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– No tengo ni ganas de mandarte al demonio por segunda vez.

– De todos modos -dijo Paula, poniéndose un dedo en la boca-, de todos modos hay algo en tu favor, y supongo que no estarás tan deprimido como para no advertirlo. Primero, el viaje se anuncia largo y no tenes rivales a bordo. Quiero decir que no hay mujeres que puedan envalentonarlo. A su edad, si tiene suerte en el flirteo más inocente, un chico se hace una idea muy especial de sí mismo, y tiene mucha razón. A lo mejor yo tengo un poco la culpa, ahora que lo pienso. Lo dejé que. se hiciera ilusiones, que me hablara como un hombre.

– Bah, qué importa eso -dijo Raúl.

– Puede que no importe, de todos modos te repito que todavía tenes muchas chances. ¿Necesito explicarme?

– Si no te es muy molesto.

– Pero es que tendrías que haberte dado cuenta, injerto de zanahoria. Es tan simple, tan simple. Míralo bien y verás lo que él mismo no puede ver, porque no lo sabe.

– Es demasiado hermoso como para verlo realmente -dijo Raúl-. Yo no sé lo que veo cuando lo miro. Un horror, un vacío, algo lleno de miel, etcétera.

– Sí, en esas condiciones… Lo que tendrías que haber visto es que el pequeño Trejo está lleno de dudas, que tiembla y titubea y que en el fondo, muy en el fondo… ¿No te das cuenta de que tiene comq un aura? Lo que lo hace precioso (porque yo también lo encuentro precioso, pero con la diferencia de que me siento como si fuera su abuela) es que está a punto de caer, no puede seguir siendo lo que es en este minuto de su vida. Te has portado como un idiota, pero quizá, todavía… En fin, no está bien que yo, verdad.

– ¿Realmente crees, Paula?

– Es Dionisos adolescente, estúpido. No tiene la menor firmeza, ataca porque está muerto de miedo, y a la vez está ansioso, siente el amor como algo que vuela sobre él, es un hombre y una mujer y los dos juntos, y mucho más que eso. No hay la menor fijación en él, sabe que ha llegado la hora pero no sabe de qué, y entonces se pone esas camisas horribles y viene a decirme que soy tan bonita y me mira las piernas, y me tiene un miedo pánico… Y vos no ves nada de eso y andas como un sonámbulo que llevara una bandeja de merengues… Dame un cigarrillo, creo que después me voy a bañar.

Raúl la miró fumar, cambiando de vez en cuando una sonrisa. Nada de lo que le había dicho lo tomaba de sorpresa, pero ahora lo sentía objetivamente, propuesto desde un segundo observador. El triángulo se cerraba, la medición se establecía sobre bases seguras. «Pobre intelectual, necesitado de pruebas», pensó sin amargura. El whisky empezaba a perder el gusto amargo del comienzo.

– Y vos -dijo Raúl-. Quiero saber de vos, ahora. Terminemos de emputecemos fraternalmente, la ducha está ahí al lado. Habla, confesa, el padre Costa es todo oídos.

– Estamos encantados de la buena idea que han tenido el señor doctor y el señor enfermo -dijo el maître-. Sírvase un gorro, a menos que prefiera una careta.

La señora de Trejo se decidió por un gorro violeta, y el maître alabó su elección. La Beba encontró que lo menos cache era una diadema de cartón plateado, con una que otra lentejuela roja. El maître iba de mesa en mesa distribuyendo las fantasías, comentando el progresivo (y tan natural) descenso de la temperatura, y tomando nota de las variaciones en materia de cafés e infusiones. En la mesa número cinco, asistidos por Nora y Lucio que tenían cara de sueño, don Galo y el doctor Restelli daban los últimos toques al orden del programa. De acuerdo con el maître se había decidido celebrar la velada en el bar; aunque más pequeño que el comedor se prestaba para ese género de fiestas (seguían ejemplos de viajes anteriores, y hasta un álbum con frases y firmas de pasajeros de nombres nórdicos). A la hora del café, el señor Trejo abandonó su mesa y completó solemnemente el triunvirato de los organizadores. Puro en mano, don Galo repasó la lista de participantes y la sometió a sus compañeros.

– Ah, aquí veo que el amigo López nos va a deslumbrar con sus habilidades de ilusionista -dijo el señor Trejo-. Muy bien, muy bien.

– López es un joven de notables condiciones -dijo el doctor Restelli-. Tan excelente profesor como amable contertulio.

– Me alegro de que esta noche prefiera el esparcimiento social a las actitudes exageradas y que le hemos visto últimamente -dijo el señor Trejo, aflautando la voz de manera de que López no pudiera enterarse-. Realmente ~esos jóvenes se dejan llevar por un espíritu de violencia nada loable, señores, nada loable.

– El hombre está amoscado -dijo don Galo- y se comprende que le hierva la sangre. Pero ya verán ustedes cómo se atemperan los ánimos después de nuestra fiestecita. Eso es lo que hace falta, que haya un poco de jolgorio. Inocente, claro.

– Así es -apoyó el doctor Restelli-. Todos estamos de acuerdo en que el amigo López se ha apresurado demasiado a proferir amenazas que a nada conducen.

Lucio miraba de cuando en cuando a Nora, que miraba el mantel o sus manos. Tosió, incómodo, y preguntó si no sería ya hora de pasar al bar. Pero el doctor Restelli sabía de buena fuente que el mozo y el maître estaban dando los últimos toques al arreglo del salón, colgando guirnaldas de cotillón y creando esa atmósfera propicia a las efusiones del espíritu y la civilidad.

– Exacto, exacto -dijo don Galo-. Efusiones del espíritu, eso es lo que yo digo. El jolgorio, vamos. Y en cuanto a esos gallitos, porque reparen ustedes que no se trata solamente del joven López, ya sabremos nosotros ponerlos en su sitio para que el viaje transcurra sin engorros. Bien recuerdo una ocasión en Pergamino, cuando el sub-gerente de mi sucursal…

Se oyó un amable batir de palmas, y el maître anunció que los señores pasajeros podían pasar a la sala de fiestas.

– Parece propio el Lunapar en carnaval -dictaminó el Pelusa, admirado de los farolitos de colores y los globos.

– Ay, Atilio, con esa careta me das un miedo -se quejó la Nelly -. Justamente te tenías que elegir la de gorila.

– Vos agárrate una buena silla y me guardas una, que yo voy a averiguar cuándo nos tenemos que preparar para el número. ¿Y su hermanito, señorita?

– Por ahí debe andar -dijo la Beba.

– Pero no vino a comer, no vino.

– No, dijo que le dolía la cabeza. Siempre le gusta hacerse el interesante.

– Qué le va a doler la cabeza -dijo el Pelusa, autoritario-. Seguro que le agarró algún calambre después del entrenamiento.

– No sé -dijo la Beba, desdeñosa-. Con lo consentido que lo tiene mamá, seguro que es un capricho para hacerse desear.

No era un capricho, tampoco un dolor de cabeza. Felipe había dejado venir la noche sin moverse de la cabina. Entró su padre, satisfecho de un truco ganado en ruda batalla, se bañó y volvió a salir, y luego la Beba hizo una corta aparición destinada presumiblemente a buscar unas partituras de piano que no aparecían en su valija. Tirado en la cama, fumando sin ganas, Felipe sentía descender la noche en el azul del ojo de buey. Todo era como un descenso, lo que pensaba deshilachadamente, el gusto cada vez más áspero y pegajoso del cigarrillo, el barco que a cada cabeceo le daba la impresión de hundirse un poco más en el agua. De un primer repertorio de injurias repetidas hasta que las palabras habían perdido todo sentido, derivaba a un malestar interrumpido por vaharadas de satisfacción maligna, de orgullo personal que lo hacían saltar de la cama, mirarse en el espejo, pensar en ponerse la camisa a cuadros amarillos y rojos y salir a cubierta con el aire de desafío o la indiferencia. Casi en seguida reingresaba a la humillada contemplación de su conducta, de sus manos tiradas sobre la cama y que no habían sido capaces de cortarle la cara a trompadas. Ni una sola vez se preguntó si realmente había sentido el deseo o la necesidad de cortarle la cara a trompadas; prefería reanudar los insultos o dejarse absorber por fantasmas en donde los actos de arrojo y las explicaciones al borde de las lágrimas terminaban en una voluptuosidad que le exigía desperezarse, encendei otro cigarrillo y dar una vuelta incierta por la cabina, preguntándose por qué se quedaba ahí encerrado en vez de sumarse a los otros que ya debían estar por cenar. En una de esas era seguro que iba a venir su madre, con las preguntas como metralla, impaciente y asustada a la vez. Tirándose otra vez en la cama, admitió de mala gana que después de todo él había sacado ventaja. «Debe estar desesperado», pensó, empezando a encontrar palabras para su pensamiento; La idea de Raúl desesperado era casi inconcebible, pero seguramente tenía que ser así, había salido de la cabina como si lo fueran a matar ahí mismo, blanco como un papel. «Blanco como un papel», pensó, satisfecho. Y ahora estaría solo, mordiéndose los puños de rabia. No era fácil imaginar a Raúl mordiéndose los puños; cada vez que se esforzaba por someterlo a la peor de las humillaciones morales, lo veía con su cara tranquila y un poco burlona, recordaba el gesto con que le había ofrecido la pipa o se le había acercado para acariciarle el pelo. A lo mejor estaba tan pancho tirado en la cama, fumando como si nada.