– ¡Atilio, Atilio! -clamaba la Nelly, convulsa-. ¿Pero qué ha pasado, por qué encerraste a los señores?
El Pelusa iba a abrir la boca para contestar lo primero que le cruzaba por la cabeza, y que era una rotunda puteada. En cambio se quedó callado, apretando el revólver con el caño hacia el suelo. A lo nrejor era porque estaba parado en el segundo escalón, pero de golpe se sentía tan por encima de esos gritos, esas preguntas, el odio estallando en imprecaciones y reproches. «Mejor voy a ver cómo está el pibe -pensó-. Le tengo de decir a la mamá que a la final mandamo el telegrama.»
Pasó sin hablar entre un racimo de manos tendidas y bocas abiertas; de lejos casi se hubiera podido pensar que esas mujeres lo aclamaban, lo acompañaban en un triunfo.
Persio había acabado por quedarse dormido, recostado en la cama de Claudia. Cuando empezó a amanecer, Claudia le echó una manta sobre las piernas, mirando con gratitud la esmirriada figura de Persio, sus ropas nuevas pero ya arrugadas y un poco sucias. Se acercó a la cama de Jorge y atisbo su respiración. Jorge dormía tranquilamente después de la tercera dosis del medicamento. Le bastó tocarle la frente para tranquilizarse. Sintió de golpe un cansancio como de muchas noches sin sueño; pero todavía no quería tenderse junto a su hijo, sabía que alguien vendría antes de mucho con noticias o con la repetición de los mismos episodios, los absurdos laberintos donde sus amigos habían vagado durante cuarenta y ocho horas sin saber demasiado por qué.
La cara amoratada de López asomó por la puerta entreabierta. Claudia no se sorprendió de que López no hubiera golpeado, ni siquiera le llamó la atención oír que las mujeres gritaban y hablaban en el pasillo de estribor. Movió la mano, invitándolo a entrar.
– Jorge está mejor, ha dormido casi dos horas seguidas. Pero usted…
– Oh, no es nada -dijo López, tocándose la mandíbula-. Duele un poco al hablar, y por eso hablaré poco. Me alegro de que Jorge esté mejor. De todos modos, los muchachos se las arreglaron para mandar un radiograma a Buenos Aires.
– Qué absurdo -dijo Claudia.
– Sí, ahora parece absurdo.
Claudia bajó la cabeza.
– En fin, a lo hecho pecho -dijo López-. Lo malo es que hubo tiros, porque los de la popa no los quisieron dejar pasar. Parece mentira, todos nos conocemos apenas, una amistad de dos días, si se puede llamar amistad, y sin embargo…
– ¿Le ha pasado algo a Gabriel?
La afirmación ya estaba en la pregunta; López no tuvo más que callar y mirarla. Claudia se levantó, con la boca entreabierta. Estaba fea, casi ridicula. Dio un paso en falso, tuvo que tomarse del respaldo de un sillón.
– Lo han llevado a su cabina -dijo López-. Yo me quedaré cuidando a Jorge, si quiere.
Raúl, que velaba en el pasillo, dejó entrar a Claudia y cerró la puerta. Empezaba a molestarle la pistola en el bolsillo, era absurdo pensar que ios glúcidos tomarían represalias. Fuera como fuera, la cosa tendría que terminar ahí; al fin y al cabo no estaban en guerra. Tenía ganas de acercarse al pasillo de estribor, donde se oían los chillidos de don Galo y los apostrofes del doctor Restelli entre los gritos de las señoras. «Los pobres -pensó Raúl-, qué viaje les hemos dado…» Vio que Atilio se asomaba tímidamente a la cabina de Claudia, y lo siguió. Sentía en la boca el gusto de la madrugada. «¿Sería realmente el disco de Ivor Novello?», pensó, descartando con esfuerzo la imagen de Paula que pugnaba por volver. Resignado, la dejó asomar cerrando los ojos, viéndola tal como la había visto llegar a la cabina de Medrano, detrás de López, envuelta en su robe de chambre, el pelo hermosamente suelto como a él le gustaba verla por la mañana. -En fin, en fin -dijo Raúl. Abrió la puerta y entró. Atilio y López hablaban en voz baja, Persio respiraba con una especie de silbido que le iba perfectamente. Atilio se le acercó, poniéndose un dedo en la boca.
– Está mejor el pibe, está -murmuró-. La madre dijo que ya no tenía fiebre. Durmió fenómeno toda la noche.
– Macanudo -dijo Raúl.
– Yo ahora me voy a mi camarote para explicarle un poco a mi novia y a las viejas -dijo el Pelusa-. Cómo están, mama mía. Qué mala sangre qué se hacen.
Raúl lo miró salir, y fue a sentarse al lado de López que le ofreció un cigarrillo. De común acuerdo corrieron los sillones lejos de la cama de Jorge, y fumaron un rato sin hablar. Raúl sospechó que López le agradecería su presencia en ese momento, la ocasión de liquidar cuentas y a otra cosa.
– Dos cosas -dijo bruscamente López-. Primero, me considero culpable de lo ocurrido. Ya sé que es idiota, porque lo mismo hubiera ocurrido o le hubiera tocado a algún otro, pero hice mal en quedarme mientras ustedes… -se le cortó la voz,. hizo un esfuerzo y tragó saliva-. Lo que ocurrió es que me acosté con Paula -dijo, mirando a Raúl que hacía girar el cigarrillo entre los dedos-. Esa es la segunda cosa.
– La primera no tiene importancia -dijo Raúl-. Usted no estaba en condiciones de seguir la expedición, aparte de que no parecía tan arriesgada. En cuanto a lo otro, supongo que Paula le habrá dicho que no me debe ninguna explicación.
– Explicación no -dijo López, confuso-. De todas maneras…
– De todas maneras, gracias. Me parece muy chic de su parte.
– Mamá -dijo Jorge-. ¿Dónde estás, mamá?
Persio dio un brinco y pasó del sueño a los pies de la cama de Jorge. Raúl y López no se movieron, esperando.
– Persio -dijo Jorge, incorporándose-. ¿Sabés qué soñé? Que en el astro caía nieve. Te juro, Persio, una nieve, unos copos como… como…
– ¿Te sentís mejor? -dijo Persio, mirándolo como si temiera acercarse y romper el encantamiento.
– Me siento muy bien -dijo Jorge-. Tengo hambre, che, anda a decirle a mamá que me traiga café con leche. ¿Quién está ahí? Ah, qué tal. ¿Por qué están ahí?
– Por nada -dijo López-. Te vinimos a acompañar.
– ¿Qué te pasó en la nariz, che? ¿Te caíste?
– No -dijo López, levantándose-. Me soné demasiado fuerte. Siempre me pasa. Hasta luego, después te vengo a ver.
Raúl salió tras de él. Ya era ahora de guardar la condenada automática que le pesaba cada vez más en el bolsillo, pero prefirió asomarse primero a la escalerilla de proa, donde ya daba el sol. La proa estaba desierta y Raúl se sentó en el primer peldaño y miró el mar y el cielo, parpadeando. Llevaba tantas horas sin dormir, bebiendo y fumando demasiado, que el brillo del mar y el viento en la cara le dolieron; resistió hasta acostumbrarse, pensando que ya era tiempo de volver a la realidad, si eso era volver a la realidad. «Nada de análisis, querido -se ordenó-. Un baño, un largo baño en tu cabina que ahora será para vos solo mientras dure el viaje, y Dios sabe si va a durar poco, a menos que me equivoque de medio a medio.» Ojalá no se equivocara, porque entonces Medrano habría dejado la piel para nada. Personalmente ya no le importaba mucho seguir viajando o que todo acabara en un lío todavía más grande; tenía demasiado sarro en la lengua para elegir con libertad. Quizá cuando se despertara, después del baño, después de un vaso entero de whisky y un día de sueño, sería capaz de aceptar o rechazar; ahora le daba lo mismo un vómito en el suelo, Jorge que se despertaba curado, tres agujeros en un rompevientos. Era como tener la baraja de poker en la mano, en una neutralización total de fuerzas; sólo cuando se decidiera, si se decidía, a sacar uno por uno el comodín, el as, la reina y el rey… Aspiró profundamente; el mar era de un azul mitológico, del color que veía en algunos sueños en los que volaba sobre extrañas máquinas translúcidas. Se tapó la cara con las manos y se preguntó si estaba realmente vivo. Debía estarlo, entre otras cosas porque era capaz de darse cuenta de que las máquinas del Malcolm acababan de detenerse.
Antes de salir, Paula y López habían entornado las cortinas del ojo de buey y en la cabina había una luz amarillenta que parecía vaciar de toda expresión la cara de Medrano. Inmóvil a los pies de la cama, con el brazo todavía tendido hacia la puerta como sí no terminara nunca de cerrarla, Claudia miró a Gabriel. En el pasillo se oían voces ahogadas y pasos, pero nada parecía cambiar el silencio total en que acababa de entrar Claudia, la algodonosa materia que era el aire de la cabina, sus propias piernas, el cuerpo tendido en la cama, los objetos desparramados, las toallas tiradas en un rincón.