reprochable, mucho más amargo y más justo y más hondo que el del juez o del santo. Pero por qué tenía que ser Claudia quien le abriera de golpe las puertas del tiempo, lo expulsara desnudo en el tiempo que empezaba a azotarlo obligándolo a fumar cigarrillo tras cigarrillo, morderse los labios y desear que de una manera u otra el puzzle acabara por recomponerse, que sus manos inciertas, novicias en esos juegos, buscaran tanteando los pedazos rojos, azules y grises, extrajeran del desorden un perfil de mujer, un gato ovillado junto ai fuego, un fondo de viejos árboles de fábula. Y que todo eso fuera más fuerte que el sol de las cuatro y media, el horizonte cobalto que entreveía con los ojos entornados, oscilando hacia arriba y hacia abajo con cada vaivén del
Malcolm, barco mixto de la Magenta Star. Bruscamente fue la calle Avellaneda, los árboles con la herrumbre del otoño; las manos metidas en los bolsillos del piloto, caminaba huyendo de algo vagamente amenazador. Ahora era un zaguán, parecido a la casa de Lola Romarino pero más estrecho; salió a un patio -apurarse, apurarse, no había que perder tiempo- y subió escaleras como las del hotel Saint-Michel de París, donde había vivido unas semanas con Leonora (se le escapaba el apellido). La habitación era amplia, llena de cortinados que debían esconder irregularidades de las paredes, o ventanas que darían a sórdidos patios negros. Cuando cerró la puerta, un gran alivio acompañó su gesto. Se quitó el piloto, los guantes; con mucho cuidado los puso sobre una mesa de caña. Sabía que el peligro no había pasado, que la puerta sólo lo defendía a medias; era más bien un aplazamiento que le permitía pensar otro recurso más seguro. Pero no quería, pensar, no tenía en qué pensar; la amenaza era demasiado incierta, flotaba ascendiendo, alejándose y volviendo como un aire manchado de humo. Dio unos pasos hasta quedar en el centro de la habitación. Sólo entonces vio la cama, disimulada por un biombo rosa, un miserable armazón a punto de venirse abajo. Una cama de hierro, revuelta, una palangana y una jofaina; sí, podía ser el hotel Saint-Michel aunque no era, la habitación se parecía a la de otro hotel, en Río. Sin saber por qué no quería acercarse a la cama revuelta y sucia, permanecía inmóvil con las manos en los bolsillos del saco, esperando. Era casi natural, casi necesario que Bettina descorriera uno de los raídos cortinados y avanzara hacia él como resbalando sobre la mugrienta alfombra, se parara a menos de un metro y alzara poco a poco la cara completamente tapada por el pelo rubio. La sensación de amenaza se disolvía, viraba a otra cosa sin que él supiera todavía qué era esa otra cosa aun peor que iba a suceder, y Bettina levantaba poco a poco la cara invisible con el pelo que temblaba y oscilaba dejando ver la punta de la nariz, la boca que volvía a desaparecer, otra vez la nariz, el brillo de los ojos entre el pelo rubio. Medrano hubiera querido retroceder, sentir por lo menos la espalda pegada a la puerta, pero flotaba en un aire pastoso del que tenía que extraer cada bocanada con un esfuerzo del pecho, de todo el cuerpo. Oía hablar a Bettina, porque desde el principio Bettina había estado hablando, pero lo que decía era un sonido continuo y agudo, ininterrumpido, como un papagayo que repitiera incansablemente una serie de sílabas y silbidos. Cuando sacudió la cabeza y todo el pelo saltó hacia atrás, derramándose sobre las orejas y los hombros, su rostro estaba tan cerca del suyo que con sólo inclinarse hubiera podido mojar sus labios en las lágrimas que lo empapaban. Brillantes de lágrimas las mejillas y el mentón, entreabierta la boca de donde seguía saliendo el discurso incomprensible, la cara de Bettina borraba de golpe el cuarto, las cortinas, el cuerpo que seguía más abajo, las manos que al principio él había visto pegadas a los muslos, no quedaba más que su cara flotando en el humo del cuarto, bañada en lágrimas, desorbitados los ojos que interrogaban a Medrano, y cada pestaña, cada pelo de las cejas parecía aislarse, dejarse ver por sí mismo y por separado, la cara de Bettina era un mundo infinito, fijo y convulso a la vez delante de sus ojos que no podían evadirla, y la voz seguía saliendo como una cinta espesa, una materia pegajosa cuyo sentido era clarísimo aunque no fuera posible entender nada, clarísimo y definitivo, un estallido de claridad y consumación, la amenaza por fin concretada y resuelta, el fin de todo, la presencia absoluta del horror en esa hora y ese sitio Jadeando Medrano veía la cara de Bettina que sin acercarse parecía cada vez más pegada a la suya, reconocía los rasgos que había aprendido a leer con todos sus sentidos, la curva del mentón, la fuga de las cejas, el hueco delicioso entre la nariz y la boca cuyo fino vello conocían tan bien sus labios; y al mismo tiempo sabía que estaba viendo otra cosa, que esa cara era el revés de Bettina, una máscara donde un sufrimiento inhumano, una concentración de todo el sufrimiento del mundo sustituía y pisoteaba la trivialidad de una cara que él había besado alguna vez. Pero también sabía que no era cierto, que sólo lo que estaba viendo ahora era la verdad, que ésta era Bettina, una Bettina monstruosa frente a la cual la mujer que había sido su amante se deshacía como él mismo se sentía deshacer mientras poco a poco retrocedía hacia la puerta sin conseguir distanciarse de la cara flotando a la altura de sus ojos. No era miedo, el horror iba más allá del miedo; más bien como el privilegio de sentir el momento más atroz de una tortura pero sin dolor físico, la esencia de la tortura sin el retorcimiento de las carnes y los nervios. Estaba viendo el otro lado de las cosas, se estaba viendo por primera vez como era, la cara de Bettina le ofrecía un espejo chorreante de lágrimas, una boca convulsa que había sido la frivolidad, una mirada sin fondo que había sido el capricho posándose en las cosas de la vida. Todo esto no lo sabía porque el horror anulaba todo saber, era la materia misma de la penetración en un otro lado antes inconcecible, y por eso cuando despertó con un grito y todo el océano azul se le metió en los ojos y vio otra vez las escalerillas y la silueta de Raúl Costa sentado en lo alto, sólo entonces, tapándose la cara como si temiera que algún otro pudiera ver en él lo que él acababa de ver en la máscara de Bettina, comprendió que estaba alcanzando una respuesta, que el puzzle empezaba a armarse. Jadeando como en el sueño, miró sus manos, la reposera en que estaba sentado, los tablones de la cubierta, los hierros de la borda, los miró extrañado, ajeno a todo lo que lo rodeaba, salido de sí mismo. Cuando fue capaz de pensar (doliéndole, porque todo en él le gritaba que pensar sería otra vez falsificar), supo que no había soñado con Bettina sino consigo mismo; el verdadero horror había sido ése, pero ahora, bajo el sol y el viento salado, el horror cedía al olvido, al estar otra vez del otro lado, y le dejaba solamente una sensación de que cada elemento de su vida, de su cuerpo, de su pasado y su presente eran falsos, y que la falsedad estaba ahí al alcance de la mano, esperando para tomarlo de la mano y llevárselo otra vez al bar, al día siguiente, al amor de Claudia, a la cara sonriente y caprichosa de Bettina siempre allá en el siempre Buenos Aires. Lo falso era el día que estaba viendo porque era él quien lo veía; lo falso estaba afuera porque estaba adentro, porque había sido inventado pieza por pieza a lo largo de toda la vida. Acababa de ver la verdadera cara de la frivolidad, pero por suerte, ah, por suerte no era más que una pesadilla. Volvía a la razón, la máquina echaba a pensar, bien lubricada, oscilaban las bielas y los cojinetes, recibían y daban la fuerza, preparaban las conclusiones satisfactorias. «Qué sueño horrendo», clasificó Gabriel Medrano, buscando los cigarrillos, esos cilindros de papel llenos de tabaco misionero., a cinco pesos el atado de veinte.