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El Pelusa se agachó junto a López, le levantó la cabeza y empezó a masajearle el cuello con una violencia inquietante. Después le soltó el cinturón y le hizo una especie de respiración artificial.

– Hijo de una gran siete, le pegó en la boca del estómago. ¡Te rompo la cara, cabrón de mierda! Espérate que te agarre solo, ya vas a ver cómo te parto la cabeza, aprovechador. ¡Qué manera de desmayarse, mama mía!

Medrano se agachó y sacó el revolver del bolsillo de López, que empezaba a moverse y a parpadear.

– Por el momento téngalo usted -le dijo a Atilio-. ¿Qué tal, viejo?

López gruñó algo ininteligible, y buscó vagamente un pañuelo.

– A todos éstos va a haber que llevarlos de nuestro lado -dijo Raúl, que se había sentado en un banco y gozaba del dudoso placer de mantener con las manos alzadas a cuatro hombres que empezaban a fatigarse. Cuando López se enderezo y le vio la nariz, la sangre que le chorreaba por el cuello, pensó que Paula iba a tener un buen trabajo. «Con lo que le gusta hacer de enfermera», se dijo divertido.

– Sí, la joroba es que no podemos seguir dejando a éstos sueltos a la espalda -dijo Mediano-. ¿Qué le parece si me los arrea hasta la proa, Atilio, y los encierra en alguna cabina?

– Déjemelos por mi cuenta, señor -dijo el Pelusa, esgrimiendo el revólver-. Vos anda saliendo,.atorrante. Y ustedes. Ojo que al primero que se hace el loco le zampo un plomo en el coco. Pero ustedes me esperan, ¿eh? No se vayan a ir solos.

Medrano miró inquieto a López, que se había levantado muy pálido y se tambaleaba. Le preguntó si no quería ir con Atilio y descansar un rato, pero López lo miró con rabia.

– No es nada -murmuró, pasándose la mano por la boca-. Yo me quedo, che. Ahora ya empiezo a respirar. Pucha que es feo.

Se puso blanco y cayó otra vez, resbalando contra el cuerpo del Pelusa que lo sostenía. No había nada que hacer, y Medrano se decidió. Sacaron al glúcido y a los lípidos al pasillo, dejando que el Pelusa llevara casi en brazos a López que maldecía, y recorrieron el pasillo lo más rápidamente posible. Probablemente al volver encontrarían refuerzos y quizá armas listas, pero no se veía otra salida.

La reaparicióa de López ensangrentado, seguido de un oficial y tres marineros del Malcolm con las manos en alto, no era un espectáculo para alentar a Lucio y al señor Trejo, que se habían quedado conversando cerca de la puerta. Al grito que se le escapó al señor Trejo respondieron los pasos del doctor Restelli y de Paula, seguidos de don Galo que se mesaba los cabellos en una forma que Raúl sólo había visto en el teatro. Cada vez más divertido, puso a los primeros prisioneros contra la pared e hizo señas al Pelusa para que se llevara a López a su cabina. Medrano rechazaba con un gesto la andanada de gritos, preguntas y admoniciones.

– Vamos, al bar -dijo Raúl a los prisioneros. Les hizo salir ai pasillo de estribor, desfilando con no poco trabajo entre la silla de don Galo y la pared. Medrano seguía detrás, apurando la cosa todo lo posible, y cuando don Galo, perdida toda paciencia, lo agarró de un brazo y lo sacudió gritando que no iba a consentir que, se decidió a hacer lo único posible.

– Todo el mundo arriba -mandó-. Paciencia si no les gusta.

Encantado, el Pelusa agarró inmediatamente la silla de don Galo y la echó hacia adelante, aunque don Galo se aferraba a los rayos de las ruedas y hacía girar la manivela del freno con todas sus fuerzas.

– Vamos, deje al señor -dijo Lucio, interponiéndose-. ¿Pero se han vuelto locos, ustedes?

El Pelusa soltó la silla, sujetó a Lucio por el justo medio del saco de piyama y lo proyectó con violencia contra el tabique. El revólver le colgaba insolentemente de la otra mano.

– Camina, manteca -dijo el Pelusa-. A ver si te tengo que bajar el jopo a sopapos.

Lucio abrió la boca, la cerró otra vez. El doctor Restelli y el señor Trejo estaban petrificados, y al Pelusa le costó bastante ponerlos en movimiento. Al pie de la escalera del bar, Raúl y Medrano esperaban.

Dejando a todo el mundo alineado contra el mostrador del bar, cerraron con llave la puerta que daba a la biblioteca, y Raúl arrancó a tirones los, hilos del teléfono. Pálido y retorciéndose las manos en el mejor estilo ancilar, el maître había entregado las llaves sin oponer resistencia. A la carrera se largaron otra vez por el pasadizo y la escalerilla.

– Faltan el astrónomo, Felipe y el chófer -dijo el Pelusa, parándose en seco-. ¿Los encerramos también?

– No hace falta -dijo Medrano-. Esos no gritan.

Abrieron la puerta de la cámara sin tomar demasiadas precauciones. Estaba vacía y de golpe parecía mucho más grande. Medrano miró hacia la puerta del fondo.

– Da a un pasillo -dijo Raúl con una voz sin expresión-. AI fondo está la escalera que sube a popa. Habrá que tener cuidado con el camarote de la izquierda.

– ¿Pero usted ya estuvo? -se asombró el Pe lusa.

– Sí.

– ¿Estuvo y no subió a la popa?

– No, no subí -dijo Raúl.

El Pelusa lo miró con desconfianza, pero como le tenía simpatía se convenció de que debía estar mareado por todo lo que había sucedido. Medrano apagó las luces sin hacer comentario y abrieron poco a poco la puerta, apuntando a ciegas hacia adelante. Casi en seguida vieron el brillo de los cobres del pasamanos de la escalera.

– Mi pobre, pobrecito pirata -dijo Paula-. Venga que su mamá le ponga un algodón en la nariz.

Dejándose caer al borde de su cama, López sentía que el aire le entraba muy despacio en los pulmones. Paula que había mirado empavorecida el revólver que el Pelusa apretaba en la mano izquierda, lo vio irse de la cabina con no poco ali vio. Después obligó a López, que estaba horriblemente pálido, a que se tendiera en la cama. Fue a mojar una toalla y empezó a lavarle con mucho cuidado la cara. López maldecía en voz baja, pero ella siguió limpiándolo y retándolo a la vez.

– Ahora sacate esa campera y metete del todo en la cama. Te hace falta descansar un rato.

– No, ya estoy bien -dijo López-. Te crees que voy a dejarlos solos a los muchachos, justamente ahora que…

Cuando se enderezaba, todo giró de golpe. Paula lo sostuvo, y esta vez consiguió que se tendie ra de espaldas. En el armario había una manta, y lo abrigó lo mejor posible. Sus manos anduvieron a ciegas por debajo de la manta, hasta soltarle los cordones de las zapatillas. López la miraba como desde lejos, con los ojos entornados. No se le había hinchado la nariz pero tenía una marca violeta debajo de un ojo, y un tremendo hematoma en la mandíbula.

– Te queda precioso -dijo Paula, arrodillándose para quitarle las zapatillas-. Ahora sos de veras mi Jamaica John, mi héroe casi invicto.

– Poneme alguna cosa aquí -murmuró López, señalándose el estómago-. No puedo respirar, pucha que soy flojo. Total, un par de pifias…

– Pero vos le habrás contestado -dijo Paula, buscando otra toalla y haciendo correr el agua caliente-. ¿No trajiste alcohol? Ah, sí, aquí hay un frasco. Soltate el pantalón, si podes… Espera, te voy a ayudar a sacarte esa campera que parece de amianto. ¿Te podes enderezar un poquito? Si no, date vuelta y la sacamos poco a poco.

López la dejaba hacer, pensando todo el tiempo en los amigos. No era posible que por un lípido de porra tuviera que quedar fuera de combate. Cerrando los ojos, sintió las manos de Paula que andaban por sus brazos, librándolo de la campera, y que después le soltaban el cinturón, desa botonaban la camisa, ponían algo tibio sobre su piel. Una o dos veces sonrió porque el pelo de Paula le hacía cosquillas en la cara. De nuevo le andaba suavemente en la nariz, cambiándole los algodones. Sin querer, sin pensar, López estiró un poco los labios. Sintió la boca de Paula contra la suya, liviana, un beso de enfermera. La apretó en sus brazos, respirando penosamente, y la besó mordiéndola, hasta hacerla gemir.