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– Cómo hablan, Dios mío, cómo hablan -dijo Paula-. ¿Vos realmente crees que en el comienzo era el verbo, Jamaica John?

– Te quiero -dijo Jamaica John para quien decir eso era una réplica concluyente-. Es maravilloso todo lo que te quiero, y que te lo esté diciendo aquí sin que nadie oiga, de careta a careta, de pirata a vahiné.

– Yo seré una vahiné -dijo Paula, mirando su careta y volviendo a ponérsela-, pero vos tenes un aire entre Rocambole y diputado sanjuanino que te queda muy mal. Tendrías que haber elegido la careta de Presutti, aunque lo mejor es que no te pongas ninguna y sigas siendo Jamaica John.

Ahora el doctor Restelli elogiaba las notables cualidades musicales de la señorita Trejo, quien seguidamente iba a deleitarlos con su versión de un trozo de Clementi y otro de Czerny, compositores célebres. López miró a Paula, que tuvo que morderse un dedo. «Compositores célebres -pensó-. Esta velada va a ser un monumento.» Había visto salir a Raúl, y López también lo había visto y la había mirado con un aire entre zumbón e interrogativo que ella había fingido ignorar. «Buena suerte, Raulito -pensó-. Ojalá te aplaste la nariz, Raulito. Ah, seré la misma hasta el fin, no me podré arrancar el Lavalle cosido en la sangre, en el fondo no le perdonaré jamás que sea mi mejor amigo. El intachable amigo de una Lavalle. Eso, el intachable amigo. Y ahí va, deslizándose por un pasillo vacío, temblando, uno más en la legión de los que tiemblan deliciosamente, derrotados de antemano… No se lo perdonaré jamás y él lo sabe, y el día en que encuentre alguno que lo siga (pero no lo va a encontrar, Paulita vela para que no lo encuentre, y en este caso no vale la pena molestarse), ese día mismo me plantará para siempre, adiós los conciertos, los sandwiches de paté a las cuatro de la mañana, las vagancias por San Telmo o la costanera, adiós Raúl, adiós pobrecito Raúl, que tengas suerte, que por lo menos esta vez te vaya bien.»

Del piano salían sonidos diversos. López puso un pañuelo blanco en la mano de Paula. Pensó que lloraba de risa, pero no estaba seguro. La vio acercar rápidamente el pañuelo a la cara, y le acarició el hombro, apenas, un roce más que una caricia. Paula le sonrió, sin devolverle el pañuelo, y cuando estallaron los aplausos lo abrió en todo su tamaño y se sonó enérgicamente.

– Cochina -dijo López-. No te lo presté para eso.

– No importa -dijo Paula-. Es tan ordinario que me va a paspar la nariz.

– Yo toco mejor que ésa -dijo Jorge-. Que lo diga Persio.

– No entiendo nada de música -dijo Persio-. Salvo los pasodobles todo me es igual.

– Decí vos, mamá, si no toco mejor que esa chica. Y con todos los dedos, no dejando la mitad en el aire.

Claudia suspiró, reponiéndose de la masacre. Pasó la mano por la frente de Jorge.

– ¿De veras te sentís bien?

– Y claro -dijo Jorge, que esperaba el momento de su número-. Persio, mira la que se viene.

A una señal entre amable e imperiosa de don Galo, la Nelly avanzó hasta quedar arrinconada entre la cola del piano y la pared del fondo. Como no había contado con el reflector en plena cara («Está emocionada, pobrecita», decía doña Pepa para que todos oyeran), parpadeaba violentamente y terminó por levantar un brazo y taparse los ojos. El maître corrió obsequioso y alejó el reflector un par de metros. Todos aplaudían para alentar a la artista.

– Voy a declamar «Reír llorando», de Juan de Dios Peza -anunció la Nelly, poniendo las manos como si estuviera por hacer sonar unas castañuelas-. Viendo a Garrick, ator de la Inglaterra, la gente al aplaudirlo le decía…

– Yo también lo sé ese verso -dijo Jorge-. ¿Te acordás que lo recité en el café la otra noche? Ahora viene la parte del médico.

– Victimas del esplín los altos lores, en sus noches más negras y pardas -declamaba la Nelly -, iban a ver al rey de los atores, y cambiaban su esplín por carcajadas.

– La Nelly nació artista -confiaba doña Pepa a doña Rosita- Desde chiquita, créamelo, ya declamaba el zapatito me apreta y la media me da calor.

– El Atilio no -dijo doña Rosita, suspirando-. Lo único que le gustaba era aplastar cucarachas en la cocina y dale a la pelota en el patio. Si me habrá roto malvones, con los chicos es una lucha si se quiere tener la casa hecha un chiche. Apoyados en el mostrador, atentos a cualquier deseo del público o los artistas, el maître y el barman asistían al espectáculo. El barman estiró la mano hasta la manecilla de la calefacción y la pasó de 2 a 4. El maître lo miró, los dos sonríe ron; no entendían gran cosa de lo que declamaba la artista. El barman sacó dos botellas de cerveza y dos vasos. Sin hacer el menor ruido abrió las botellas, llenó los vasos. Medrano, semidormi do en el fondo del bar, les tuvo envidia, pero era complicado abrirse paso entre las sillas. Se dio cuenta de que se le había apagado el pucho en la boca, lo desprendió con cuidado de los labios. Estaba casi contento de no haberse sentado junto a Claudia, de poder mirarla desde la sombra, exactamente. «Qué hermosa es», pensó. Sentía una tibieza, una leve ansiedad como al borde de un umbral que por alguna razón no se va a franquear, y la ansiedad y la tibieza nacían de no poder franquearlo y que estuviera bien así. «Nunca sabrá el bien que me ha hecho», se dijo. Lastimado, confuso, con todos sus papeles en desorden, roto el peine y sin botones las camisas, sacudido por un viento que le arrancaba pedazos de tiempo, de cara, de vida muerta, se asomaba otra vez, más profundamente, a la puerta entornada e infranqueable a partir de donde, quizá, algo sería posible con más derecho, algo nacería de él y sería su obra y su razón de ser, cuando dejara a la espalda tanto que había creído aceptable y hasta necesario. Pero aún estaba lejos.

XXXIX

A mitad del pasillo se dio cuenta de que tenía la pipa en la mano, y volvió a enfurecerse. Después pensó que si llevaba también el tabaco podría convidar a Bob y demostrarle que sabía lo que era fumar. Se metió la lata en el bolsillo y volvió a salir, seguro de que a esa hora no había nadie en ios pasillos. Tampoco en el pasadizo central, tampoco en el largo pasaje donde la lamparilla violeta parecía más débil que nunca. Si esta vez tenía suerte y Bob lo dejaba pasar a la popa… La esperanza de vengarse lo hacía correr, lo ayudaba a luchar contra el miedo. «Pero fíjense, justamente el más jovencito resultó el más valiente, él solo ha descubierto la manera de llegar…» La Beba, por ejemplo, y hasta el viejo, pobre, la cara de rata ahogada en orina que pondría cuando todos lo alabaran. Pero eso no era nada al lado de Raúl. «Cómo, Raúl, ¿usted no sabía? Pero sí, Felipe se animó a meterse en la boca del lobo…» Los tabiques del pasadizo eran más estrechos que la vez anterior; se detuvo a unos dos metros de las puertas, miró hacia atrás. La verdad, el pasadizo parecía más estrecho, lo ahogaba. Abrir la puerta de la derecha fue casi un alivio. La luz de las bombillas colgando desnudas lo dejó medio ciego. No había nadie en la cámara, revuelta como siempre, llena de pedazos de correas, lonas, herramientas sobre el banco de trabajo. Tal vez por eso la puerta del fondo se recortaba mejor, como esperándolo. Felipe volvió a cerrar despacio, y avanzó en puntas de pie. A la altura del banco de trabajo se quedó inmóvil. «Hace un calor bárbaro aquí abajo», pensó. Oía con fuerza las máquinas, los ruidos venían de todas partes a la vez, se agregaban al calor y a la luz enceguecedora. Franqueó los dos metros que lo separaban de la puerta y probó despacio el picaporte. Alguien venía por el pasillo. Felipe se pegó a la pared para quedar cubierto por la puerta en caso de que la abrieran. «No era un ruido de pasos», pensó, angustiado. Un ruido, solamente. También ahora era un alivio entreabrir la puerta y mirar. Pero antes, como había leído en una novela policial, se agachó para que su cabeza no quedara a la altura de un balazo. Adivinó un pasillo angosto y oscuro; cuando sus ojos se habituaron, empezó a distinguir a unos seis metros los peldaños de una escalera. Sólo entonces se acordó de las palabras de Bob. Es decir que… Si volvía en seguida al bar y buscaba a López o a Medrano, a lo mejor entre dos podrían llegar sin peligro. ¿Pero qué peligro? Bob lo había amenazado nada más que para asustarlo. ¿Qué peligro podía haber en la popa? El tifus ni contaba, aparte de que él no se contagiaba nunca las enfermedades, ni las paperas siquiera.