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Así un municipal concierto de buenas intenciones encaminadas a la beneficencia y quizá (sin saberlo con certeza) a una oscura ciencia en la que talla la suerte, el destino de tos agraciados, ha hecho posible este congreso en el London, este pequeño ejército del que Persio sospecha las cabezas de fila, los furrieles, los tránsfugas y quizás los héroes, atisba las distancias de acuario a mirador, los hielos de tiempo que separan una mirada de varón de una sonrisa vestida de rouge, la incalculable lejanía de los destinos que de pronto se vuelven gavilla en una cita, la mezcla casi pavorosa de seres solos que se encuentran de pronto viniendo desde taxis y estaciones y amantes y bufetes, que son ya un solo cuerpo que aún no se reconoce, no sabe que es el extraño pretexto de una confusa saga que quizá en vano se cuente o no se cuente.

X

– Y así -dijo Persio suspirando- somos de pronto, a lo mejor, una sola cosa que nadie ve, o que alguien ve o que alguien no ve.

– Usted sale como de debajo del agua -dijo Claudia- y quiere que yo comprenda. Déme primero las ideas intermedias. ¿O su frente de ataque es inevitablemente hermético?

– No, qué va a ser -dijo Persio-. Sólo que es más fácil ver que contar lo que se ha visto. Yo le agradezco una barbaridad que me haya dado la ocasión de este viaje, Claudia. Con usted y Jorge me voy a sentir tan bien. Todo el día en la cubierta haciendo gimnasia y cantando, si es que está permitido.

– ¿Nunca anduviste en barco? -preguntó Jorge.

– No, pero he leído las novelas de Conrad y de Pío Baroja, autores que ya admirarás dentro de unos años. ¿No le parece, Claudia, como si al emprender una actividad cualquiera renunciáramos a algo de lo que somos para integrarnos en una máquina casi siempre desconocida, un ciempiés en ei que seremos apenas un anillo y un par de pedos, en el sentido locomotor del término?

– ¡Dijo pedo! -gritó entusiasmado Jorge.

– Lo dijo, pero no es lo que te figuras. Yo creo, Persio, que sin eso que usted llama renuncia no seríamos gran cosa. Demasiado pasivos somos ya, demasiado aceptamos el destino. Unos estilitas, a lo sumo, o como esos santones con un nido de pájaros en la cabeza.

– Mi observación no era axiológica y mucho menos normativa -dijo Persio con su aire más petulante-. En realidad lo que hago es recaer en el unanimismo pasado de moda, pero le busco la vuelta por otro lado. Es bien sabido que un grupo es más y a la vez menos que la suma de sus componentes. Lo que me gustaría averiguar, si pudiera colocarme dentro y fuera de este grupo -y creo que se puede- es si el ciempiés humano responde a algo más que al azar en su constitución y su disolución; si es una figura, en un sentido mágico, y si esa figura es capaz de moverse bajo ciertas circunstancias en planos más esenciales que los de sus miembros aislados. Uf.

– ¿Más esenciales? -dijo Claudia-. Veamos primero ese vocabulario sospechoso.

– Cuando miramos una constelación -dijo Persio- tenemos algo así como una seguridad de que el acorde, el ritmo que une sus estrellas, y que ponemos nosotros, claro, pero que ponemos porque también allí pasa algo que determina ese acorde, es más hondo, más sustancial que la presencia aislada de sus estrellas. ¿No ha notado que las estrellas sueltas, las pobres que no alcanzan a integrarse en una constelación, parecen insignificantes al lado de esa escritura indescifrable? No sólo las razones astrológicas y mnemotécnicas explican la sacralización de las constelaciones. El hombre debe haber sentido desde un principio que cada una de ellas era como un clan, una sociedad, una raza: algo activamente diferente, quizá hasta antagónico. Algunas noches yo he vivido la guerra de las estrellas, su juego insoportable ¿e tensiones. Y eso que en la azotea de la pensión no se ve muy bien, siempre hay humo en el aire.

– ¿Vos mirabas las estrellas con un telescopio, persio?

– Oh, no -dijo Persio-. Sabés, ciertas cosas nay que mirarlas con los ojos desnudos. No es que me oponga a la ciencia, pero pienso que sólo una visión poética puede abarcar el sentido de las figuras que escriben y conciertan los ángeles. Esta noche, aquí en este pobre café, puede haber una de esas figuras.

– ¿Dónde está la figura, Persio? -dijo Jorge, mirando para todos lados.

– Empieza con la lotería -dijo Persio muy serio-. Un juego de bolillas ha elegido a unos cuantos hombres y mujeres entre varios cientos de miles. A su vez los ganadores han elegido sus acompañantes, cosa que por mi parte agradezco mucho. Fíjese, Claudia, nada hay de pragmático ni de funcional en la ordenación de la figura. No somos la gran rosa de la catedral gótica sino la instantánea y efímera petrificación de la rosa del calidoscopio. Pero antes de ceder y deshojarse ante una nueva rotación caprichosa, ¿qué juegos se jugarán entre nosotros, cómo se combinarán los colores fríos y los cálidos, los lunáticos y los mercuriales, los humores y los temperamentos?

– ¿De qué calidoscopio estás hablando, Persio? -dijo Jorge.

Se oyó a alguien que cantaba un tango.

XI

Tanto la madre como el padre y la hermana del alumno Felipe Trejo opinaron que no estaría mal pedir un té con masas. Vaya a saber a qué hora se cenaría a bordo, y además no era bueno subir con el estómago vacío (a los helados no se les puede llamar comida, es algo que se derrite). A bordo convendría comer cosas secas al principio, y acostarse boca arriba. Lo peor para el mareo era la sugestión. Tía Felisa se mareaba de sólo ir al puerto, o en el cine cuando pasaban una de submarinos. Felipe escuchaba con un infinito aburrimiento las frases que se sabía de memoria. Ahora su madre diría que cuando era joven se había mareado en el Delta. Ahora el señor Trejo le haría notar que él le había aconsejado ese día que no comiera tanto melón. Ahora la señora de Trejo diría que el melón no había tenido la culpa porque lo había comido con sal y el melón con sal no hace daño. Ahora le hubiera gustado saber de qué hablaban en la mesa de Gato Negro y López; seguro que del Nacional, de qué iban a hablar los profesores. En realidad hubiera tenido que ir a saludar a los profesores pero para qué, ya se los encontraría a bordo. López no le molestaba, al contrario, era un tipo macanudo, pero Gato Negro, justamente esa secatura venir a ligarse un premio.

Inevitablemente volvió a pensar en la Negrita, que se había quedado en casa con una cara no muy triste pero un poco triste. No por él, claro. Lo que le dolía a la muy atorranta era no poder viajar con los patrones. En el fondo él había sido un idiota, total si exigía que viniera la Negrita su madre hubiera tenido que aflojar. O la Negrita o nadie. «Pero, Felipe…» «¿Y qué? ¿No te viene bien tener la mucama a bordo?» Pero ahí se hubieran dado cuenta de sus intenciones. Capaces de hacerle la porquería de que no era mayor de edad, aviso al juez y minga de crucero. Se preguntó si realmente los viejos hubieran sacrificado el viaje por eso. Seguro que no. Bah, al fin y al cabo qué le importaba la Negrita. Hasta el final no había querido que él subiera a su pieza por más que la toqueteaba en el pasillo y le hablaba de regalarle un reloj pulsera en cuanto le sacara plata al viejo. Chinita desgraciada, y pensar que con esas piernas… Felipe empezó a sentir ese dulce ablandamiento del cuerpo que anunciaba un fenómeno enteramente opuesto, y se sentó derecho en la silla. Eligió la masa con más chocolate, un décima de segundo antes que la Beba.

– El grosero de siempre. Angurriento.

– Acabala, dama de las camelias.

– Chicos… -dijo la señora de Trejo.

A bordo quién sabe si habría pibas para trabajarse. Se acordó -sin ganas pero inevitablemente- de Ordóñez, el capo de la barra de quinto año, sus consejos en un banco del Congreso una noche de verano. «Apílate firme, pibe, ya sos grande para hacerte la paja.» A su negativa desdeñosa pero un poco azorada, Ordóñez había contestado con una palmada en la rodilla. «Anda, anda, no te hagas el machito conmigo. Te llevo dos años y sé. A tu edad es pura María Muñeca, che. ¿Qué tiene de malo? Pero ahora que ya vas a las milongas no te podes conformar con eso. mirá, la primera que te dé calce te la llevas a •remar al Tigre, ahí se puede coger en todas partes. Si no tenes guita me avisas, yo le digo a mi hermano el contador que te deje el bulín una tarde. Siempre en la cama es mejor, te imaginas…» Y una serie de recuerdos, de detalles, de consejos de amigo. Con toda su vergüenza y su rabia, Felipe le había estado agradecido a Ordóñez. Qué diferencia con Alfieri, por ejemplo. Claro que Alfieri…