Medrano ayudó a Claudia a dar los primeros remedios a Jorge, que se resistía débilmente, sin reconocerlos. Golpearon a la puerta; era López, mohíno y preocupado, que venía por noticias. Medrano le contó en voz baja el dialogo con el médico.
– Pucha, si hubiera sabido lo agarro en el pasillo -dijo López-. Acabo de bajar del bar y no me enteré de nada hasta que Presutti me dijo que el médico había andado por aquí.
– Volverá, si es necesario -dijo Medrano-. Y entonces, si le parece…
– Seguro -dijo López-. Avíseme antes, si puede, de todos modos yo andaré por ahí, no voy a poder dormir esta noche. Si el tipo piensa que Jorge tiene algo serio, entonces no hay que esperar ni un minuto más -bajó la voz para que Claudia no oyera-. Dudo que el médico sea más decente que el resto de la pandilla. Capaces de dejar que el chico se agrave con tal de que no se sepa en tierra. Vea, che, lo mejor va a ser llamarlo aunque no haga falta, digamos dentro de una hora. Nosotros lo esperamos afuera, y esta vez no nos para nadie hasta la popa.
– De acuerdo, pero pensemos un poco en Jorge -dijo Medrano-. No sea que por ayudarlo le hagamos un ma) Si fallamos el golpe y el médico se queda del otro lado, la cosa puede ponerse fea.
– Hemos perdido dos días -dijo López-. Es lo que se gana con la cortesía y con hacerles caso a los viejos pacíficos. ¿Pero usted cree que el chico…?
– No, pero es más un deseo que otra cosa. Los dentistas no sabemos nada de tifus, querido. Me preocupa la violencia de la crisis, la fiebre. Puede no ser nada, demasiado chocolate, un poco de insolación. Puede ser la congestión pulmonar de que habló el médico. En fin, vamonos a fumar un pitillo. De paso hablaremos con Presutti y Costa, si andan por ahí.
Se acercó a Claudia y le sonrió. López también le sonreía. Claudia sintió su amistad y les agradeció, mirándolos simplemente.
– Volveré dentro de un rato -dijo Medrano-. Recuéstese, Claudia, trate de descansar.
Todo sonaba un poco como ya dicho, inútil y tranquilizador. Las sonrisas, los pasos en puntillas, la promesa de volver, la confianza de saber que los amigos estaban ahí al lado. Miró a Jorge, que dormía más tranquilo. La cabina parecía haber crecido bruscamente, quedaba un vago perfume de cigarrillo negro, como si Gabriel no se hubiera ido del todo. Claudia apoyó la cara en una mano y cerró los ojos; una vez más velaría junto a Jorge. Persio andaría cerca como un gato sigiloso, la noche se movería interminablemente hasta que llegara el alba. Un barco, la calle Juan Bautista Alberdi, el mundo; Jorge estaba ahí, enfermo, entre millones de Jorges enfermos en todos los puntos de la tierra, pero el mundo era ahora sólo un niño enfermo. Si León hubiera estado con ellos, eficaz y seguro, descubriendo el mal en su brote, frenándolo sin perder un minuto. El pobre Gabriel, inclinándose sobre Jorge con la cara de los que no comprenden nada; pero la ayudaba saber que Gabriel estaba ahí, fumando en el pasillo, esperando con ella. La puerta se entreabrió. Agachándose, Paula se quitó los zapatos y esperó. Claudia le hizo seña de que se acercara, pero ella avanzó apenas hasta un sillón.
– No oye nada -dijo Claudia-. Venga, siéntese aquí.
– Me iré en seguida, aquí ha venido ya demasiada gente a fastidiarla. Todo el mundo quiere mucho a su cachorrito.
– Mi cachorrito con treinta y nueve de fiebre.
– Medrano me dijo lo del médico, están ahí afuera montando guardia. ¿Me puedo quedar con usted? ¿Por qué no se acuesta un rato? Yo no tengo sueño, y si Jorge se despierta le prometo llamarla en seguida.
– Quédese, claro, pero yo tampoco tengo sueño. Podemos charlar.
– ¿De las cosas sensacionales que ocurren a bordo? Le traigo el último boletín.
«Perra, maldita perra -pensó mientras hablaba-, revoleándote en lo que vas a decir, saboreando lo que ella te va a preguntar…» Claudia le miraba las manos y Paula las escondió de golpe, se echó a reír en voz baja, dejó otra vez las manos en los brazos del sillón. Si hubiera tenido una madre como Claudia, pero claro, la hubiera odiado como a la suya. Demasiado tarde para pensar en una madre, ni siquiera en una amiga.
– Cuénteme -dijo Claudia-. Nos ayudará a pasar el rato.
– Oh, nada serio. Los Trejo, que están al borde de la histeria porque les ha desaparecido el chico. Lo disimulan, pero…
– No estaba en el bar, ahora me recuerdo. Creo que Presutti lo anduvo buscando.
– Primero Presutti y después Raúl.
Perra.
– Pues no andará muy lejos -dijo Claudia, indiferente-. Los muchachos tienen caprichos, a veces… Tal vez le dio por pasar la noche en la cubierta.
– Tal vez -dijo Paula-. Menos mal que vo no soy tan histérica como ellos, y puedo advertir que también Raúl se ha borrado del mapa.
Claudia la miró. Paula había esperado su mirada y la recibió con una cara lisa, inexpresiva. Alguien iba y venía por el pasillo, en el silencio los pasos ahogados por el linóleo se marcaban uno tras otro, más cerca, más lejos. Medrano, o Persio, o López, o el afligido Presutti, preocupado de veras por Jorge.
Claudia bajó los ojos, bruscamente fatigada. La alegría que le había dado ver a Paula se perdía de golpe, reemplazada por un deseo de no saber más, de no aceptar esa nueva contaminación todavía informulada, suspendida de una pregunta o un silencio capaz de explicarlo todo. Paula había cerrado los ojos y parecía indiferente a lo que pudiera seguir, pero movía de pronto los dedos, tamborileando sin ruido en los brazos del sillón.
– Por favor, no pueden ser celos -dijo como para ella-. Les tengo tanta lástima.
– Vayase, Paula.
– Oh, claro. En seguida -dijo Paula, levantándose bruscamente-. Perdóneme. Vine para otra cosa, quería acompañarla. De puro egoísta, porque usted me hace bien. En cambio…
– En cambio nada -dijo Claudia-. Siempre podremos hablar otro día. Vayase a dormir, ahora. No se olvide de los zapatos.
Obedeció, salió sin volverse una sola vez.
Pensó que era curioso cómo una cierta idea del método puede inducir a obrar de determinada manera, aun sabiendo perfectamente que se pierde el tiempo. No encontraría a Felipe en la cubierta, pero lo mismo la recorrió lentamente, primero por babor y luego por estribor, parándose en la parte entoldada para habituar los ojos a la oscuridad, explorando la zona vaga y confusa de los ventiladores, los rollos de cuerda y los cabrestantes. Cuando volvió a subir, oyendo al pasar los aplausos que venían del bar, estaba decidido a golpear en la puerta de la cabina número cinco. Una negligencia casi. desdeñosa, como de quien tiene todo el tiempo por delante, se mezclaba con una inconfesada ansiedad por lograr y por demorar a la vez el encuentro. Se rehusaba a creer (pero lo sentía, y era más hondo, como siempre) que la ausencia de Felipe fuera un signo de perdón o de guerra. Estaba seguro de que no iba a encontrarlo en la cabina, pero llamó dos veces y acabó por abrir la puerta. Las luces encendidas, nadie adentro. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Volvió a salir rápidamente, porque tenía miedo de que la hermana o el padre vinieran en su busca y lo aterraba la idea del escándalo barato, el por-qué-está-usted-en-una-cabina-que-no-es-la-suya, todo el repertorio insoportable. De golpe era el despecho (ya ahí, debajo de todo, mientras andaba displicente por la cubierta, retardando el zarpazo), porque otra vez Felipe lo había burlado yéndose por su cuenta a explorar el barco, reivindicando sus derechos ofendidos. No había ningún signo, no había ninguna tregua. La guerra declarada, quizá el desprecio. «Esta vez le voy a pegar -pensó Raúl-. Que se vaya todo al diablo, pero por lo menos le quedará un recuerdo debajo de la piel.» Franqueó casi corriendo la distancia que lo separaba de la escalerilla del pasadizo central, se tiró abajo de a dos peldaños. Y sin embargo era tan chico, tan tonto; quién sabe si al final de todos esos desplantes no esperaría la reconciliación avergonzada, quizá con condiciones, con límites precisos, amigos sí, pero nada más, usted se confunde… Porque era estúpido decirse que todo estaba perdido, en el fondo Paula tenía razón. No se podía llegar a ellos con la verdad en la boca y en las manos, había que sesgar, corromper (pero la palabra no tenía el sentido que le daba el uso); tal vez así, un día, mucho antes del término del viaje, tal vez así… Paula tenía razón, lo había sabido desde el primer momento y sin embargo había equivocado la táctica. Cómo no aprovechar de esa fatalidad que había en Felipe, enemigo de sí mismo, pronto a ceder creyendo que resistía. Todo él era deseo y pregunta, bastaba lavarlo blandamente de la educación doméstica, de los slogans de la barra, de la convicción de que unas cosas estaban bien y otras mal, dejarlo correr y tirarle suavemente de la brida, darle la razón y deslizarle a la vez la duda, abrirle una nueva visión de las cosas, más flexible y ardiente. Destruir y construir en él, materia plástica maravillosa, tomarse el tiempo, sufrir la delicia del tiempo, de la espera, y cosechar en su día, exactamente a la hora señalada y decidida.