Jorge cerró los ojos, más tranquilo. Sólo entonces sintió Medrano que su mano derecha oprimía la de Claudia. Se quedó quieto mirando a Jorge, dejándolo sentir su presencia que lo calmaba, dejando que su mano apretara la de Claudia. Cuando Jorge respiró más aliviado, se incorporó poco a poco. Llevó a Claudia hasta la puerta de la cabina.
– Yo tengo que irme un rato. Volveré y los acompañaré todo lo que haga falta.
– Quédese ahora -dijo Claudia.
– No puedo. Es absurdo, pero López me espera. No se inquiete, volveré en seguida.
Claudia suspiró, y bruscamente se apoyó en él. Su cabeza era muy tibia contra su hombro.
– No hagan tonterías, Gabriel. No vayan a hacer tonterías.
– No, querida -dijo Medrano en voz muy baja-. Prometido.
La besó en el pelo, apenas. Su mano dibujó algo en la mejilla mojada de Claudia.
– Volveré en seguida -repitió, apartándola lentamente. Abrió la puerta y salió. El pasillo le pareció borroso, hasta distinguir la silueta de Atilio que montaba guardia. Sin saber por qué miró su reloj. Eran las tres y veinte del tercer día de viaje.
Detrás de Raúl venía Paula metida en una robe de chambre roja. Raúl y López caminaban como si quisieran librarse de ella, pero no era tan fácil.
– ¿Qué es lo que piensan hacer, al fin y al cabo -preguntó, mirando a Medrano.
– Traer al médico de una oreja y telegrafiar a Buenos Aires -dijo Medrano un poco fastidiado-. ¿Por qué no se va a dormir, Paulita?
– Dormir, dormir, estos dos no hacen otra cosa que darme el mismo consejo. No tengo sueño, quiera ayudar en lo que pueda.
– Acompañe a Claudia, entonces.
Pero Paula no quería acompañar a Claudia. Se volvió a Raúl y lo miró fijamente. López se había apartado, como si no quisiera mezclarse. Bastante le había costado ir hasta la cabina y golpear, oír el «adelante» de Raúl y encontrárselos en medio de una discusión de la que los cigarrillos y los vasos daban buena idea. Raúl había aceptado inmediatamente sumarse a la expedición, pero Paula parecía rabiosa porque López se lo llevaba, porque se iban los dos y la dejaban sola, aislada, del lado de las mujeres y los viejos. Había terminado por preguntar airadamente qué nueva idiotez estaban por hacer, pero López se había limitado a encogerse de hombros y esperar a que Raúl se pusiera un pullover y se guardara la pistola en el bolsillo. Todo esto lo hacía Raúl como si estuviera ausente, como si fuera una imagen en un espejo. Pero tenía otra Vez en la cara la expresión burlonamente decidida del que no vacila en arriesgarse a un juego que en el fondo le importa poco.
Se abrió con violencia la puerta de una cabina, y el señor Trejo hizo su aparición envuelto en una gabardina gris bajo la cual el piyama azul resultaba incongruente.
– Ya estaba durmiendo, pero he oído rumor de voces y pensó que quizá el niño siguiera descompuesto -dijo el señor Trejo.
– Está bastante afiebrado, y vamos a ir a buscar al médico -dijo López.
– ¿A buscarlo? Pero me extraña que no venga por su cuenta.
– A mí también, pero habrá que ir a buscarlo.
– Supongo -dijo el señor Trejo, bajando la vista- que no se habrá observado ningún nuevo síntoma que…
– No, pero tampoco se trata de perder tiempo. ¿Vamos?
– Vamos -dijo el Pelusa, a quien la negativa del médico había terminado de entrarle en la cabeza con resultados cada vez más sombríos.
El señor Trejo iba a decir algo más, pero le pasaron al lado y siguieron. No mucho, porque ya se abría la puerta de la cabina número nueve aparecía don Galo envuelto en una especie de hopalanda, con el chófer al lado. Don Galo apreció con una mirada la situación y alzó conminatoriamente la mano. Aconsejaba a los queridos amigos que no perdieran la calma a esa hora de la madrugada. Enterado por las voces de lo que había ocurrido en el teléfono, insistía en que las prescripciones del galeno debían bastar por el momento, pues de lo contrario el facultativo hubiese venido en persona a ver al niño, sin contar con que…
– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Vamos.
Se encaminó al pasadizo central, y Raúl se le puso a la par. A sus espaldas oían el diálogo vehemente del señor Trejo y don Galo.
– Usted estará pensando en bajar por la cabina del barman, ¿no?
– Sí, puede que tengamos más suerte esta vez.
– Conozco un camino mejor y más directo -dijo Raúl-. ¿Se acuerda, López? Iremos a ver a Orf y su amigo el del tatuaje.
– Claro -dijo López-. Es más directo, aunque no sé si por ahí se podrá salir a popa. Ensayemos, de todos modos.
Entraban en el pasadizo central cuando vieron al doctor Restelli y a Lucio que venían del pasillo de estribor, atraídos por las voces. Poco necesitó el doctor Restelli para darse cuenta de lo que ocurría. Alzando el índice con el gesto de las grandes ocasiones, los detuvo a un paso de la puerta que llevaba abajo. El señor Trejo y don Galo se le agregaron, gárrulos y excitados. Evidentemente la situación era desagradable si, como decía el joven Presutti, el médico se había negado a hacerse presente, pero convenía que Medrano, Costa y López comprendieran que no se podía exponer al pasaje a las lógicas consecuencias de una acción agresiva tal como la que presumiblemente intentaban perpetrar. Si desgraciadamente, como ciertos síntomas hacían presumir, un brote de tifus 224 acababa de declararse en el puente de los pasajeros, lo único sensato era requerir la intervención de los oficiales (para lo cual existían diversos recursos, tales como el maître y 3l teléfono) a fin de que el simpático enfermito fuese inmediatamente trasladado al dispensario de popa, donde se estaban asistiendo el capitán Smith y los restantes enfermos de a bordo. Pero semejante cosa no se lograría con amenazas tales como las que ya se habían proferido esa mañana, y…
– Vea, doctor, cállese la boca -dijo López-. Lo siento mucho, pero ya estoy harto de contemporizar.
– ¡Querido amigo!
– ¡Nada de violencias! -chillaba don Galo, apoyado por las exclamacines indignadas del señor Trejo. Lucio, muy pálido, se había quedado atrás y no decía nada.
Medrano abrió la puerta y empezó a bajar. Raúl y López lo siguieron.
– Dejesén de cacarear, gallinetas -dijo el Pelusa, mirando al partido de la paz con aire de supremo desprecio. Bajó dos peldaños, y les cerró la puerta en la cara-. Qué manga de paparulos, mama mía. El pibe grave y estos cosos dale con el armisticio. Me dan ganas de agarrarlos a patadas, me dan.
– Me sospecho que va a tener oportunidad -dijo López-. Bueno, Presutti, aquí hay que andarse atento. En cuanto encuentre por ahí alguna llave inglesa que le sirva de cachiporra, échele mano.
Miró hacia la cámara de la izquierda, a oscuras pero evidentemente vacía. Pegándose a los lados, abrieron de golpe la puerta de la derecha. López reconoció a Orf, sentado en un banco. Los dos finlandeses que se ocupaban de la proa se habían instalado junto al fonógrafo y se aprestaban a poner un disco; Raúl, que entraba pegado a López, pensó irónicamente que debía ser el disco de Ivor Novello. Uno de los finlandeses se enderezó sorprendido y avanzó con los brazos un poco abiertos, como si fuera a pedir una explicación. Orf no se había movido pero los miraba entre estupefacto y escandalizado.
En el silencio que parecía durar más de lo normal, vieron abrirse la puerta del fondo. López ya estaba a un paso del finlandés que seguía en la actitud del que se dispone a abrazar a alguien, pero quando vio al glúcido que se recortaba en el marco de la puerta y se quedaba mirándolos asombrado, dio otro paso a la vez que hacía un gesto para que el finlandés se apartara. El finlandés se corrió ligeramente a un lado y en el mismo momento lo trompeó en la mandíbula y el estómago. Cuando López caía como un trapo, lo golpeó otra vez en plena cara. La Colt de Raúl apareció un segundo antes que el revólver de Medrano, pero no hubo necesidad de tiros. Con un perfecto sentido de la oportunidad, el Pelusa se plantó en dos saltos al lado del glúcido y lo metió de un manotón en la cámara, cerrando la puerta con una seca patada. Orf y los dos finlandeses levantaban las manos como si quisieran colgarse del cielo raso.